noche. Debido a su insistencia, Crabtree conducia, y lo hacia demasiado deprisa. Manejaba el viejo y traqueteante Renault de Hannah a la francesa, cambiando continuamente de marcha como si entre el coche y el hubiera una relacion de caballo a jinete. En sus manos, en sus ojos y en la inclinacion de sus delgados hombros se percibia una fria y expectante agitacion bajo cuyos efectos hacia anos que no le veia. Por el momento, al menos, parecia haber logrado sacar su propia balsa del banco de niebla del fracaso y otros malos habitos por el estilo, entre cuya bruma habiamos flotado los dos durante largo tiempo. Adverti que mientras conducia, tamborileando sobre el salpicadero y fumandose un Kool, iba considerando mentalmente todos los imprevistos, percances y consecuencias que pudiera acarrear nuestra expedicion, y reflexionaba sobre las posibles opciones y estrategias alternativas. En otras circunstancias me hubiese sentido muy satisfecho de verlo tan apasionadamente enfrascado en el analisis de las posibilidades narrativas de nuestro problema. Era como en los viejos tiempos: estaba escribiendo su nombre en el agua. Pero cada vez que nos deteniamos en un semaforo en rojo me miraba, y la expresion de su rostro era de incomprension, de incredulidad, con un punto de lastima, como si no fuese mas que un autoestopista empapado al que hubiera recogido en medio de una tormenta en una carretera entre Zilchburg y Palookaville: un don nadie que no sabia muy bien adonde iba y que desprendia un tufillo a lana humeda. Tenia el presentimiento de que, si nuestra empresa fracasaba, yo no tendria un papel relevante en su siguiente tentativa de rescatar a James Leer.

Me dedique a ver pasar las imperturbables casas de ladrillo de Pittsburgh. Me sentia perplejo e inutil tras las criticas de Hannah, aunque, a pesar de todo, esperaba recuperar la bolsita de marihuana que habia dejado en la guantera del Galaxie. Ya habiamos recorrido la mitad del camino hasta el distrito de Hill cuando me percate de que todavia tenia en mis manos el manuscrito de Chicos prodigiosos, con la primera pagina arrugada entre los dedos. No me extrana que le resultase tan patetico a Crabtree con aquella pinta de viejo ilusionista en plena decadencia que guarda sus panuelos apolillados, sus mugrientas cartas de tarot y las notas de alabanza enviadas por zares y condesas en una pequena maleta de carton que lleva sobre el regazo. No habia subido al coche con el manuscrito a proposito, sino por puro despiste, y me parecio que probablemente habia sido un tremendo error. Pero lo cierto era que tampoco habia tenido la clara intencion de dejarlo, y aunque me sentia avergonzado, resultaba, como siempre, reconfortante sentir sobre mis muslos aquel monton de papel que pesaba como una sandia. Ni Crabtree ni yo dijimos una palabra.

Los escaparates de la avenida Centre estaban enrejados y cerrados con candados; en las maltrechas aceras no habia ni un alma, excepto un grupo de chicas, vestidas con elegantes vestidos almidonados rosas y amarillos, y varias mujeres con sombreros de ala ancha que bajaban por las escaleras de la iglesia metodista episcopaliana africana que ocupaba la esquina del bloque en el que estaba el Hi-Hat. Crabtree metio el coche en el aparcamiento del club, en el que el viernes por la noche nuestra escurridiza Sombra se habia puesto a torear al Galaxie. Estaba desierto; tan solo se veian vasos de plastico, resguardos de apuestas perdidas, trozos de periodico con ofertas de empleo, una redecilla para el cabello y revoloteantes papeles encerados manchados de salsa barbacoa, que giraban en circulo arrastrados por la fuerte brisa. Las negras puertas de acero del club estaban cerradas a cal y canto, y la ventana de la cocina tenia la persiana ondulada bajada. El lugar parecia abandonado, como suele ser habitual en los clubes nocturnos durante el dia; todo desconectado, sin pizca de magia, como un kiosko de helados cerrado en un paseo desierto en pleno invierno.

– ?Oh, vaya! -exclame.

– Ni vaya ni nada -dijo Crabtree. Dio marcha atras, giro el volante y puso la primera-. Vamos a… ?Eh!

Mire y vi que en la otra punta del callejon, donde desembocaba en otra calle, habia un deportivo rojo mal aparcado que bloqueaba el paso, como si su conductor tuviese demasiada prisa para preocuparse en estacionarlo de forma que no molestase. Era uno de esos nuevos modelos japoneses de lineas angulosas que tienen un inquietante parecido con el craneo de una rata.

– ?Crees que es de Carl Franklin? -pregunto Crabtree.

– ?Que te parece si me acerco a echar un vistazo? -propuse.

– Es una idea.

Asenti. Deje el manuscrito sobre el asiento y baje del coche. Crabtree lo miro y por un momento pense que lo iba a coger. Pero no lo toco. Se metio la mano en el bolsillo para sacar su paquete de cigarrillos.

