timbre de la casa situada a la derecha de la fuente del
– Quitate del calor. Debo de estar loco para volver a Roma con esta temperatura, pero alli por lo menos tengo un apartamento climatizado.
Solto la mano de Brunetti y retrocedio un paso. Como suelen hacer dos personas que llevan mucho tiempo sin verse, se examinaban el uno al otro con disimulo, para descubrir posibles cambios. ?Mas grueso, mas delgado, mas canoso, mas viejo?
Brunetti, despues de convencerse de que Padovani conservaba el aspecto del gorila que, desde luego, no era, miro en derredor. Se encontraba en un espacio cuadrado, de dos pisos de altura, cubierto por un tejado con claraboyas. Una escalera de madera ascendia a una galeria situada a media altura, que recorria las cuatro paredes del cuadrilatero, abierta en tres lados y cerrada en el cuarto, que debia de contener el dormitorio.
– ?Que era esto? ?Una carpinteria de ribera? -pregunto Brunetti, recordando el pequeno canal que discurria frente a la puerta. Seria facil izar hasta aqui las barcas que trajeran a reparar.
– Premio. Cuando lo compre, aqui dentro aun se trabajaba, y el tejado tenia unos boquetes del tamano de sandias.
– ?Cuanto hace que lo tienes? -pregunto Brunetti mientras hacia un calculo aproximado del trabajo y el dinero invertidos en el local, para darle el aspecto que ahora tenia.
– Ocho anos.
– Has hecho muchas cosas. Y es una suerte no tener vecinos. -Brunetti le tendio la botella envuelta en papel de seda.
– Te dije que no trajeras nada.
– Esto no se estropea -dijo Brunetti con una sonrisa.
– Gracias, pero no tenias que traerlo -insistio Padovani, aunque sabia que era tan inconcebible que un invitado se presentara con las manos vacias como que un anfitrion le sirviera ortigas-. Estas en tu casa, ponte comodo mientras yo doy los ultimos toques a la cena -dijo Padovani, yendo hacia una puerta de vidrios de colores detras de la que se adivinaba la cocina-. He puesto hielo en la cubitera, por si te apetece beber algo.
Desaparecio por la puerta, y Brunetti oyo los sonidos domesticos de tintineo de cacharros y agua que corria. Al bajar la mirada vio que el suelo era de parque de roble oscuro y que delante de la chimenea habia una zona chamuscada que formaba un semicirculo, y le irrito ser incapaz de decidir si aprobaba que la comodidad primara sobre la seguridad o le molestaba que se destrozara una superficie tan bella. Sobre una larga viga empotrada en el yeso encima de la chimenea, a modo de repisa, danzaba un colorista desfile de figuritas de ceramica de la Commedia dell'Arte. Dos de las paredes estaban cubiertas de cuadros, que parecian haber sido colgados alli al azar, sin seguir un orden de estilos ni escuelas, para que se disputaran la mirada del observador. Lo renido de la competencia era prueba del gusto con que habian sido escogidos. Vio un Guttoso, pintor que nunca le habia gustado, y un Morandi, a quien admiraba. Tres Ferruzzis daban alegre testimonio de las bellezas de la ciudad. Un poco a la izquierda de la chimenea, una Madonna, claramente florentina y, con toda probabilidad, del siglo xv, contemplaba con arrobo a otro Nino muy poco agraciado. Una de las aficiones secretas que Paola y Brunetti cultivaban desde hacia decadas era la busqueda del Nino Jesus mas feucho de todo el arte occidental. En este momento, ostentaba el titulo un Jesusito especialmente bilioso de la sala 13 de la Pinacoteca di Siena. Aunque este que ahora tenia delante tampoco era un querube, no podia competir con el de Siena. En una de las paredes habia un largo estante de madera tallada que en tiempos debio de formar parte de un armario y ahora servia de soporte a una hilera de cuencos de ceramica de colores vivos cuyos simetricos dibujos y volutas caligraficas denotaban claramente su procedencia islamica.
