cualquiera, pero no habia faltas de ortografia, aunque Brunetti tuvo que reconocer que esto no demostraba nada.

El no sabia como actuaba la delincuencia rusa, pero el instinto le decia que en esto no habia intervenido. El que habia secuestrado a Roberto tenia que conocer la villa y saber donde podia esconderse para esperar sin ser visto hasta que el chico apareciera. En realidad, esta era otra pregunta que no se habia hecho en la primera investigacion. ?Quien estaba al corriente de los planes de Roberto para aquella noche y de su intencion de ir a la villa?

Como solia ocurrirle cuando leia informes redactados por otras personas, en este caso, personas que ya no estaban relacionadas con la investigacion, Brunetti se sentia intranquilo.

No sin aprension por la facilidad con que sucumbia a sus intuiciones, tomo el telefono y marco el numero interior de Vianello. Cuando el sargento contesto, Brunetti dijo:

– Vamos a echar un vistazo a la verja.

17

Aunque Brunetti era hombre de ciudad, ya que no habia vivido mas que en Venecia, apreciaba los encantos de la Naturaleza como un hombre del campo. Siempre, desde nino, le habia gustado la primavera, por la alegria que traian los primeros dias calidos tras los frios interminables del invierno. Y tambien por el placer del retorno de los colores: el amarillo audaz de la forsitia, el purpura del azafran silvestre y el verde alegre de las hojas tiernas. Ahora mismo, por la ventanilla trasera del coche que avanzaba rapidamente por la autostrada en direccion al Norte, Brunetti disfrutaba contemplando estos colores. Vianello, que viajaba en el asiento del copiloto, hablaba con Pucetti del invierno insolitamente benigno que habian tenido, durante el que no se habian helado, ni destruido, las algas de la laguna, lo que significaba que estas infestarian las playas en el verano.

Salieron de la autopista en Treviso y retrocedieron por la estatal en direccion a Roncade. Al cabo de varios kilometros, encontraron a la derecha un indicador que apuntaba hacia la iglesia de Sant Ubaldo.

– Es por aqui, ?verdad? -pregunto Pucetti, que habia consultado el plano antes de salir de Piazzale Roma.

– Si -contesto Vianello-, creo que esta a la izquierda, a unos tres kilometros.

– Nunca habia venido por aqui -dijo Pucetti-. Es bonito esto.

Vianello asintio, pero no dijo: nada.

Al cabo de varios minutos, al volver un recodo de la estrecha carretera, avistaron a la izquierda una robusta torre de piedra. Una tapia bastante alta partia en angulo recto de dos lados de la torre y se perdia entre los arboles de uno y otro lado que ya reverdecian.

A un golpecito de Brunetti en el hombro, Pucetti aminoro la marcha y el coche avanzo en paralelo a la tapia durante unos centenares de metros. Cuando Brunetti vio la verja, con otro golpecito, indico a Pucetti que parase. El coche viro por el desvio de gravilla que conducia a la verja y se detuvo en perpendicular a esta. Los tres hombres se apearon.

En el expediente del secuestro se decia que la piedra que bloqueaba la verja por el interior media veinte centimetros de ancho en su parte mas estrecha, mientras que la distancia entre barrotes, segun comprobo Brunetti, era apenas mayor que la palma de la mano, no mas de diez centimetros. El comisario fue hacia la izquierda siguiendo la tapia, que tenia una vez y media su altura.

– Tendrian una escalera de mano, supongo -grito Vianello, que se habia quedado delante de la verja, con los brazos en jarras, mirando hacia lo alto. Cuando Brunetti iba a contestar, oyo un coche que se acercaba por la izquierda. Era un Fiat blanco, pequeno, con dos hombres en los asientos delanteros. Al ver a Brunetti y los agentes, el conductor aminoro la marcha y ni el ni su acompanante disimularon la curiosidad ante la presencia de los hombres uniformados y el coche azul y blanco. El Fiat se alejo lentamente, mientras en sentido contrario venia otro automovil. Tambien este freno, y sus ocupantes contemplaron atentamente a los policias que estaban delante de la villa Lorenzoni.

