no podia acreditarlo, y preguntaba por una mujer que habia recibido un disparo y cuyo posible atacante no habia sido hallado por la policia que Brunetti decia representar.

A los pocos minutos, sono el telefono. El descolgo a la primera senal y contesto dando su apellido.

– Bien -dijo ella-. Queria asegurarme.

– Muy prudente, signora -respondio el comisario-. Confio en que ya este segura de mi identidad.

– Si -respondio la mujer, y prosiguio-: ?Que quiere saber de Federica?

– Deseo que me hable de aquel disparo, porque puede estar relacionado con un caso que se ha producido ahora. Los periodicos decian que cuando ocurrio aquello ella se alojaba en casa de ustedes.

– Si.

– ?Podria decirme algo mas, signora?

Nuevamente, la pausa, y la mujer pregunto:

– ?Ha hablado con ella?

– ?Con la signora Moro?

– Si.

– Todavia no. -Espero a que la mujer dijera algo mas.

– Creo que deberia hablar con ella -dijo la signora Ferro.

Habia algo en su manera de pronunciar la ultima palabra que hizo comprender a Brunetti que no debia discutir.

– Me gustaria hacerlo -convino el afablemente-. ?Haria el favor de decirme donde puedo encontrarla?

– ?No esta ahi? -pregunto la mujer, y el nerviosismo volvia a hacerle temblar la voz.

El adopto su tono mas tranquilizador.

– Usted es la primera persona a la que he llamado, signora. Aun no he tenido tiempo de localizar a la signora Moro. -Se sentia como un explorador en un glaciar que, de pronto, ve abrirse ante si una grieta enorme: hasta este momento, no habia dicho nada de la muerte del hijo de la signora Moro, y decirlo ahora era imposible-. ?Esta con su marido?

La voz de la mujer se hizo neutra, inexpresiva al decir:

– Estan separados.

– Ah. No lo sabia. Pero, ?ella aun vive en Venecia?

Mientras la mujer meditaba la respuesta, Brunetti casi podia seguir el proceso de sus reflexiones. Un policia forzosamente acabaria por encontrar a su amiga; antes o despues, la encontraria.

– Si -respondio al fin.

– ?Me daria usted la direccion?

Lentamente, ella respondio:

– Si; un momento, por favor. Voy a buscarla.

Sono un golpecito cuando ella dejo el telefono, seguido de un largo silencio. Despues volvio a oirse la voz de la mujer:

– La direccion es San Marco, 2823 -dijo, y a continuacion le dio el numero de telefono.

Brunetti le dio las gracias y estaba pensando que mas podia decir cuando ella agrego:

– Deje que suene una vez, cuelgue y vuelva a llamar. No quiere que la molesten.

– Lo comprendo, signora -dijo el, mientras aparecia ante sus ojos la imagen del cuerpo inerte de Ernesto Moro, como el espectro de uno de los hijos de Ugolino.

La mujer se despidio y colgo el telefono, dejando a Brunetti con la impresion de que no tenia ahora mucha mas informacion que antes de hacer la llamada.

Entonces se dio cuenta de lo oscuro que estaba el despacho. Hacia rato que se habia apagado el ultimo sol de la tarde, y le parecio que no veria los numeros del telefono para marcar. Se acerco al interruptor que estaba al lado de la puerta, encendio la luz y lo sorprendio ver el insolito orden que habia hecho en su mesa mientras hablaba con la signora Ferro: una pila de carpetas en el centro, un papel a un lado y, encima del papel, un lapiz, perfectamente horizontal. Recordo la obsesion, de su madre por la limpieza antes de caer en la senilidad que ahora la aquejaba, y el caos que habia en la casa durante los ultimos meses en que ella la habito, antes de que se la llevaran.

