Repaso los bancos en las paginas amarillas, y descubrio que el Banco de Verona estaba en campo San Bartolomeo, al pie de Rialto, zona en la que abundaban las oficinas bancadas; esto le sorprendio, porque no recordaba haberlo visto. Por curiosidad, marco el numero. A la tercera senal, una voz de hombre contesto:

– ?Si? -como si estuviera esperando una llamada.

– ?Banco de Verona? -pregunto Brunetti.

Un breve silencio y el hombre dijo:

– Lo siento, numero equivocado.

– Perdone -dijo Brunetti.

El otro colgo sin decir mas.

Era proverbial el caprichoso funcionamiento del SIP, el servicio telefonico nacional, y a nadie sorprendia que le contestara un numero equivocado, pero Brunetti estaba seguro de que, en este caso, ni habia fallado el servicio ni el habia marcado mal. Volvio a marcar, y esta vez el telefono sono hasta doce veces sin que contestaran. Brunetti colgo, volvio a mirar la guia y anoto la direccion. Luego busco la farmacia Mortelli. Ambas direcciones distaban solo unos numeros una de otra. Arrojo la guia al cajon y cerro este con el pie. Luego cerro las ventanas, bajo la escalera y abandono la questura.

Diez minutos despues, Brunetti salia del sottoportico de la calle della Bissa a campo San Bartolomeo. Levanto la mirada hacia la estatua de bronce de Goldoni, que no era quiza su comediografo preferido pero si el que mas le hacia reir, especialmente cuando las obras eran representadas en el dialecto veneciano original, como solian serlo en esta ciudad, en la que el situaba a sus personajes y que, en testimonio de su carino, le habia levantado este monumento. Goldoni parece caminar airoso, actitud muy adecuada para este lugar, concurrido de presurosos viandantes que cruzan el puente de Rialto para ir al mercado de frutas y verduras o camino de San Marco o el Cannaregio. Quien viva cerca del corazon de la ciudad tiene que pasar por San Bartolomeo por lo menos una vez al dia.

Cuando llego Brunetti, el campo era un hervidero de gente que se dirigia al mercado a hacer las compras de ultima hora o regresaba del trabajo, terminada por fin la semana laboral. El comisario avanzo por el extremo oriental del campo, mirando con aparente indiferencia los numeros pintados encima de las puertas. Tal como imaginaba, el numero que buscaba estaba dos puertas mas alla de la farmacia. Se paro delante de la placa de los timbres, situada a un lado de la puerta, y leyo los nombres que habia al lado de cada timbre, y que eran el del Banco de Verona y otros tres, probablemente, de inquilinos particulares.

Brunetti llamo al timbre situado encima del banco. Nadie contesto. Lo mismo ocurrio con el segundo. Iba a pulsar el ultimo boton cuando a su espalda una voz de mujer le pregunto en el mas puro veneciano:

– ?Que desea? ?Busca a alguien de esta casa?

Brunetti se volvio y se encontro frente a una viejecita que sostenia, apoyado en una pierna, un gran carro de la compra. Recordando el nombre que habia visto al lado del primer timbre, el dijo, contestando en el mismo dialecto:

– Si, vengo a ver a los Montini. Han de renovar la poliza del seguro y vengo a preguntar si desean hacer alguna modificacion.

– No estan -dijo la mujer buscando las llaves en un bolso enorme-. Se han ido a la montana. Lo mismo que los Gaspari, pero ellos estan en Jesolo.

Abandonando su intento de encontrar las llaves por la vista o el tacto, agito el bolso, para localizarlas por el oido. El sistema dio resultado y la mujer saco un manojo de llaves que abultaba tanto como su mano.

– Mire, aqui estan -dijo poniendo las llaves delante de los ojos de Brunetti-. Me las dejan para que entre a regar las plantas y vigile la casa. -Miraba fijamente a Brunetti, con unos ojos azul palido en una cara redonda, surcada por una red de finas arruguitas-. ?Tiene usted hijos, signore?

