amasado, las mermeladas de guinda y los quesos de Ensenada haciendome sentir una mujer normal, una mortal cualquiera. De vuelta a Santiago me encerraba en mi pieza por cuatro dias, llena de farmacos para soportarme a mi misma y a la feroz dieta que comenzaba: el primer dia no comia mas que papas cocidas; el segundo, solamente pollo cocido; el tercero era carne y solo carne; y el cuarto, platanos. Tomaba litros y litros de agua y perdia liquido como nunca. A pesar de las sofisticadas dietas a que me sometian los medicos, yo me inclinaba por esta, primitiva e incomprensible desde el punto de vista cientifico. Al cuarto dia -siniestro cada uno de esos dias- habia perdido matematicamente tres kilos. Entonces se achicaba mi estomago y empezaba el ano y la normalidad comiendo casi nada.
Soportaba ser observada -siempre y en todo lugar los ojos de la gente sobre mi- y mi conciencia del cuerpo galopaba junto con la avidez de esas miradas. Y cuando me someto voluntariamente a ellas, cuando debo pedir a traves del escenario o de la pantalla que me miren, tengo que pasar por el suplicio de las miles de cremas, los potajes de todo tipo con diferentes finalidades, maquillajes malsanos, aceites, fajas. Esa vez que Violeta me acompano a un Festival de la Cancion -uno al que fui como artista invitada-, quedo helada en mi camarin al presenciar todo este proceso. «Pero Josefa», exclamo con desesperacion, «?te arman cada vez, te recortan y te vuelven a instalar!»
Pienso que el mundo entero esta lleno de gordas que quisieron otra suerte para ellas; ninguna es voluntariamente asi, y tienen la vida perdida, tantas puertas cerradas por un problema aparentemente tan inocuo: centimetros de mas. Lo delgado como el valor supremo. ?Que nos paso que llegamos a esta demencia cultural que somete al ochenta por ciento de las mujeres a la preocupacion, a la contencion, a la represion? Deberiamos haber asesinado a la Twiggy anos atras.
En Antigua nadie me conoce. Bendita sea. Como en la casa del molino.
Cuando ya habiamos cruzado casi enteramente la ciudad (el convento de las Capuchinas esta en el extremo opuesto a la galeria El Sitio), nos acercamos por la plaza a la Sexta Norte: por fin el Cafe Opera. A esa hora del dia, entre el sol, el ejercicio poco usual de mis piernas y las emociones de tanto estimulo visual, nada me apetecia mas que un cafe negro, corto, espeso. Hasta ese momento habiamos hablado solo sobre cosas abstractas, objetivas, como corresponde a dos personas que se han conocido hace unas pocas horas. Pero no cabia duda de que, mientras me duchaba, Violeta le habia hecho un resumen de mi vida.
– Has cantado en Mexico, ?verdad? -fue la primera frase que me dirigio frente al cafe humeante.
– Si, en Mexico y en Estados Unidos y en todo este continente -despache el tema con sequedad.
– No hablemos de eso si no lo deseas -perfecta su diccion-. ?Estas en alguna crisis?
– Si. Todos me conocen como cantante, todos piden algo de mi porque canto, todos quieren oirme cantar. Y yo no quiero cantar mas.
– ?Todos?
– Todos -un breve silencio-. Menos mi hija. Cuando era una guagua, le cantaba canciones de cuna. Bastaban las primeras notas para que empezara a hacer pucheros. ?Sabes lo que son los pucheros? No se si en tu pais se dice igual.
– Si, si se.
– Bueno, yo cantaba y ella estaba a punto de largarse a llorar. Violeta me consolaba diciendome que la nina se defendia de la emocion que le producia mi voz. Cuando era mas grande y me escuchaba, ponia su manito sobre mi boca haciendome callar. Ha sido el unico ser sobre la tierra que no soporta mi voz.
?Por que estoy hablando asi? Es la primera vez que cuento esto de Celeste.
– Y hoy en dia, ?que le sucede a esa nina?
– Sufre de anorexia. O quizas es solo una depresion y estoy exagerando. Pero no soporta ser mi hija.
– Y tu, ?soportas ser su madre?
– A duras penas. Es una de las razones por las que estoy aqui.
– ?Quieres contarme las otras?
Bueno, ya, que importa. ?Que imagen debo guardar?