Al volver a sentarse a la mesa, se apodero de el una subita sensacion de agotamiento, y tuvo que hacer un esfuerzo para vencer el impulso de apoyar la cabeza en la madera y cerrar los ojos. Hacia mas de diez horas que los habian llamado de la escuela, horas durante las cuales la muerte y el abatimiento habian ido infiltrandose en el como un liquido en un papel secante. Se pregunto, y no por primera vez, cuanto tiempo podria seguir haciendo este trabajo. Antes, se consolaba pensando que unas vacaciones le ayudarian a superar el bache y, en efecto, muchas veces, al alejarse de la ciudad y de los crimenes que en ella tenia que ver, su estado de animo mejoraba, por lo menos, mientras duraba la ausencia. Pero ya no creia que esta sensacion de futilidad que ahora lo asaltaba por todos lados se disipara con un simple cambio de aires.

Comprendia que ahora debia tratar de hablar con la signora Moro, se obligo a descolgar el telefono, pero no pudo hacer mas. ?Quien era el personaje cuya mirada tenia el poder de convertirte en estatua de piedra? ?El Basilisco? ?Medusa? Con cabellera de serpientes y la boca abierta, vomitando furor. Evoco la imagen de la enmaranada corona, pero no pudo recordar quien la habia pintado o esculpido.

Su marcha de la questura tuvo todo el aire de una fuga, por lo menos, para Brunetti. La silla, apartada de la mesa; la puerta, abierta; los papeles, bien apilados en el centro; y el, caminando hacia casa, casi con panico.

El olfato lo reconforto: los aromas de la cocina lo saludaron cuando abrio la puerta. Algo se estaba asando, quiza cerdo, y ajo, mucho ajo. Olia como si en el horno, acompanando al cerdo, hubiera todo un campo de ajos.

Colgo la americana, recordo que habia dejado la cartera en el despacho y se encogio de hombros. Se paro delante de la puerta de la cocina, esperando encontrar a toda la familia sentada a la mesa, pero no vio a nadie. Alli no se notaba otra presencia que la del ajo, cuyo olor parecia llegar de una olla que hervia a fuego lento.

Concentro su atencion en el olor, tratando de recordar donde lo habia olido antes. Le era familiar, como nos resulta familiar una melodia aunque no recordemos el titulo de la pieza. Trato de separar los aromas: ajo, tomate, un pellizco de tomillo y algo del mar, almejas o gambas -probablemente, gambas- y, quiza, zanahorias. Y el ajo, un universo de ajo. Evoco la sensacion de pesimismo que habia experimentado en el despacho y aspiro profundamente, confiando en los poderes del ajo: si ahuyentaba a los vampiros, su poder vegetal tenia que ser eficaz contra algo tan banal como una neura. Se quedo apoyado en la pared, con los ojos cerrados, inhalando los aromas, hasta que a su espalda dijo una voz:

– Esa no es la noble postura propia de un defensor de la justicia y de los derechos de los oprimidos.

A su lado aparecio Paola, que le dio un beso en la mejilla y, casi sin mirarlo, entro en la cocina.

– ?Es la sopa de Guglieimo?

– La misma -dijo Paola destapando la olla y removiendo el contenido con una larga cuchara de madera-. Doce cabezas de ajo -dijo con un acento casi de respeto.

– Y siempre hemos sobrevivido -agrego Brunetti.

– Prueba de la intervencion divina, imagino -apunto Paola.

– Y, si hemos de creer a Guglieimo, cura infalible contra las lombrices y la hipertension.

– Y sistema mas infalible todavia para conseguir asiento en el vaporetto del dia siguiente.

Brunetti se echo a reir, mas relajado. Recordo al amigo Guguelmo, que habia sido agregado militar en El Cairo durante cuatro anos, en los que habia aprendido el arabe, abrazado el cristianismo copto y amasado una fortuna sacando de contrabando piezas arqueologicas en aviones militares. Guglieimo, como buen gastronomo que era, ?levo consigo no pocas recetas culinarias cuando abandono el pais, la mayoria de las cuales exigian desmesuradas cantidades de ajo.

– ?Es cierto que se han encontrado ajos secos en sarcofagos de momias? -pregunto Brunetti apartandose de la puerta.

– Probablemente, tambien los encontrarias en los bolsillos del uniforme de gala de Guglieimo -dijo Paola, tapando la olla y mirando a su marido de frente por primera vez. Entonces cambio de tono-. ?Que te pasa?

El trato de sonreir, pero no pudo.

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