– Guido, ?me escuchas? -pregunto Sergio.

– Si, si, desde luego -aseguro Brunetti con un enfasis innecesario-. Me parece muy interesante.

Sergio se rio, pero resistio el impulso de pedir a su hermano que repitiera las dos ultimas frases que habia oido. Lo que hizo fue preguntar:

– ?Como estan Paola y los ninos?

– Todos bien.

– ?Raffi todavia sale con esa chica?

– Si; a todos nos gusta mucho.

– Pronto le tocara el turno a Chiara.

– ?Para que? -pregunto Brunetti, sin comprender.

– Tener novio.

Si, claro. Brunetti no sabia que decir. El silencio se prolongaba.

– ?Por que no venis todos a cenar a casa el viernes?

Brunetti se dispuso a aceptar, pero rectifico:

– Se lo preguntare a Paola y veremos si los chicos han hecho algun plan.

Con una repentina seriedad en la voz, Sergio dijo:

– Quien habia de imaginar que veriamos este dia, ?eh, Guido?

– ?Ver que dia?

– El dia en que para todo hay que consultar con la mujer y preguntar a los hijos si tienen otros planes. Nos hacemos viejos, Guido.

– Si, seguramente. -Aparte de Paola, Sergio era la unica persona a quien podia hacer esta pregunta-: ?Eso te molesta?

– No se si importa mucho que me moleste o no. Es algo que no podemos parar. Pero, ?por que tienes hoy ese tono tan serio?

A modo de explicacion, Brunetti pregunto:

– ?Has leido los periodicos?

– Si; en el tren de regreso. ?Eso de los Lorenzoni?

– Si.

– ?Lo llevas tu?

– Si -respondio Brunetti sin dar detalles.

– Terrible. Pobre gente. Primero, el hijo y, ahora, el sobrino. No se que es peor. -Pero era evidente que Sergio, recien llegado de Roma y aun euforico por su exito profesional, no queria hablar de estas cosas, por lo que Brunetti corto.

– Hablare con Paola. Ella llamara a Maria Grazia.

25

Podria decirse que la ambiguedad es la caracteristica que define a la justicia italiana o, mas concretamente - puesto que este concepto es un tanto abstracto-, el sistema judicial que ha creado el Estado italiano para la proteccion de sus ciudadanos. A muchos les parece que, cuando la policia no esta trabajando para llevar a los delincuentes ante los jueces, esta investigando y arrestando a esos mismos jueces. Las sentencias son dificiles de conseguir y, muchas de ellas, revocadas en la apelacion; los homicidas hacen pactos y salen en libertad; los parricidas reciben correo de admiradores en la carcel; las autoridades y la Mafia marchan de la mano hacia la ruina del Estado o, peor aun, hacia la ruina del concepto mismo de Estado. El doctor Bartolo de Rossini podia estar pensando en los tribunales de apelacion italianos cuando cantaba: «Qualche garbuglio si trovera.»

Durante los tres dias siguientes, Brunetti, desmoralizado por una sensacion de la futilidad de sus esfuerzos, reflexionaba sobre la naturaleza de la justicia y, con Ciceron como una voz que se resistia a callar, sobre la rectitud moral. Todo ello, al parecer, sin objeto.

Al igual que el duende de un cuento infantil que Brunetti habia leido hacia decadas, que acechaba debajo de un puente, asi acechaba tambien, en el cajon de su escritorio, la lista que habia hecho, callada, pero no olvidada.

Brunetti asistio al funeral de Maurizio mas asqueado por la presencia de las hordas, de vampiros con camara que por el recuerdo de lo que contenia la pesada caja con bordes sellados con plomo contra la humedad del panteon familiar de los Lorenzoni. La condesa no estaba, pero el conde, con los ojos enrojecidos y apoyandose en el brazo de un hombre mas joven, salio de la iglesia detras del feretro de su sobrino, al que habia matado. Su presencia en el acto y la nobleza de su porte sumieron a toda Italia en un transporte de sentimental admiracion como no se habia visto en el pais desde que los padres de un nino norteamericano donaron sus organos para salvar la vida de pequenos italianos, compatriotas de su asesino. Brunetti dejo de leer los periodicos, pero no antes de enterarse de que el magistrado encargado de la instruccion del caso habia decidido considerar la muerte de Maurizio consecuencia de un acto de legitima defensa.

Brunetti, con el espiritu de mortificacion propio del que, teniendo dolor en una muela, no para de hurgarsela con la lengua, se dedico al caso del robo de los motores. En un mundo desquiciado, los motores eran tan vitales como la vida misma. Asi pues, ?por que no buscarlos? Pero, ?ay!, el caso resulto excesivamente facil: pronto encontraron los motores en casa de un pescador de Burano, cuyos vecinos, al verle descargarlos de su barco uno tras otro, sospecharon y lo denunciaron a la policia.

El mismo dia en que Brunetti habia conseguido este exito fulminante, aparecio en la puerta de su despacho la signorina Elettra.

– Buon giorno, dottore -dijo al entrar, con la cara oculta y la voz ahogada por el enorme ramo de gladiolos que llevaba en brazos.

– Pero, ?que es esto, signorina? -pregunto el, y levantandose la guio tomandola del brazo, para que no tropezara con la silla que tenia delante de la mesa.

– Flores extra -contesto ella-. ?Tiene florero? -Puso las flores encima de la mesa y, al lado, un fajo de papeles un tanto deteriorados por la presion de sus manos y la humedad de los gladiolos.

– Quiza haya uno en el armario -respondio el, desconcertado, incapaz de adivinar la causa de aquel derroche floral. ?Y extra? A ella le llevaban las flores los lunes y los jueves, y hoy era miercoles.

Ella abrio el armario, revolvio entre los objetos del suelo y se levanto con las manos vacias. Agitando una mano en direccion al comisario, fue hacia la puerta sin decir nada.

Brunetti miro las flores y luego los papeles que estaban al lado: un fax del doctor Montini de Padua. Los analisis de Roberto. Los dejo caer en la mesa. Las flores hablaban de vida, de ilusion y de alegria, y ahora el no queria recordar al muchacho muerto ni remover los oscuros sentimientos que le inspiraban el y su familia.

La signorina Elettra no tardo en volver, con un jarron Barouvier que Brunetti habia admirado mas de una vez en la mesa de la joven.

– Me parece que aqui quedaran perfectamente -dijo ella, poniendo el jarron al lado de las flores, y empezando a introducir estas en el agua, una a una.

– ?A que se deben estas flores extra, signorina? -pregunto Brunetti, y entonces sonrio, la unica reaccion posible a la combinacion de signorina Elettra y flores frescas.

– Hoy he revisado los gastos mensuales del vicequestore, y he visto que quedaba un remanente de quinientas mil liras.

– ?De que?

– De la cantidad que esta autorizado a gastar mensualmente en material de oficina -respondio ella poniendo una flor roja entre dos blancas-. Asi que, como aun falta un dia para terminar el mes, he pensado pedir flores.

– ?Para mi?

– Si, senor. Y para el sargento Vianello, y para Pucetti, y unas rosas para la sala de guardia.

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