– Por el momento, lo que quiero decir es que me gustaria tener la informacion que le he pedido. -Lo dijo sonriendo y con suavidad.

– ?Y cuando la tenga? -pregunto ella, sin dudar de que la conseguiria.

– Entonces quiza podamos demostrar un negativo.

– ?Que negativo, comisario?

– Que Ernesto Moro no se suicido.

16

Antes de salir de la questura, Brunetti hizo otra llamada al numero de la signora Moro, sintiendose un poco como el pretendiente importuno que, ante la falta de respuesta de una mujer, se hace mas perseverante. Se pregunto si se habria olvidado de algun amigo comun que pudiera recomendarlo, y entonces se dio cuenta de que estaba volviendo a las tacticas de otros tiempos, en los que sus intentos de acercarse a las mujeres tenian motivos muy distintos.

Cuando, absorto en esta curiosa asociacion de ideas, Brunetti entraba en el arco que conduce a Campo San Bartolomeo, noto frente a si un subito oscurecimiento. Al levantar la mirada, no plenamente consciente todavia de donde se encontraba, vio que cuatro cadetes de San Martino entraban en la calle procedentes del campo, cogidos del brazo, formando una fila compacta, como en un desfile y ocupando todo el ancho de la calle. Dos mujeres, una joven y la otra mayor, instintivamente, se arrimaron a las lunas del banco, y una pareja de turistas portadores de mapas hicieron otro tanto contra las ventanas del bar de! otro lado. Dejando tras de si a los cuatro peatones naufragos, los cadetes avanzaban hacia Bru-netti sin romper la formacion, como una ola.

Brunetti los miro a los ojos -aquellos chicos no eran mayores que su propio hijo- y las miradas que recibio a su vez eran tan inexpresivas e implacables como el mismo sol. Quiza su pie derecho vacilo un instante, pero el se obligo a avanzarlo y siguio andando hacia ellos, sin aminorar el paso, con gesto impasible, como si en la Calle della Bissa no hubiera nadie mas que el y fuera suya toda-la ciudad.

Cuando estuvieron mas cerca, vio que el cadete del centro izquierda era el que habia querido interrogarle en la escuela. El instinto atavico del macho dominante por demostrar su supremacia desvio dos grados la direccion de Brunetti, que ahora iba en linea recta hacia el chico. El comisario contrajo los musculos del estomago y saco ios codos, preparandose para la colision, pero, en el ultimo momento antes del impacto, el que estaba al lado del objetivo de Brunetti se solto y se aparto hacia la derecha, dejandole un estrecho paso. Cuando el pie de Brunetti iba a entrar en este espacio, el comisario vio por el rabillo del ojo como el pie izquierdo del cadete conocido, se desplazaba minimamente en sentido lateral, para ponerle la zancadilla. Lanzandose hacia adelante con todo el peso de su cuerpo, Brunetti apunto cuidadosamente al tobillo del chico y sintio una grata sacudida cuando la punia de su zapato dio en el blanco, reboto y se asento en el suelo. Brunetti siguio adelante sin detenerse, salio al campo, y corto hacia la izquierda en direccion al puente.

En la mesa, Brunetti no dijo nada de aquel encuentro, porque le parecia pueril jactarse de una conducta tan mezquina delante de sus hijos, y se contento con saborear la cena. Paola habia comprado ravioli di zueca que habia aderezado con hojas de salvia salteadas en mantequilla, y cubierto de parmesano. Despues, habia echado mano del hinojo, que perfumaba unos filetes de ternera que habian pasado la noche en el frigorifico en un adobo de romero, ajo, semillas de hinojo y pancetla picada.

Mientras disfrutaba de aquella mezcla de sabores y del grato mordiente de la tercera copa de sangiovese, Brunetti recordo la intranquilidad que le habia asaltado horas antes al pensar en la seguridad de sus hijos, y la idea le parecio absurda. De todos modos, no podia ahuyentarla ni reirse del deseo de que nada viniera a turbar la paz de la familia. No sabia si su constante temor a que las cosas cambiaran a peor era resultado de su innato pesimismo o de las experiencias a las que lo habia expuesto su profesion. Fuera lo que fuere, su vision de la realidad siempre estaba oscurecida por un filtro de pesimismo.

