por una, cada tarjeta de invitacion. Violeta siempre recordaria las jaleas rojas dentro de cascaras de naranja: las habia hecho Cayetana, ella que casi no cocinaba. Se veian hermosas.

A las cuatro de la tarde de aquel sabado de agosto, Violeta, de punta en blanco, esperaba a las amigas que la acompanarian en la celebracion de sus nueve anos.

La espera se hizo larga. El timbre, porfiado, se negaba a sonar. Un cuarto para las cinco, por fin, llego la primera nina. Cayetana salio a recibirla. Sonrio ante los ojos oscuros y timidos de la companera de su hija, su pelo corto y liso, su vestido muy almidonado bajo el abriguito azul.

– ?Como te llamas? -le pregunto Cayetana.

– Josefina.

– ?Josefina que mas?

– Ferrer.

– Adelante, Josefina, bienvenida.

Avanzaron a la pieza del fondo, donde jugaban los hijos de Carmencita, la empleada de la libreria, que nunca se saltaban un acontecimiento familiar.

A las cinco y media reinaba el silencio. Violeta temia romperlo si soltaba el nudo que se agigantaba en su garganta. Los hijos de Carmencita en el suelo con algun juguete, Josefina en una silla, Violeta en otra, inmoviles como solo inmoviliza la espera.

A las seis pasaron a la mesa. Un cuarto de hora antes habian llegado los amigos del barrio, que no estaban invitados. Violeta se alegro tanto de verlos, en esa soledad, anhelando que no se perdieran todas las cosas ricas desplegadas sobre la mesa del comedor: los merengues, las jaleitas, los pequenos panes con pasta de huevo y de pollo, la enorme torta de manjar. Lo peor de todo era quedarse con la comida preparada. Nunca supo que Marcelina los habia ido a buscar uno por uno a sus casas, por orden de Cayetana. De este modo pudieron partir la torta con una cierta dignidad. Nadie mas llego. Cuando ya habian cantado y comido, Cayetana se acerco a esta unica nina del colegio que habia aparecido.

– Josefina, ?por que crees tu que no vinieron las demas companeras?

– Porque Violeta vive en Nunoa.

– ?Como?

Al percibir la incredulidad de Cayetana, la nina no supo si continuar o no. Pero Cayetana la animo, y entonces dio rienda suelta a sus sentimientos.

– En el curso hay un grupo que manda y todas hacen lo que el grupo dice. A este grupo no le gusta Violeta: dicen que es polaca, que les cargan los anteojos que usa. La miran en menos porque toma te puro y come sandwiches de pate. Cuando recibieron la invitacion y vieron que Violeta vivia en Nunoa, se pusieron de acuerdo entre ellas para no venir. Eso les dijeron a las demas, pero la gracia era no avisarle a Violeta.

– ?Y por que viniste tu?

– Porque yo tambien les cargo.

– ?Por que les cargas?

– Porque mi papa es panadero.

– ?Solo por eso?

– No se.

Cayetana termino ahi el interrogatorio, sin saber si llorar o, dado su caracter, sencillamente largarse a reir.

Violeta recuerda bien la discusion esa noche en la pieza de sus padres.

– ?Sera necesario que Violeta tenga que pagar un precio tan alto por hablar bien el ingles? -le preguntaba Cayetana a su marido.

– Es justamente este colegio el que hara que no la marginen de grande. Tu no sospechas eso, Cayetana, la clase media ilustrada en que tu te mueves no sabe mucho de esas cosas. Pero yo si.

– Aqui hay dos alternativas, Tadeo: o estamos criando a una resentida que mas tarde resultara una arribista, o estamos formando a una revolucionaria.

Esas palabras encontraron en Violeta un espacio; se adhirieron a su memoria aunque no las entendiera a nivel de la conciencia. La nina siempre escucho con el instinto mas que con la razon. Nunca dejo de sucederle: se aproximaba a personas, eventos o sentidos observandolos sin que su mente los comprendiese cabalmente, pero como si con solo darles un espacio en su interior los hiciera suyos.