– Si -respondio el inmediatamente.

– ?Como se llaman y cuantos anos tienen?

– Raffaele, dieciseis y Chiara, trece, signora.

– Muy bien -dijo la anciana como si el acabara de aprobar un examen-. Es usted joven y fuerte. ?Podria subirme este carro al tercer piso? Si no, voy a tener que hacer por lo menos tres viajes para subirlo todo. Mi hijo y su familia vienen manana a comer, y he tenido que comprar mucho.

– Encantado de ayudarla, signora -dijo el agachandose para levantar el carro, que pesaba por lo menos quince kilos-. ?Son muchos de familia?

– Mi hijo, mi nuera y sus hijos. Dos de ellos traen a mis biznietos, por lo que seremos… pues diez personas.

La mujer abrio la puerta de la calle y la sostuvo para que entraran Brunetti y el carro. Luego pulso el interruptor de la luz y empezo a subir las escaleras delante del comisario.

– No se va usted a creer lo que me han cobrado por los melocotones. Mediados de agosto y todavia a tres mil liras el kilo. Pero los he comprado de todos modos; a Marco le gusta tomarlos con vino tinto. Antes del almuerzo los corta y los deja en remojo, para el postre. Y de pescado yo queria un rombo, pero estaba muy caro. Como a todos les gusta el bosega hervido, eso he comprado, aunque a diez mil liras el kilo. Tres pescados, casi cuarenta mil liras. -Se paro en el primer rellano, frente a la puerta del Banco de Verona y miro a Brunetti-. Cuando yo era joven, el bosega lo dabamos al gato, y ahora tengo que pagarlo a diez mil liras el kilo.

Dio media vuelta y siguio subiendo.

– Lo lleva agarrado del asa, supongo.

– Si, signora.

– Bien, es que hay un kilo de higos encima de todo, y no quiero que se aplasten.

– Estan perfectamente, signora.

– He comprado prosciutto en Casa del Parmigiana para comerlo con los higos. Conozco a Giuliano desde que era nino. Tiene el mejor prosciutto de Venecia, ?verdad?

– Mi esposa siempre lo compra alli.

– Cuesta l’ira di dio, pero vale la pena.

– Desde luego.

Llegaron arriba. La mujer llevaba las llaves en la mano, por lo que no tuvo que volver a buscar. Abrio la unica cerradura y empujo la puerta, haciendo pasar a Brunetti a un gran apartamento con cuatro altas ventanas, ahora cerradas hasta con las persianas, que daban al campo.

La mujer lo llevo por la sala, una habitacion que a el se le antojo familiar, con sus grandes butacas, el sofa de crin vegetal de los que aranan, altas comodas marron oscuro con bomboneras de plata encima, entre un surtido de fotos en marco tambien de plata y suelo de mosaico veneciano que relucia incluso con tan poca luz. Hubiera podido ser la casa de sus abuelos.

Identica impresion le produjo la cocina: fregadero de piedra, una gran caldera de agua caliente en un rincon y una mesa de marmol. Inmediatamente, imagino a la mujer extendiendo la pasta con el rodillo o planchando la ropa en aquella superficie.

– Dejelo usted ahi, al lado de la puerta -dijo ella-. ?Quiere un vaso de algo?

– Le agradeceria un poco de agua, signora.

Tal como el esperaba, la mujer bajo una bandejita de plata de un armario alto, coloco un tapetito de encaje en el centro y una copa de cristal de Murano encima. Saco de la nevera una botella de agua mineral y lleno el vaso.

– Grazie infinite -dijo el antes de beber. Dejo la copa cuidadosamente en el centro del tapetito y rehuso su ofrecimiento de mas agua-. ?Quiere que la ayude a sacar las cosas, signora?.

– No, yo se donde esta cada cosa y donde tengo que ponerlo. Ha sido muy amable joven. ?Como se llama?

– Brunetti, Guido.

– ?Y hace seguros?

– Si, signora.

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