4.

Jacinta saca del bolsillo de su pantalon una bola plateada y juega nerviosamente con ella. La soba con los dedos, se la pasa de una mano a la otra sin mirarla.

– ?Es la del collar? -no puedo dejar de preguntarle.

– Si.

– ?Y la cadena?

– Se corto.

– ?Cuando?

– La noche de la fiesta.

Trago saliva con dificultad e instintivamente tiendo las manos para tomarla. Jacinta me la entrega.

Violeta se compro en Mexico una bola de plata que colgaba de una cadena. Me explico que era para la buena suerte (?no le bastaba con la piedra cruz?) y que, para comprobar que era plata -y de la buena-, los artesanos le colocaban dentro hilillos tambien de plata que sonaban al chocar entre si con el movimiento de la bola. Esto convirtio a Violeta en una suerte de cencerro ambulante. Sonaba el tilin?tilin de la joya a cada movimiento de su cuerpo, anunciandola; con el oido atento que me caracteriza, yo la escuchaba venir, como si la presintiese. Los dedos de Violeta, esos dedos agiles y delgados, jugaban, amasaban su collar nerviosamente. Ella podia centrar su energia en un solo acto tan poco significativo como aquel y concentrarse de verdad. Era increible su capacidad para pasar largos ratos sin hacer nada, actitud que yo abominaba. Para mi el tiempo era un elemento voraz, cuyo unico objetivo era ser bien empleado. Siempre tuve mil modos de usarlo, viviendo con culpa su despilfarro y sufriendo genuinamente por todo lo que no alcanzaba a hacer, lo que dejaba en el manana o, sencillamente, en el olvido. Violeta no. Ella miraba el techo o el follaje de los aromos donde colgaba su hamaca, en la casa de Nunoa, comiendo pistachos o jugando con su nuevo collar, como ahora, y el tiempo recorria tranquilamente sus ojos, sin perturbarla. ?Donde estaba Violeta en esos momentos? Su ajenidad se me escurrio en la marea de mis propios sintomas: esta velocidad del exito, el trafico y la congestion que he elegido. Ahora me entero por Jacinta, su hija, de que esa noche del 14 de noviembre de 1991 la cadena del collar se corto. Violeta no pudo recurrir a su bola de plata para la buena suerte. Y se habra preguntado por que no le basto el anillo, con la historia y la fuerza que arrastraba esa piedra de tonos tierra y negro.

Jacinta ha heredado ese color tan propio de su madre. A veces pense que era el marfil, pero cuando tuve el ambar ante mi vista comprendi que de alli venia el color de Violeta. En un par de anos, cuando cumpla dieciocho, Jacinta sera mas alta que su madre. Segun Violeta, todos los ninos de esta generacion tendran estaturas superiores a sus padres. «Es la alimentacion», me decia, «?que crees tu que paso?, ?cuando cambio todo y nos pusimos a comer y a parir como norteamericanas?» Pues bien, pronto -dos o tres anos pasan volando- Jacinta tendra un porte apreciable. Tambien su contextura, ni delgada ni maciza, es heredada. Es una de aquellas mujeres que no tienen el peso como preocupacion central, de esas -envidiadas por mi- que pueden pecar alegremente de gula sin consecuencias. Odio esos cuerpos porque desearia con vehemencia haber nacido con uno de ellos; solo esta envidia hizo comprender a Violeta que no era natural ser asi, y entonces agradecio su privilegio. La unica otra caracteristica que Jacinta ha heredado de su madre es el pelo grueso y ondulado. Cuando eramos pequenas, Violeta sonaba con ser duena de mi pelo liso; ni todas las planchas calientes de principios de los anos sesenta lograron modificar sus crespos. Jacinta los heredo. Nada mas. Los ojos y la buena vista son de su padre.

Los lentes de Violeta determinaron las etapas de su vida. «?Que epoca fue esa, Josefa?», me preguntaba, «?que lentes usaba yo?» Piti, le decian por sus horribles anteojos con marco de carey celeste, puntudos en sus esquinas. Cuando llego por primera vez al colegio, ya cursabamos el tercer ano. Violeta aparecio con esos lentes y alguna de las companeras los comento a la hora del recreo: ?vieron a esa recien llegada, se fijaron en los anteojos? Todas miraron a Violeta y se rieron. Ella no sabia de que hablaban, pero sonrio, ruborizandose. Estaba sola en el patio, sin una nina que se le acercara mientras las lideres del curso no dieran la indicacion. Piti, se reian. La verdad es que Violeta nunca ha visto mucho o, por decirlo mejor, muchas cosas las ha visto mas bien borrosas.

