cada palabra y se mantuvo un instante al borde de la histeria antes de caer en ella-. No; eso a mi no puede ocurrirme. A mi no me ocurrira nada. -Ahora lanzaba un desafio estridente al mundo en que vivia-. A mi no, a mi no -gritaba, mientras se alejaba de Brunetti.

Choco con la mesa del centro de la habitacion, sintio panico al encontrar aquel obstaculo que le impedia escapar de la foto y del hombre que se la habia ensenado, agito el brazo y un jarron identico al que estaba cerca de Brunetti se estrello contra el suelo.

Se abrio la puerta y otro hombre entro rapidamente en la habitacion.

– ?Que gritos son esos? -dijo- ?Que ocurre aqui?

El hombre miro a Brunetti y ambos se reconocieron al instante. Giancarlo Santomauro era no solo uno de los abogados mas conocidos de Venecia, que con frecuencia actuaba de asesor juridico del patriarca desinteresadamente, sino tambien presidente y alma de la Lega della Moralita, asociacion de cristianos laicos dedicada a «preservar y perpetuar la fe, la familia y las virtudes morales».

Brunetti se limito a saludarle con un leve movimiento de cabeza. Si por casualidad aquellos hombres ignoraban la identidad del cliente de Crespo, seria preferible que siguieran ignorandola.

– ?Que hace usted aqui? -pregunto Santomauro hoscamente. Se volvio hacia el mayor de los otros dos, ahora al lado de Crespo, que habia acabado sentado en el sofa, sollozando con la cara entre las manos-. ?No puede hacer que se calle? -grito.

Brunetti vio como el hombre se inclinaba sobre Crespo, le decia algo, le agarraba por los hombros y lo sacudia hasta hacer que le bamboleara la cabeza. Crespo dejo de llorar, pero no aparto las manos de la cara-. ?Que hace usted en este apartamento, comisario? Soy el representante legal del signor Crespo y no voy a consentir que la policia siga hostigandolo.

Brunetti no contesto sino que siguio observando a los del sofa. El mas corpulento se habia sentado y rodeado con un brazo los hombros de Crespo que, poco a poco, quedo en silencio.

– Le he hecho una pregunta, comisario -dijo Santomauro.

– He venido a preguntar al signor Crespo si podia ayudarnos a identificar a la victima de un asesinato. Solo le he ensenado una foto, y ya ha visto su reaccion. Yo diria que muy intensa ante la muerte de un hombre al que asegura no reconocer, ?no le parece?

El hombre del jersey de cuello vuelto miro a Brunetti al oir esto, pero fue Santomauro quien respondio:

– Si el signor Crespo ha dicho que no lo conoce, ya tiene usted su respuesta y puede marcharse.

– Desde luego -dijo Brunetti, quien se puso la carpeta bajo el brazo izquierdo y dio un paso hacia la puerta. Entonces miro atras y, en tono desenfadado y coloquial, observo-: Ha olvidado atarse los cordones de los zapatos, avvocato.

Instintivamente, Santomauro se miro los pies y vio que sus zapatos estaban perfectamente atados. Lanzo a Brunetti una mirada corrosiva, pero no dijo nada.

Brunetti se paro delante del sofa y dijo a Crespo:

– Me llamo Brunetti. Si recuerda algo, llameme a la questura de Mestre.

Santomauro fue a hablar, pero se contuvo, y Brunetti salio del apartamento.

9

El resto del dia no fue mas productivo para Brunetti ni para los otros dos policias que visitaban a los componentes de la lista. Cuando, a ultima hora de la tarde, se reunieron en la questura, Gallo informo de que tres de los hombres que le habian tocado en suerte habian negado conocer a la victima, y agrego que parecian decir la verdad. Otros no estaban en casa y uno habia dicho que la cara le resultaba familiar, pero no habia podido precisar por que. Los resultados obtenidos por Scarpa eran similares: todos los hombres con los que habia hablado estaban seguros de no haber visto nunca al muerto.

Acordaron tratar de terminar la ronda al dia siguiente. Brunetti pidio a Gallo que confeccionara otra lista, con los nombres de las prostitutas que trabajaban en la zona industrial y en via Cappuccina. El comisario no tenia mucha confianza en que estas mujeres pudieran serles de ayuda, pero no descartaba la posibilidad de que alguna se hubiera fijado en la competencia y reconociera al hombre.