Una escalera de mano -pensaba Brunetti- requeria una furgoneta. Roberto habia sido secuestrado el veintiocho de septiembre, cuando los arbustos que bordeaban la carretera todavia conservaban sus hojas otonales y ofrecian un buen escondite para cualquier vehiculo.

Brunetti volvio a la verja y se paro delante del panel de control del sistema de alarma montado en la columna de la izquierda. Saco un papel del bolsillo, lo miro y pulso un codigo de cinco cifras en la botonera del cajetin. En la parte inferior del panel se apago la luz roja y se encendio la verde. Detras de la columna sono un zumbido mecanico y la verja empezo a abrirse.

– ?Como lo ha averiguado? -pregunto Vianello.

– Estaba en el informe del secuestro -respondio Brunetti, no sin cierta autocomplacencia por haber tenido la idea de anotar la clave. El zumbido ceso, la verja estaba abierta de par en par.

– Es propiedad privada, ?no, comisario? -dijo Vianello, dejando que Brunetti diera el primer paso y, con el, la orden.

– Lo es -contesto Brunetti, que cruzo la verja y empezo a subir por la avenida de grava.

Vianello indico a Pucetti con una sena que se quedara fuera y siguio a Brunetti por la avenida. Habia setos de boj a cada lado, muy tupidos, paredes verdes tras las que debian de extenderse los jardines. Al cabo de unos cincuenta metros, a uno y otro lado, se alzaban arcos de piedra, y Brunetti cruzo bajo el de la derecha. Vianello, que lo seguia a cierta distancia, lo encontro parado con las manos en los bolsillos del pantalon y los faldones del abrigo recogidos a la espalda. Estaba contemplando el terreno que tenian delante, una serie de arriates elevados, en medio de pulcros senderos de grava.

Sin decir nada, el comisario dio media vuelta, cruzo la avenida y paso bajo el otro arco, donde volvio a pararse para mirar en derredor. Aqui se repetia meticulosamente el esquema de senderos y arriates, exacto reflejo del jardin del otro lado. Jacintos, muguete y azafran silvestre se esponjaban al sol, dando la impresion de que tambien a ellos les gustaria meterse las manos en los bolsillos y echar un vistazo alrededor.

Vianello se paro al lado de Brunetti.

– ?Si, senor? -pregunto, sin comprender por que Brunetti no hacia nada mas que mirar las flores.

– Aqui no hay piedras, ?eh, Vianello?

Vianello, que no habia prestado mucha atencion al panorama, contesto:

– No, senor. Ni una. ?Por que?

– Si no se ha cambiado el estilo del jardin, tuvieron que traerla los secuestradores, ?no le parece?

– ?Y pasarla por encima de la tapia?

Brunetti asintio.

– La policia local inspecciono por lo menos la parte interior de la tapia. En toda su extension. Y no encontro anomalias, ninguna senal en el suelo. -Miro a Vianello-. ?Cuanto cree que pesaria la piedra?

– ?Quince kilos? -estimo Vianello-. ?Diez?

Brunetti asintio. Ninguno de los dos considero necesario comentar las dificultades de hacer pasar algo tan pesado por encima de la tapia.

– ?Vamos a ver la casa? -pregunto Brunetti, aunque ni el ni Vianello entendieron sus palabras como una pregunta.

Brunetti volvio a cruzar bajo el arco y Vianello lo siguio. Empezaron a subir, uno al lado del otro, por la avenida que describia una curva hacia la derecha. Delante de ellos sonaban trinos alegres de un pajaro y el aire era calido y olia a tierra acida.

Vianello, que andaba mirandose los pies, en el primer momento solo advirtio las piedrecitas que le saltaban a los tobillos y el polvo que le caia en los zapatos. Fue despues cuando oyo el disparo, seguido rapidamente de otro. El pequeno surtidor de piedras que salto un metro detras del sitio en el que habia estado Vianello indicaba que, de no haberse movido el sargento, el segundo proyectil hubiera hecho blanco en el. Pero aun volaban las piedras cuando Vianello ya estaba tendido a la derecha del sendero, donde lo habia derribado Brunetti, que, con el impulso que llevaba, aun recorrio unos metros mas alla del caido.

Maquinalmente, Vianello se puso en cuclillas y, agachado, corrio hacia el seto. La tupida pared de ramas no

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