Se abrio la puerta y entro Padovani.
– ?No quieres un trago?
– No; si acaso, un poco de vino. No me gusta beber con este calor.
– Comprendo. Hacia tres anos que no venia a Venecia en verano, y habia olvidado lo que es esto. Hay noches, cuando baja la marea y estoy al otro lado del canal, en las que me dan ganas de vomitar, del olor.
– ?Es que hasta aqui no llega? -pregunto Brunetti.
– No; el
Mientras hablaba, Padovani se acerco a la larga mesa de madera puesta para dos y sirvio dos copas de
– Hay gente que piensa que una gran inundacion o un desastre natural acabara con la ciudad. Yo creo que el fin sera mucho mas sencillo -dijo Padovani volviendo junto a Brunetti y dandole una de las copas.
– ?Y cual sera? -pregunto Brunetti saboreando el vino con agrado.
– Yo creo que hemos matado los mares y que es solo cuestion de tiempo que empiecen a oler mal. Y como la laguna no es mas que un colgajo del Adriatico que, a su vez, es un colgajo del Mediterraneo que… en fin, ya me entiendes. Creo que el agua, sencillamente, morira y entonces nos veremos obligados a abandonar la ciudad o a rellenar los canales, y en este caso ya no tendra ningun sentido seguir viviendo aqui.
Era una teoria nueva y, desde luego, no menos siniestra que muchas de las que habia oido y muchas de las que el mismo creia a medias. Todo el mundo hablaba a todas horas de la inminente destruccion de la ciudad y, no obstante, el precio de los apartamentos se duplicaba en poco tiempo y los alquileres seguian subiendo por encima de las posibilidades del ciudadano medio. Los venecianos no habian dejado de comprar y vender casas durante las varias Cruzadas, pestes y ocupaciones de ejercitos enemigos, por lo que se podia apostar a que seguirian comprando y vendiendo durante cualquier hecatombe ecologica que pudiera depararles el futuro.
– Todo esta preparado -dijo Padovani, sentandose en una de las mullidas butacas-. No queda mas que echar la pasta. ?Por que no me das una idea de lo que quieres, para que tenga algo en que pensar mientras remuevo la olla?
Brunetti se instalo en el sofa, frente a su anfitrion. Tomo otro sorbo de vino y, eligiendo bien las palabras, dijo:
– Tengo razones para creer que Santomauro esta involucrado con un travesti que vive y, aparentemente, trabaja en Mestre.
– ?«Involucrado» como? -pregunto Padovani con voz incolora.
– Sexualmente -dijo Brunetti con sencillez-. Pero el asegura ser su abogado.
– Lo uno no excluye necesariamente lo otro.
– No, desde luego. Pero desde que lo encontre en compania de este joven ha tratado de impedirme que lo investigue.
– ?Que investigues a quien?
– Al joven.
– Ya -dijo Padovani, tomando un sorbo de vino-. ?Algo mas?
– El otro nombre que te di, Leonardo Mascari, es el del hombre que aparecio el lunes en las afueras de Mestre.
– ?El travesti?
– Eso parece.
– ?Y que relacion hay?
– El joven, el cliente de Santomauro, nego conocer a Mascari. Pero lo conocia.
– ?Como lo sabes?
– En esto tendras que fiarte de mi instinto, Damiano. Lo se. He visto muchas veces esa reaccion como para no darme cuenta. Reconocio al hombre de la foto y quiso disimular.
– ?Como se llama el joven? -pregunto Padovani.
– Eso no puedo decirlo.
Se hizo el silencio.
– Guido -dijo Padovani al fin inclinandose hacia adelante-. Conozco a varios de esos chicos de Mestre. Antes conocia a muchos mas. Si he de actuar de asesor gay en este asunto -lo dijo sin ironia ni amargura-, tengo que