Mientras subia la escalera de su casa, Brunetti fantaseaba acerca de lo que podia ocurrir cuando abriera la puerta. Unos duendes podian haber pasado por alli y dotado al apartamento de aire acondicionado, mientras otros instalaban una de esas duchas que habia visto solo en folletos de balnearios y en las series de television norteamericanas, y veinte cabezales le rociarian el cuerpo con finisimos chorros de agua perfumada. Cuando saliera de la ducha se envolveria en una sabana de bano tamano imperial. Y tambien habria un bar, quiza de esos que suelen instalarse al extremo de una piscina, y un camarero con chaquetilla blanca le ofreceria una bebida en un vaso alto y frio, quiza con una flor de hibisco flotando. Satisfechas sus necesidades fisicas mas perentorias, siguio con la ciencia ficcion e imagino a dos hijos responsables y obedientes y una esposa sumisa que, en el momento en que el abriera la puerta, le diria que el caso estaba resuelto y que a la manana siguiente podrian irse todos de vacaciones.

Brunetti comprobo que, como de costumbre, la realidad poco tenia que ver con la fantasia. Su familia se habia retirado a la terraza, donde habia empezado a refrescar. Chiara, que estaba leyendo, levanto la cara para recibir su beso, dijo: «Ciao, papa» y volvio a zambullirse en el libro. Raffi aparto el numero de agosto de Gente Uomo, repitio el saludo de Chiara y siguio leyendo el articulo que hablaba de lo imprescindible que era el lino. Paola, al ver el estado en que llegaba su marido, se levanto, lo abrazo y lo beso en los labios.

– Guido, mientras te duchas te preparare algo de beber.

Hacia la izquierda empezo a repicar una campana. Raffi paso una hoja y Brunetti se aflojo el nudo de la corbata.

– Ponle dentro un hibisco -dijo yendo a ducharse.

Veinte minutos despues, sentado en la terraza, con un holgado pantalon de algodon, camisa de hilo y los pies descalzos apoyados en la barandilla, le contaba a Paola los sucesos del dia. Los chicos habian desaparecido; seguramente, a cumplir, obedientes, alguna tarea asignada por la madre.

– ?Santomauro? -dijo Paola-. ?Giancarlo Santomauro?

– El mismo.

– Que fuerte -dijo ella con autentico placer en la voz-. Ojala no hubiera tenido que prometer no comentar con nadie lo que me cuentas. Es increible. -Y repitio el nombre.

– Tu no dices nada de esto a nadie, ?verdad, Paola? -pregunto el, sabiendo que hacia mal en preguntar.

Ella fue a responderle con una destemplada negativa, pero luego se inclino y le puso una mano en la rodilla.

– No, Guido. Nunca he dicho ni dire nada.

– Siento habertelo preguntado -dijo el bajando la mirada, y tomo un sorbo de su Campari con soda.

– ?Conoces a su mujer? -pregunto ella, desviando la conversacion.

– Me la presentaron en un concierto hace anos, si mal no recuerdo. Pero no creo que la reconociera. ?Como es?

Paola bebio un trago y dejo el vaso en la barandilla, algo que mas de una vez habia prohibido hacer a sus hijos.

– Veras -empezo, buscando las palabras mas acidas-. Si yo fuera el signor, no, el avvocato Santomauro y tuviera que elegir entre una esposa alta, huesuda, impecablemente vestida, con el peinado, y seguramente el genio de una Margaret Thatcher, y un muchacho joven, cualquiera que fuera su fisico, peinado y caracter, no te quepa duda de que no me faltaria tiempo para abrir los brazos al chico.

– ?De que la conoces? -pregunto Brunetti, haciendo caso omiso de la retorica, como de costumbre, para centrarse en lo esencial.

– Es cliente de Biba -dijo ella, refiriendose a una amiga que tenia una joyeria-. La he visto en la tienda alguna vez y tambien coincidi con los dos en casa de mis padres, en una de esas cenas a las que tu no vas.

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