Al final de la adolescencia, junto con la pretension llegaron los lentes de contacto. Distraida como era, los perdio mil veces. Recuerdo -y no puedo dejar de volver a sentir un poco de rabia- tantos lugares y siempre los momentos mas inadecuados: el cine, arriba de una micro, en una tienda. Violeta buscaba sus lentes a tientas por el suelo, en cuatro patas, haciendome sentir culpable si fingia ignorar la situacion. Inexorablemente, terminabamos gateando las dos. Lo sorprendente es que siempre los encontraba. Me alegre cuando entro en su etapa de intelectual y las vanidades del mundo pasaron a penultimo lugar: los lentes de contacto fueron reemplazados por aquellos anteojos redondos, como en las fotografias antiguas, con una delgada moldura de acero sujeta al puente de la nariz. «?Me veo igual a la Mia Farrow?», me preguntaba con los ojos muy abiertos.

5.

Nosotras, las otras, vimos nacer a Jacinta.

La nina nacio en Europa y heredo su nombre de una trapecista. Fue concebida en Grecia, en el Peloponeso. Violeta y Gonzalo habian contraido matrimonio en el ano 1973 y emigraron a poco andar. Solo esperaron que ella tuviese en sus manos su titulo de arquitecta para partir. Para Gonzalo, en cambio, la arquitectura solo habia cumplido el rol de antesala para la pintura, y el titulo no le interesaba. Se iba a dedicar al arte sin concesion alguna. Roma fue la ciudad elegida. Desde esa casa matriz recorrieron mucho mundo. Violeta gastaba largas horas, eternas horas, inclinada sobre el tablero, en la sala de dibujo de una empresa constructora romana, ganando el sustento mientras Gonzalo aprendia, pintaba, sonaba con el pincel en las manos sucias de oleo. Eran suenos de grandeza, de exito, de reconocimiento; Violeta, por su parte, llegaba tan cansada al minusculo departamento -en pleno Centro Storico- que no tenia suenos propios; sonaba y trabajaba para el. Cuando el dinero era suficiente, cerraban el departamento o se lo subarrendaban a algun amigo, y abordaban trenes, barcos, buses.

Grecia fue el destino uno de esos inviernos. De Atenas se fueron al Peloponeso. Al cruzar el istmo, Violeta se enamoro de Corinto, con su enorme fortaleza. Las piedras gigantes le confundieron naturaleza y arquitectura: todo le parecia a Violeta alcanzar el cielo, mientras sus casas chicas de antigua teja pudieron haber albergado enanos. Pero fue frente al templo de Apolo, tan solo en medio de Corinto antiguo -?cuantos anos llevaria ahi ese templo pequeno, nitido, abandonado?-, que decidio quedarse. «Esta todo tan seco, Violeta, movamonos un poco, el viento es demasiado, me muero de frio…» Gonzalo la saco por fin de aquel lugar extrano, y avanzaron hasta otro, mas inhospito aun: Micenas. Violeta piso una y otra vez el umbral de la gran Puerta de los Leones, mientras Gonzalo le murmuraba en el oido: «Vuelve a pisar este suelo, sera la primera y ultima vez que tus pies descansen sobre algo tan milenario.» Frente a la tumba de Casandra y a los monticulos de piedra que una vez fueron los leones guardianes de la entrada, Violeta evocaba el exilio remoto y forzado de aquella otra mujer, sola, cargada con el peso de las joyas familiares, prisionera de Agamenon. Asi tal vez la recibieron esos leones de piedra y ese pueblo extrano, hostil como el viento, indiferente como ese cielo inalterado que vio a Casandra caminar con su mente cruzada por imagenes premonitorias de sangre y abandono. Casandra, sola con su relato roto y con su muerte. Violeta no quiso irse de ahi. El viento soplaba sin pausa: fue el mas helado que conocio en su vida, peor aun que el de Corinto. Igual se quedaron. Alli, sobre esa tierra amarillenta, conocieron a la gente de un circo que recorria una por una todas las ciudades del Peloponeso. Violeta se sentaba con una bolsa de pistachos en el suelo y, mientras se los echaba a la boca y se rompia las unas descascarando ese fruto verde y duro, miraba a los infatigables trapecistas en las horas de ensayo. (Fue entonces que conocio los pistachos. No dejo nunca de comerlos, y cuando volvio a Chile y no los encontro por ningun lado, confiaba siempre en que Josefa se los traeria de algun viaje. Cuando al fin se pudieron comprar en Chile, ya era tarde para Violeta.) No se perdio uno solo de los ensayos que los trapecistas hicieron en esos dias. Sus ojos se dilataban frente a sus espectaculares acrobacias, fijos, hipnotizados, mientras Gonzalo elaboraba en su block los correspondientes bocetos. Jacinta, la

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