– ?Por que ya nunca comemos buey? -pregunto Raffi.

Paola, mientras pelaba una pera, respondio:

– Porque Gianni no encuentra a un ganadero de confianza.

– ?De confianza para que? -pregunto Chiara, entre uva y uva.

– Para que crie animales perfectamente sanos, supongo -respondio Paola.

– De todos modos, yo ya no quiero comer buey -dijo Chiara.

– ?Por que no? ?Porque tienes miedo de que te haga volverte loca? -pregunto su hermano, y entonces rectifico-: ?Mas loca?

– Me parece que en esta mesa se han hecho ya bastantes chistes sobre las vacas locas -dijo Paola con insolita impaciencia.

– No; no es por eso -dijo Chiara.

– Entonces, ?por que? -pregunto Brunetti.

– Oh, por nada -dijo Chiara evasivamente.

– ?Por que? -insistio su hermano.

– Porque no tenemos ninguna necesidad de comernoslos.

– Eso nunca te habia preocupado -objeto Raffi.

– Ya se que no me habia preocupado. Un monton de cosas no me habian preocupado. Y ahora me preocupan. -Miro a su hermano para descargar lo que sin duda ella consideraba que seria el golpe de gracia-: Es lo que se llama madurar, por si no lo sabes.

Raffi resoplo, con lo que impulso a su hermana a buscar nuevas razones.

– No tenemos que comernoslos solo porque podemos hacerlo. Ademas, ecologicamente es un despilfarro - insistio, como el que repite una leccion bien aprendida. Y eso debia de ser, penso Brunetti.

– ?Y que comerias? -pregunto Raffi-. ?Zucchini? -Y a su madre-: ?Se puede hacer chistes de zucchini locos?

Paola, mostrando aquella olimpica indiferencia por los sentimientos de sus hijos que tanto admiraba Brunetti dijo solo:

– ?Puedo tomarlo como un ofrecimiento para fregar los platos, Raffi?

Su hijo gruno pero no protesto. Un Brunetti menos familiarizado con la astucia de los jovenes hubiera visto en eso la senal de que su hijo estaba dispuesto a asumir ciertas responsabilidades en el cuidado del hogar, quiza, incluso, un indicio de incipiente madurez. El Brunetti real, no obstante, hombre curtido tras decadas de exposicion a tortuosas mentes criminales, veia en ello lo que era en realidad: un descarado cambalache, aquiescencia inmediata a cambio de recompensa futura.

Cuando Raffi se inclinaba sobre la mesa para retirar el plato de su madre, Paola le sonrio con benevolencia y, mostrando una astucia similar a la de su marido, le dijo mientras se ponia en pie:

– Muchas gracias por tu ayuda, carino. Pero no; no puedes tomar clases de submarinismo.

Brunetti la siguio con la mirada mientras ella salia de la cocina, y se volvio hacia su hijo: Raffi tenia la sorpresa escrita en la cara y, al notar que su padre lo observaba, mudo de expresion y tuvo el bello gesto de sonreir.

– ?Como lo hace? -pregunto-. Continuamente.

Brunetti iba a descolgarse con un lugar comun acerca del poder de las madres para leer el pensamiento de los hijos cuando Chiara, que hasta entonces habia estado ocupada en terminarse la fruta de la fuente, los miro y dijo:

– Es porque lee a Henry James.

En el estudio, Brunetti conto a Paola su encuentro con los cadetes, absteniendose de mencionar la oleada de satisfaccion animal que lo habia invadido cuando su pie habia entrado en contacto con el tobillo del chico.

– Menos mal que ha ocurrido aqui -dijo ella, cuando el termino de hablar, y agrego-: En Italia.

– ?Por que? ?Que quieres decir?

– En muchos sitios eso podria costarte la vida.

– Pon dos ejemplos -insto el, ofendido de que ella desestimara con aquella displicencia lo que para el era una

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