Esa noche, en su cama, humedecio con lagrimas los rizos que caian sobre sus mejillas. Cuando las seco, decidio no dar por perdida esta pequena guerra. Se sono a si misma haciendole frente, solitaria -o quizas, a partir de esa tarde, con una complice-, a la hostilidad: esa cruel, implacable hostilidad de la que solo puede aduenarse la infancia. Se quedaria en ese colegio y las venceria.

8.

Muchas veces Violeta me cansaba.

Me cansaba alimentar nuestra amistad, como me cansaba alimentar cualquier elemento que no fuera mi voz. Si lo hice, no fue por generosidad, como creyo ella. Tampoco por lealtad, como pensaron otros. Era solo mi temor al desacompanamiento.

Lo descubri en San Miguel de Allende, en Mexico. A mi recital habia asistido Amalia, una famosa y antigua cantante mexicana, admirada y escuchada por mi desde siempre. Me invito a tomar un trago al atardecer; yo, honrada, acepte. Sabia que, en su retiro, ella habia elegido vivir en esa ciudad, pero me sorprendi al ver que su direccion correspondia a un hotel.

En el patio inmenso, rodeadas de rojos arcos coloniales y verdes exuberantes, meciendonos en el corredor con el tequila en las manos, me lo advirtio.

A los sesenta anos Amalia dio su ultimo recital. Y esa noche, con toda tranquilidad, cerro la puerta. No pensaba exponerse a la humillacion de los contratos decadentes, a las boites en lugar de los auditorios o teatros, a que el publico comparara sus actuaciones en vivo con las grabaciones de otros tiempos. Ante mi inquietud por comprender por que vivia sola en un hotel, me conto su proceso: a medida que se habia ido acercando a la cuspide de su fama, el mundo entero empezo a sobrarle. Lo primero de lo que se deshizo fue su marido, que no resistio verse relegado a un segundo lugar. Luego fueron sus hijos: a poco andar decidieron vivir con el padre, quien parecia disponer de mas tiempo para ellos. Luego fue la casa: sin una familia, no tenia sentido administrar esa empresa, si la empresa de su exito era tanto mas seductora. Arrendo una gran bodega, guardo alli todos sus muebles y pertenencias, y los hoteles pasaron a ser su hogar. Entonces se sintio por fin independiente. Me confeso hasta que punto le molestaba la gente, como se sentia perseguida… Como la embargaba la culpa por no responder siquiera a sus amigos de toda la vida, los que pasaron a representar un peso sobre sus espaldas en lugar de un placer. Solo veia a las personas que debia, a nadie mas. Compuso en ese tiempo sus mejores canciones. Por fin se tomaba en serio y trabajaba como una profesional. Cuando conocio San Miguel de Allende, en una gira, se dijo que aquel seria su lugar de retiro. «Nada original», me agrega, «muchos han decidido hacer lo mismo, viven artistas de todos lados, especialmente nuestros vecinos del norte.» Cumplio su promesa y aqui la tenia yo, ante mis ojos: dos piezas frente a un pedazo de corredor que era casi suyo, nada mas. Sus hijos la visitaban muy de vez en cuando, y uno que otro amigo pasaba a saludarla cuando cruzaba por la ciudad.

San Miguel de Allende, cautelosamente en mi memoria.

Elegi a Violeta entre todas mis amigas porque nuestra historia se remontaba tan atras que cualquier explicacion era innecesaria. Ella formaba parte de mi infancia, era casi un miembro mas de mi familia. Por eso me resultaba tan comoda: lo que hicieramos juntas era como hacerlo sola. Y mi miedo al vacio no me permitia tanta privacidad. Entonces, a medida que las personas, paulatinamente, me fueron sobrando -y este fenomeno se agudizo a pesar de mi voluntad-, temi que si rompia el ultimo eslabon iba a precipitarme de bruces en la total soledad. No, me dije una noche: un dia Andres no va a estar conmigo; ?quien lo sabe mejor que tu misma? Tus hijos viviran su propia vida y entonces tu, que has ido desqueriendo a medida que ascendias en la escala de las estrellas, no tendras intimidad. Nadie la tendra contigo. ?Sabes, Josefa, lo que es vivir sin intimidad?

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