adulto, entonces si son peligrosas.

– ?Que ha sido de el?

– No lo se. Supongo que al salir de la academia entraria en el ejercito y acabaria torturando a prisioneros en Somalia. Era de esa clase de personas.

– ?Violento?

– En realidad, no, solo maleable. Tenia bien arraigados los dogmas basicos. Ya sabe, todas esas cosas del honor, la disciplina y la necesidad del orden. Se los habria inculcado su familia. Su padre era general o algo por el estilo, esas eran las influencias a las que habia estado expuesto.

– ?Lo mismo que usted, pero al contrario? -sonrio Brunetti. Conocia a la hermana y sabia cuales eran las ideas politicas de los Zorzi.

– Exactamente, solo que en mi familia nadie ha predicado nunca la disciplina ni la necesidad de un orden. -Era evidente el orgullo con que lo decia.

Cuando Brunetti iba a hacer otra pregunta, ella se levanto, como si de pronto se hubiera dado cuenta de lo mucho que habia revelado, y se inclino hacia adelante para dejar la carpeta en la mesa.

– Aqui esta lo que ha llegado hasta ahora, comisario -dijo en un tono formal que desentonaba de la natural familiaridad que habia tenido su conversacion hasta aquel momento.

– Gracias -dijo el.

– Me parece que todo esta claro, pero, si necesita alguna explicacion, llameme por telefono.

El observo que no decia que bajara a su despacho ni que le pidiera que subiera. Se habian restablecido los limites geograficos de la relacion profesional.

– Asi lo hare -dijo el y, cuando ella se volvia hacia la puerta, repitio-: Gracias.

9

La carpeta contenia fotocopias de articulos periodisticos relacionados con las actividades de Fernando Moro como medico y como politico. Al parecer, su profesion lo habia llevado al terreno de la politica: habia atraido la atencion del publico hacia aproximadamente seis anos, cuando, en su condicion de inspector designado para examinar la calidad de la atencion hospitalaria en el Veneto, extendio un informe en el que se cuestionaban las estadisticas publicadas por el gobierno provincial, estadisticas que exhibian un numero de pacientes por medico de los mas bajos del continente. El Informe Moro senalaba que esa cifra tan baja resultaba de la inclusion en las estadisticas de tres nuevos hospitales, disenados para prestar atencion medica del mas alto nivel. Los fondos necesarios para su construccion habian sido asignados y habian sido gastados, por lo que las estadisticas incluian los hospitales con todos sus servicios. Las cifras, resultantes eran un portento porque, segun ellas, el Veneto poseia el mejor servicio sanitario de Europa.

Pero el Informe Moro revelo el incomodo dato de que aquellos tres hospitales, tan magnificos en su concepcion, dotados de tan eminente plantilla y capaces de dispensar tan diversas prestaciones, no se habian construido. Una vez restados sus servicios de las estadisticas, la asistencia medica que recibian los ciudadanos del Veneto descendio al nivel en el que solian situarla los pacientes: ligeramente inferior al de Cuba aunque, desde luego, por encima del de Chad.

A raiz del informe, Moro fue saludado por la prensa como un heroe, y lo era, a los ojos del publico; pero la gerencia del hospital en el que trabajaba decidio que su multiple talento seria mas util en la direccion de la residencia geriatrica aneja al hospital. El protesto aduciendo que, en su calidad de oncologo, su labor tendria mas rendimiento en la seccion de Oncologia del hospital, pero su objecion fue atribuida a falsa modestia, y se confirmo su traslado.

Esto, a su vez, hizo que el decidiera tratar de conseguir un cargo publico antes de que su nombre se borrara de la memoria, una decision, quiza, de caracter tactico, pero efectiva.

