– ?Asi se comportaba? -pregunto Brunetti.

El hombre se quedo pensativo, sorprendido de tener que examinar un caso concreto para comprobar si se ajustaba a sus prejuicios. Al cabo de un rato, dijo:

– No, pero, como le decia, solo lo habia visto unas pocas veces.

– Haga el favor de dar su nombre al sargento -dijo Brunetti dando media vuelta e indicando al joven policia que habia esperado la lancha. El comisario dio los dos pasos que lo llevaron a la puerta de la casa, donde lo saludo el agente que alli estaba apostado. A su espalda, oyo que el hombre al que habia interrogado gritaba:

– Se llamaba Marco.

Cuando Vianello se acerco, Brunetti le pidio que viera que podia averiguar en el vecindario. El sargento se alejo y el agente de la puerta, se adelanto.

– En el segundo piso, senor.

Brunetti miro la estrecha escalera. A su espalda, el policia oprimio el pulsador de la luz, pero la debil bombilla apenas supuso diferencia alguna, como si se resistiera a iluminar tanta sordidez. La pintura y el cemento desprendidos de la pared y, arrinconados por los pies de los que subian y bajaban, formaban pequenas dunas de las que asomaban colillas y papeles.

Brunetti subio la escalera. En el primer rellano, le salio al encuentro el olor. Viscoso, denso, penetrante, que hablaba de putrefaccion, de inmundicia, de una suciedad inhumana. A medida que se acercaba al segundo piso, el olor se acentuaba, y durante un momento terrible Brunetti creyo ver la avalancha de moleculas que se precipitaban sobre el, se adherian a sus ropas y le entraban por nariz y garganta, portadoras del horrible recordatorio de la mortalidad.

Un tercer policia, muy palido a la debil luz de la escalera, estaba en la puerta del apartamento. Brunetti vio con pesar que estaba cerrada, lo que hacia temer que el olor fuera mucho peor cuando la abrieran. El agente saludo, rapidamente, se aparto y no paro hasta que estuvo a cuatro pasos de la puerta.

– Ya puede bajar -dijo Brunetti, comprendiendo que aquel muchacho debia de llevar alli una hora por lo menos.

– Gracias, senor -dijo el agente y volvio a saludar antes de pasar a toda prisa junto a Brunetti y lanzarse escaleras abajo.

A su espalda, Brunetti oyo golpes sordos y sonidos metalicos del equipo tecnico, que subia con sus maletas de herramientas.

Brunetti resistio el impulso de aspirar profundamente. Armandose de valor, alargo la mano hacia la puerta. Pero, antes de que pudiera abrirla, uno de los tecnicos le grito:

– Un momento, comisario. Pongase esto.

Brunetti, al volverse, vio que el hombre abria una bolsa de plastico que contenia una mascarilla quirurgica. Dio una a Brunetti y otra a su companero. Todos se las ajustaron a la boca y nariz, aspirando, agradecidos, el fuerte olor de los productos antisepticos con los que estaban impregnadas.

Brunetti abrio la puerta, y el olor los acometio, arrollando los agentes quimicos. El comisario levanto la mirada y vio que todas las ventanas habian sido abiertas, probablemente, por la policia, lo que, en cierto sentido, contaminaba la escena del crimen. Pero no era necesario proteger la escena de intrusos; el mismo Cerbero hubiera huido de aquel olor aullando.

Brunetti cruzo el umbral andando con rigidez, para vencer la resistencia de su cuerpo a todo movimiento, y los otros lo siguieron. La sala de estar era lo que cabia esperar del apartamento de un estudiante, y le recordo como vivian sus amigos de la universidad. Un sofa deteriorado, con una colcha india de colores vivos tensada sobre el respaldo y los brazos, con los bordes metidos bajo los almohadones, simulando un tapizado. Arrimada a una pared habia una mesa larga con papeles, libros y una naranja que ya empezaba a criar moho. En dos sillas, prendas de vestir y mas libros.

El chico estaba tendido de espaldas en el suelo de la cocina. Tenia el brazo izquierdo extendido sobre la cabeza y la aguja hipodermica que lo habia matado clavada todavia en la vena, justo debajo de la articulacion del codo. La mano derecha estaba crispada sobre la cabeza, en un gesto que recordo a Brunetti el que hacia su hijo cuando se daba cuenta de que se habia equivocado o cometido una tonteria. En la mesa habia lo que era de esperar: una cuchara, una vela y la bolsita de plastico que habia contenido lo que fuera que lo habia matado. Por la ventana de la cocina, abierta a un patio, se veia otra ventana, con las persianas cerradas.