– Adelante -dijo, y apreto el encendedor del salpicadero-. No andamos sobrados de tiempo.

Me acerque a las puertas del club y llame golpeando con la mano. En un parterre oblongo lleno de barro junto a las puertas vi una servilleta de coctel manchada de lapiz de labios agitada por el viento. Anos atras alli habia habido un seto, superviviente de los dias de gloria del Hi-Hat, del que en verano brotaban unas flores blancas del tamano de gardenias, pero resultaba una diana demasiado atractiva para el club de tiro local, asi que ya no habia mas que barro. Reconoci el lapiz de labios de la servilleta, era Rosa Salvaje. Paso un minuto. Eche un vistazo al coche, rezando porque Crabtree estuviese leyendo el manuscrito. No, no era asi. Estaba sentado, expeliendo el humo del cigarrillo, con las manos sobre el volante, el ceno fruncido y escrutandome, atento a cualquier signo indicativo de que yo estuviese a punto de perder los nervios. Volvi a llamar, esta vez mas fuerte. Espere, volvi la cabeza para mirar a Crabtree y me encogi de hombros. Golpeo varias veces con el indice en su muneca, en un gesto de impaciencia, y empece a caminar de regreso al coche. En ese momento oi el rumor de un cerrojo abriendose y un chirrido de goznes, y, detras del parabrisas del coche de Hannah, Crabtree abrio los ojos de par en par. Me volvi y ante mi aparecio un pecho desnudo, lampino, sudoroso, rebosante de musculos y de un bonito color como de higado crudo. Clement, el portero, no solo iba sin camisa, sino que llevaba los tejanos desabrochados, bajo los que asomaban algunos centimetros de sus calzoncillos de seda rojos. No parecia precisamente encantado de verme.

– ?Hola, Clement! -salude-. Siento molestarte.

– Aja. -A sus espaldas, el interior del club estaba oscuro, pero llegaba a mis oidos la lenta exhalacion de un saxo y los irresistibles argumentos carnales de Marvin Gaye. Clement cruzo sus sesenta centimetros de biceps sobre el pecho. A su alrededor flotaba un olor a cono, que escapaba de la bragueta abierta, un olor a comino, a cerdo salado, a serrin todavia caliente-. Pues lo has hecho.

– Lo siento, de verdad que lo siento. Sabes quien soy, ?verdad? -Me lleve una mano al corazon, que bombeaba enloquecido-. Me llamo Tripp. Solia venir aqui a menudo.

– Tu cara me suena.

– Estupendo, vale. Bueno, escucha, yo…, uh, mi amigo y yo estamos buscando a una persona. Un tipo bajito. Con el pelo tieso. Negro. Con una cicatriz enorme que hace que parezca que tenga una segunda boca aqui.

Me pase los dedos por la mejilla para indicarselo. Durante un instante Clement entrecerro los ojos y despues se relajo.

– ?Ah, si? -dijo. Se llevo los dedos de la mano izquierda a la nariz y se los olio distraidamente. Estaba claro que eso era todo lo que iba a decir por el momento.

– ?Lo conoces? -le pregunte.

– Me temo que no.

– ?En serio? Apuesto a que frecuenta el local. Es un tipo bajito, parece un jockey.

«Y se llama Vernon», estuve a punto de anadir.

Clement dio un paso atras y, con una teatral mueca de profundo pesar, empezo a cerrar la puerta.

– El club esta cerrado, tio -dijo.

– ?Espera! -Puse ambas manos sobre la puerta. Lo hice sin pensar y el gesto era puramente simbolico, pero enseguida me encontre tirando con todas mis fuerzas. No queria que me cerrase la puerta en las narices-. ?Eh, colega…!

Clement sonrio, mostrando un diente de oro, y solto la puerta. Sali despedido hacia atras y me agarre al pomo como un windsurfista a la barra metalica de la vela antes de perder el equilibrio y caer de culo sobre el polvoriento parterre. El estruendo del impacto fue impresionante, pero carente de toda dignidad. Clement se acerco a mi y se quedo mirandome, con las manos en la cintura. Respiraba concienzudamente, como un corredor preocupado por mantener el ritmo. Supuse que disponia de un par de segundos para decir algo que estuviese a la altura de las circunstancias. Le ofreci todo el dinero que llevaba en la cartera y tambien el que pudiese llevar Crabtree. Rechazo la oferta. El diente de oro brillo ante mi. Clement era de esos hombres que solo sonrien cuando estan enfadados. Le hice una segunda oferta y en esta ocasion me tendio la mano para ayudarme a ponerme en pie. Eche un vistazo al parterre en el que habia dejado grabado mi sello personal y avance cojeando hacia el coche mientras me despegaba los tejanos del culo.

Crabtree habia bajado la ventanilla. Tenia las cejas enarcadas y mostraba su inconfundible sonrisa, pero algo

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