En cierta ocasion, Moro se permitio la observacion de que tal vez su larga experiencia en el tratamiento de una enfermedad terminal lo facultara para desarrollar una actividad en el Parlamento. Se rumoreaba que, mas de una vez, en tertulias nocturnas con amigos de confianza, habia elucubrado sobre esa metafora, lo que no tardo en filtrarse a los medios parlamentarios. Ello bien pudo influir en el caracter de las comisiones para las que se le designaba.

Mientras leia los articulos, todos ellos, presunta exposicion objetiva de los hechos, pero cada uno reflejo de la filiacion politica del diario o del periodista, Brunetti advirtio que tambien el los pasaba por el filtro de sus propias impresiones. Hacia anos que conocia a Moro o, por lo menos, que oia hablar de el y comprendia que, por compartir sus ideas politicas, estaba predispuesto en su favor y daba por descontada su honradez. Sabia lo peligrosa que era esta actitud, especialmente, en un policia; pero Moro no podia ser sospechoso: la magnitud de su dolor lo eximia de toda sospecha de intervencion en la muerte de su hijo.

– O no se lo que es tener un hijo ni se lo que es tener alma -dijo Brunetti hablando a media voz sin darse cuenta.

Miro a la puerta, confuso por haberse dejado llevar del pensamiento hasta el punto de hablar solo, pero no habia nadie. Siguio leyendo: los restantes articulos repetian, en lo esencial, la informacion de los primeros. Por mucha insidia que hubiera en el tono que utilizaba algun que otro periodista, por tendenciosas que fueran las explicaciones de la conducta de Moro, ni el lector mas obtuso podia dudar de la integridad de aquel hombre.

El tono insinuante se agudizaba en algunos de los articulos que se referian a la subita retirada de Moro del Parlamento, decision que el habia atribuido tajantemente a «razones personales». El primer articulo, firmado por uno de los mas reconocidos apologos de la derecha, formulaba la pregunta retorica de si podia haber alguna relacion entre la dimision de Moro y el arresto, hecho dos semanas antes, de uno de los ultimos miembros de la banda Baader-Meinhof.

– Probablemente, ninguna -volvio a susurrar Brunetti sin darse cuenta. Era irritante ese habito que habia adquirido ultimamente de hacer comentarios de viva voz cuando se tropezaba con esa clase de elucubraciones de la prensa libre.

Al disparo recibido por la esposa de Moro se le habian dedicado solo dos sueltos, y ninguno mencionaba mas que el hecho escueto. Pero en el segundo se indicaba el nombre de las personas en cuya casa estaba alojada.

Brunetti levanto el telefono, marco el 12 y pidio el numero de Giovanni Ferro en Siena, o en la provincia de Siena. Habia dos numeros y los anoto los dos.

Marco el primero. Contesto una mujer.

– ?Signora Ferro?

– ?Con quien hablo, por favor?

– El comisario Guido Brunetti, de Venecia.

Percibio una exclamacion ahogada de sorpresa, y la mujer pregunto atropelladamente, con voz tensa y descontrolada:

– ?Le ha pasado algo a Federica?

– ?Federica Moro?

La mujer parecia estar muy alterada como para decir mas que un simple:

– Si.

– No le ha pasado nada, signora, creame, se lo ruego. Llamo para preguntar por e! incidente de hace dos anos. -Ella no dijo nada, pero Brunetti oia su rapida respiracion desde el otro extremo del hilo-. ?Oiga? ?Se encuentra bien, signora?

Hubo otro largo silencio, y cuando el temia que ella colgara el telefono o que quiza ya lo hubiera colgado, volvio a oir su voz:

– ?Quien ha dicho usted que es?

– El comisario Guido Brunetti. De la policia de Ve-necia, signora. -De nuevo, silencio-. Oiga… ?Signora, me oye?

– Si,'le oigo. -Despues de otra larga pausa, la mujer dijo-: Yo le llamare. -Y colgo, dejando a Brunetti con el recuerdo de su alarma y de su acento toscano.

Realmente, pensaba Brunetti al colgar el telefono, ?por que habia ella de creer que el era quien decia ser? El

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