Uno de los tecnicos del laboratorio entro detras de el y miro al muchacho.

– ?Lo tapamos, comisario?

– No. Dejenlo como esta hasta que lo vea el medico. ?Quien viene?

– Guerriero.

– ?Rizzardi no?

– No, senor, hoy esta de guardia Guerriero.

Brunetti asintio y volvio a la sala. La tira de goma de la mascarilla empezaba a clavarsele en la mejilla. Se la quito y la guardo en el bolsillo. El olor empeoro pero, al poco rato, ya no notaba la diferencia. El otro tecnico entro en la cocina con la camara y el tripode. Brunetti oia el sonido apagado de sus voces mientras decidian la mejor manera de fijar aquella escena para la pequena parte de historia que Marco, estudiante universitario, muerto con una aguja clavada en el brazo, ocuparia en los archivos de la policia de Venecia, la perla del Adriatico. Brunetti se acerco a la mesa de trabajo y miro el revoltijo de papeles y libros, tan parecido al que tenia el cuando estudiaba y al que dejaba su propio hijo cada manana cuando se iba a la escuela.

En la guarda de una Historia de la Arquitectura, Brunetti encontro el nombre: Marco Landi. Lentamente, repaso los papeles de la mesa, parandose de vez en cuando a leer una frase o un parrafo. Descubrio que Marco estaba haciendo un trabajo sobre los jardines de cuatro villas del siglo xviii situadas entre Venecia y Padua. Brunetti encontro libros y fotocopias de articulos sobre arquitectura de jardines y hasta bocetos de jardines que parecian hechos por el muchacho muerto. Brunetti miro largo rato un dibujo grande de un jardin barroco, con cada planta y cada arbol minuciosamente detallado. Hasta se podia ver la hora en el gran reloj de sol situado a la izquierda de una fuente: las cuatro y cuarto. En el angulo inferior derecho del dibujo, descubrio Brunetti dos conejos que, aparentemente contentos y bien alimentados, miraban con curiosidad al espectador desde detras de una frondosa adelfa. Dejo el dibujo y tomo otro, este, al parecer, para otro proyecto, ya que en el aparecia una casa de sobrias lineas modernas, suspendida sobre el espacio abierto de un canon o un acantilado. Brunetti contemplo el dibujo, en el que tambien vio a los conejos, que atisbaban interrogativamente desde detras de una escultura abstracta, situada frente a la casa, en medio de una extension de cesped. Siguio hojeando los dibujos de Marco. En todos aparecian los conejos, aunque en algunos estaban disimulados con tanta habilidad que era dificil descubrirlos, por ejemplo, detras del parabrisas de un automovil aparcado frente a una casa. Brunetti se preguntaba como reaccionaban los profesores de Marco a la presencia de los conejos en cada trabajo, si les divertia o les irritaba. Y entonces se permitio pensar en el chico que los dibujaba. ?Por que conejos? ?Y por que dos?

Brunetti desvio su atencion de los dibujos a una carta manuscrita que estaba a su izquierda. El sobre no indicaba remitente y llevaba matasellos de la provincia de Trento. La inscripcion estaba borrosa y no se leia el nombre de la poblacion. Repaso rapidamente la hoja y vio que estaba firmada «Mamma».

Brunetti desvio la mirada un momento antes de empezar a leer. Contenia las habituales noticias familiares: papa estaba muy atareado con la siembra de primavera; Maria, que Brunetti dedujo que seria la hermana pequena de Marco, iba bien en el colegio. Briciola habia vuelto a perseguir al cartero. Ella se encontraba bien y esperaba que Marco estudiara mucho y no tuviera mas problemas. No, signora, su Marco ya no tendra mas problema, pero desde ahora y durante toda su vida ustedes tendran una pena muy honda, el desconsuelo de la perdida y la sensacion de que, en cierto modo, han fallado a este muchacho. Y, por mas que la razon les diga que no son responsables de su muerte, nunca llegaran a convencerse.

Brunetti dejo la carta y, rapidamente, repaso los restantes papeles de la mesa. Habia mas cartas de la madre, pero no las leyo. Al fin, en el cajon de arriba de la comoda de pino situada a la izquierda de la mesa, encontro una libretita de direcciones y telefonos en la que estaban los de los padres de Marco, y se la guardo en el bolsillo de la chaqueta.

Al oir ruido en la puerta, se volvio y vio a Gianpaolo Guerriero, el ayudante de Rizzardi. A los ojos de Brunetti, la ambicion de Guerriero se reflejaba en su cara joven y delgada y en cada uno de sus rapidos ademanes, o quiza

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