– No, no me consta, pero si ella lo dice…

– ?Alguien lo vio? -pregunta Violeta a gritos mientras yo me escondo, respiro profundo entrando el estomago; quisiera desaparecer detras del grupo, esquivar todo este bochorno. No me importan ni el pelusa, ni el robo, ni la joven. Mi unica preocupacion es pasar inadvertida. Escucho el griterio de las senoras y como Violeta las increpa de vuelta. La veo arrancar al chiquillo, sin violencia pero con firmeza, de manos del senor, que ya no parece tan decidido, y caminar airosa entre el gentio llevandolo por los hombros con cuidado, casi con ternura. La mirada desafiante de Violeta mientras camina con el nino, esa mirada digna y segura, no es nueva, la conozco bien.

– Los pobres estan desquiciados por su propia pobreza -fue toda la explicacion que me dio.

He visto mas de una vez esa mirada. La primera fue cuando tomo la mano de Marcelina en el pasillo de la iglesia del colegio, apretandosela, avanzando altanera, gritando con los ojos: ?veamos si alguien se atreve a humillarla!

Era la ceremonia de la confirmacion. Cada una de nosotras debia elegir una madrina. Nunca entendi que sentido podia tener ese sacramento, salvo lo que me atrajo entonces: la madrina. No la del nacimiento, en cuya eleccion no se intervenia, sino una activamente escogida.

Marcelina Cabezas era una mujer del sur, mapuche, que habia cuidado a Violeta desde su nacimiento. Cuando se trato de escoger una madrina, le parecio evidente: Cayetana era ya su madre, la abuela Carlota su madrina de nacimiento, ?que otra mujer, sino Marcelina, merecia tal distingo?

Todas las companeras llegaron ese domingo al colegio de punta en blanco, de la mano de sus albas madrinas: tias, hermanas mayores, abuelas. Nadie dejo de volver la cabeza cuando Violeta se presento con Marcelina. Vestida con su mejor atuendo, toda de gasa celeste, con su pelo azabache orgulloso en su tiesura, Marcelina Cabezas entro a la iglesia tomando la mano de su nina, pero su caminar estoico parecio derrumbarse con las miradas que le dirigieron, marcandola, punzandola, apartandola, quitandole este derecho que la habia honrado tanto. Violeta enrojecio; de furia, me diria mas tarde. Le apreto la mano a Marcelina, no se separo un centimetro de su lado durante toda la ceremonia y se quedo al chocolate caliente con galletas, sola con su madrina, sin una companera -aparte de mi- que se le acercase en el vasto refectorio. Cuando ambas hubieron bebido sus tazas, Violeta tomo otra vez a Marcelina de la mano y cruzaron juntas el enorme comedor, entre la espesura de ojos y murmullos.

«?Sabes, Josefa?», fue el unico comentario posterior de Violeta, «si algun sentido tiene haber nacido en esta parte del mundo, es evitar la humillacion de la otra parte, que es harto mas numerosa. Mientras yo exista, nunca una Marcelina se sentira desprotegida. Lo juro por mi vida.»

No dijo nada mas.

(Muchos anos despues, el siquiatra que la atendia interpreto que su salvacion ante tantas perdidas habia descansado unicamente sobre los hombros de Marcelina. Violeta sabia lo que era haber sido resguardada por su carino y no le parecio raro que el asilo le fuese dado por la misma persona que le enseno los elementos mas basicos: el lenguaje, sus primeras palabras, sus primeros cuentos, su primera mirada al mundo. En las historias de Marcelina, en la explicacion de su tierra y sus antepasados, en su tradicion oral, Violeta aprendio de los espiritus tutelares. Y eso fue un arma que la ayudaria a resistir lo que iba a tocarle en sus proximas vidas.)