– Si. Que mi hijo prefiere a Violeta como madre antes que a mi. Que no puedo componer una cancion. Que en el ultimo recital me acometio una crisis de panico escenico y me desmaye para no vivirla…
– Eso es casi grave.
– Como todo el mundo espera el descontrol de la parte femenina, pude desmayarme.
– ?Y algo mas te aqueja?
– No tengo fuerzas para volver a cantar. Mi marido, aparentemente, ya no me ama, se ha enamorado de otra. ?Te parece poco?
– ?Y el exito tiene la culpa?
– ?El exito? Ya no se bien que es. Lo recuerdo como un monstruo que se mete adentro y empieza a mandar, el manda y el resto del cuerpo obedece. Va transformando todo tu ser en sus propias necesidades. Cuando quiere amor, lo arrebata. Cuando no, lo bota a la basura. Y al fin termina transformandome a mi en el monstruo que es el
– Pero este monstruo no debe haberse presentado sin ser invitado, ?verdad?
Le sonrio con cierta humildad.
– No. Yo lo llame. Yo queria ser estupenda en mi quehacer. Queria vengar las inseguridades de mi madre. Y luego vengarme yo de mis companeras de colegio, que siempre me excluyeron. Necesitaba brillar por mi misma y no por otro, porque tuve la experiencia de un otro desapareciendo, y el hambre y el desamparo posteriores. No, eso no podia volver a suceder. Quizas tambien necesitaba al monstruo para volver a casarme y poder elegir al mejor de los maridos. A eso, en lenguaje vulgar, se lo llama ambicion, ?o no?
– Probablemente es lo que suele desear un hombre. Puesto en una mujer, cambia de nombre. Pero hay un problema: la ambicion no tiene fin.
– ?Como asi?
– La ambicion es como una compuerta del alma que nunca se cierra: entran las rafagas, van y vienen cruzandose entre ellas, ya ahogando, ya congelando. Siempre, por principio, haciendo palpitar la ansiedad. Un alma ambiciosa esta casi siempre a la intemperie; la tormenta acecha sobre ella.
Me mira con calidez y pienso que los mexicanos usan el lenguaje mejor que nosotros.
– En la ambicion no hay espacio para la serenidad -concluye, casi para si mismo.
(Celeste. Aquella vez que volvi de Estambul, uno de los lugares mas hermosos de la tierra, porque no podia separarme de ella. Cambie el Bosforo por el lago Llanquihue y volvi para abrazarlos a ellos, a mis tres hijos. ?La serenidad? Si, la conozco. La conozco.
Ese bienestar, en la casa del molino. Ese bienestar especifico del sur, esas tardes de lluvia en que los ninos corrian con sus amigos bajo los castanos y yo, desde lejos, recibia sus gritos alegres, Andres leyendo en el dormitorio cuajado de luz sobre la colcha amarilla de flores verdes, la misma desde hace ocho anos. Nada cambia en la casa del molino. Atardece, cierro la puerta de la unica salita de la casa, la salamandra prendida, la temperatura justa, tibia, nunca tan caliente que asoroche, me instalo en la mesa del comedor -la unica que existe en este hogar prestado-, saco mis cuadernos y mi lapicera amada y el sonido de la lluvia me prepara para componer. Las notas y las palabras revolotean en mi cabeza, pero sin chocar, sin alborotar. Miro a traves de la ventana, a cinco metros veo la palmera que el agua ha vuelto brillante, diviso las tejuelas de la casa de los castanos y el humo de su chimenea; todos estamos juntos, todos estamos bien. Cada casa, un albergue para mis hijos. Es parte esencial de mi bienestar: tenerlos cerca, saberlos cerca. La demencia de la maternidad. Esta misma lluvia en Estambul, sentada en la mesa de mi suite mirando las almenas y las torres de las mezquitas, tratando de trabajar: ensayaba la inspiracion. Pero la inquietud no cesaba: mis hijos. ?Cuantas horas median entre ellos y Estambul? No puedo trabajar lejos de ellos. Solo la impotencia de tenerlos encima, interrumpiendome, me bloquea tanto como su distancia. Decline la invitacion, pretexte una enfermedad y me volvi. ?Sospecharan los hombres lo que esto significa? Vuelvo y esa casa del Llanquihue puede en mi lo que no puede la ciudad mas magica del mundo: la serenidad, ese bienestar. Ese de las tardes de lluvia en el verano del sur.
La nocion exacta de bienestar.)