Me dice despues, en la casa del molino:

– Era tan linda la revolucion. Estaba tan a mano… Ademas, participaba el que lo quisiera. ?Su gran capital es que cualquiera podia llegar a ser heroe! Y todos podian, a traves de ella, ser personas, hasta los mas pobres. Hoy, para ser alguien, el heroe debe empezar por el dinero, ese es el unico capital que vale. El requisito sine qua non.

Mas tarde escribio con esos dedos siempre llenos de tinta:

La revolucion / la gran hembra: lo lleno todo, dio todas las respuestas. Era total.

*

Sin una dimension utopica, lo efimero me envuelve, me atrapa y me dice que la vida es apenas esto: lo que veo y lo que toco. Nada mas.

?Es todavia posible la utopia?

Los avaros anos ochenta, los llamo.

Me trajeron un te de manzanas de regalo desde Turquia. Invite a Violeta a compartirlo. Me acompana a la cocina y mientras hiervo el agua, saco las tazas del aparador. He dispuesto la bandeja con el azucarero cuando mis ojos se fijan en la gruesa ceramica blanca de las tazas, atravesada por algunas grietas incipientes. El amarillo rojizo de la manzana se me dispara frente a la vulgaridad de esa loza.

– Ven, Violeta, acompaname.

– ?Donde? Pero si ibamos a probar este te.

– No, no en estas tazas… Ven, vamos.

Nos subimos al auto. En diez minutos estamos en los grandes almacenes y Violeta me mira atonita mientras pido que me muestren un juego de porcelana.

– ?No te parece un poco exagerado? -me pregunta.

– No, no hay exageracion en la busqueda de lo bello. Tu eres la primera en afirmarlo.

– Pero no de esta manera, nunca he querido decir esto.

– No importa. Todo debe ser perfecto.

Llevabamos las decadas grabadas a fuego sobre la piel, como el ganado. Repitio: esos avaros ochenta. El reventon de la avaricia, los llame yo mas tarde, cuando los noventa me dieron la perspectiva.

Ella se mecia en la hamaca entre los dos aromos, recogia las bolitas amarillas de su pelo en el invierno, mientras yo subia peldanos y peldanos en la escala del exito, me forraba de gasa para los estelares, acumulaba cuentas de ahorro -tanto dinero ganado en los ochenta- mientras cantaba y dejaba mi alma para poder hacerlo, recibiendo aplausos de gira en gira, firmando contratos con la television, grabando nuevos discos. Pero en los teatros cantaba a Joan Baez. Para no entregarme, me decia, y me entregaba igual, con la fantasia de que no habia claudicado del todo.

Dementes, exitosos y complicados los ochenta para mi.

Tambien viviamos tontas escenas cotidianas.

Andres y yo nos arreglabamos en nuestro dormitorio para asistir a un matrimonio, y Violeta, tendida en mi cama, hojeaba una revista.

– Dime, Violeta, ?que ropa te pones cuando vas a un matrimonio? -le pregunta Andres mientras se echa agua de colonia.

– No tengo ropa ad hoc porque no voy a matrimonios -responde distraida.

– ?No te invitan o no vas?

– No, nadie me invita.

– Pero que raro, Violeta. ?Por que?

– Porque no existen a mi alrededor. Nadie se casa. Ni mis amigos ni sus hijos.

– ?Y que hacen, entonces?

– No se, no lo habia pensado.

Andres se rio. Yo recorde a Violeta diciendome pocos dias atras: «Mis necesidades sociales disminuyen a medida que las tuyas aumentan. Creeme, Josefa, las mias son cada vez mas minimas.»

Y mientras Violeta luchaba por la humanidad de las viviendas populares y se embarraba los pies y comprendia el engorroso proceso del subsidio habitacional, aumentaba en mi la pasion por cantar. Era casi mi unica pasion, y mi medico me empastillaba para que no sucumbiera ante el panico de escena, y los solidos brazos de Andres me protegian. ?A que distancia estabamos? Lo que mas sufrio ella de la modernizacion fue el sentimiento de perdida de raigambre.

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