En la esquina de Luisenstrasse con Holzmarkt, Laureen volvio a divisar a Bryan. Estaba en medio de la calle, apoyado en el muro de una casa, con la mirada vuelta hacia arriba, hacia unos grandes ventanales. El edificio era de estilo clasico, burgues y pesimamente conservado. Parecia tener tiempo de sobras. Y fumaba.

A medida que la ciudad se habia ido despertando a la tipica agitacion de una manana de sabado en la que habia que conseguir hacerlo todo en la mitad de tiempo, el desasosiego se fue apoderando de nuevo de Laureen. Sin duda, Bryan estaba metido en algo de lo que no queria hacerla participe.

De no haber sido porque Laureen conocia tan bien a su marido, no le habria resultado dificil llegar a la conclusion de que podia haber una mujer involucrada en el juego, tan turbador, desconcertante y absurdo como el panorama que, poco a poco, se iba abriendo ante sus ojos.

Le vino el rostro de Bridget a la mente y sacudio la cabeza.

«?No sabemos nada del projimo, ni tampoco sabemos nada de nosotros mismos!» Laureen volvia a oir con toda nitidez el mensaje pseudofilosofico de su hija. Sin embargo, el problema era que era una sandez, siempre lo habia sabido. La cuestion se limitaba a ser lo suficientemente valiente para aceptar las distintas facetas de la vida propia y de la ajena.

Si te niegas a ello desde un principio, puedes llevarte una terrible sorpresa.

Ahora mismo, Laureen tendria que aceptar la posibilidad de no haber sido lo suficientemente abierta para con su marido. Estaba claro que Bryan podia haberla enganado, y tambien era obvio que podia haberse dejado llevar de un modo desconocido para Laureen. Desde luego, nunca habia esperado delante de su ventana durante horas y horas.

Sin embargo, Laureen tenia la sensacion de que se trataba de algo muy distinto y mas trascendental.

Normalmente, un hombre como Bryan obraria de forma mas directa, en caso de tener un cometido determinado. Y ahora solo hacia que esperar delante de un edificio, mientras fumaba un cigarrillo detras de otro. Estaba a la defensiva.

Ocasionalmente, le llegaba el ruido de la calle principal transportado por la brisa matinal. Despues de algunas cavilaciones. Laureen decidio abandonar su puesto de vigilancia. Tenia que estar preparada para retomar la persecucion. Y eso requeria que se equiparara mejor, con otros zapatos y otra ropa. Todo parecia indicar que, de momento, Bryan no tenia ni la mas minima intencion de abandonar el lugar.

Solo la separaban unos cientos de pasos de la calle principal.

Despues de haberse enfundado los tejanos. Laureen paso a un par de botas de andar entre las ofertas que cubrian casi por completo la entrada principal de los grandes almacenes. En el preciso instante en que se disponia a ponerselas, vio pasar a su marido por la acera de enfrente.

Sus miradas se encontraron superficialmente. Laureen se mordio el labio y a punto estuvo de saludarlo, avergonzada como una colegiala, cuando el aparto la vista y siguio su camino.

No registraba nada.

Hasta que no lo alcanzo en la carretera de circunvalacion, Laureen no se sintio segura de que no se le volveria a escapar. Bryan se detuvo en medio del puente peatonal y echo un vistazo hacia el parque, al otro lado de la carretera. El Stadtpark, parecia ser. Laureen deposito la gigantesca bolsa de plastico que contenia la falda y el abrigo en el suelo y se ato los zapatos. Eran comodos y recogian los tobillos, pero eran nuevos. Antes de que hubiera terminado el dia, los dedos de sus pies estarian sembrados de ampollas.

Y entonces fue cuando Bryan vio a la mujer.

CAPITULO 36

Bryan habia empezado a tener frio.

Aunque el dia habia llegado con un cielo despejado y unas temperaturas veraniegas, la calle era una esclusa de aire helado.

Habia pasado un par de horas sumido en un estado de letargo, intentando hacerse una idea de la situacion.

La conversacion que habia mantenido con Keith Welles la noche anterior le habia decepcionado terriblemente. El Gerhait Peuckert que habia visitado en Haguenau no era James. Si, desde un principio, Welles hubiera tenido suficiente presencia de animo, habria averiguado la edad del hombre, antes de haberse molestado en cruzar la frontera. Cuando finalmente alcanzo su meta, le habia bastado con echarle un simple vistazo a aquel hombre. El Gerhart Peuckert de Haguenau era un hombre de pelo cano de mas de setenta anos. De ojos marrones, con un destello frances en el rabillo; un error estrepitoso que habia retrasado sus investigaciones un dia entero.

Ahora era sabado y Welles no tendria tiempo de hacer mucho mas, de eso no le cabia ninguna duda a Bryan. Por tanto, a partir de entonces estaria solo.

Habia pensado que el primer punto del orden del dia seria hacer una visita al sanatorio. Sin embargo, habia pasado la noche en blanco, y antes de que pudiera darse cuenta, se habia encontrado a si mismo delante de la casa del anciano, en Luisenstrasse, sin un objetivo claro. Todo habia sido inutil, una perdida de tiempo, una simple terapia. Tal vez deberia haber ido a por el coche que habia abandonado delante del sanatorio o haberse apostado delante de la casa de Kroner. Sin embargo, las cosas habian salido asi.

Las impresiones se habian ido agolpando. El nino delicado en brazos de Kroner lo habia perturbado. En realidad, ?que sabia Bryan de aquel hombre? ?Por que se encontraba Kroner en Friburgo? ?Que habia pasado desde los tiempos en el lazareto?

Toda una serie de preguntas seguian sin tener respuesta. La casa del anciano parecia estar desierta. Las cortinas marchitas seguian estando corridas. No venia nadie, nadie salia del portal, y se hicieron las diez. Finalmente, decidio marcharse.

Dejaria pasar un par de horas mas, antes de visitar el sanatorio.

La calle principal era de lo mas cotidiana; los sonidos, agradables y reconfortantes. Las mujeres se habian traido a sus esposos y las tiendas abrian sus puertas con tentadoras cestas repletas de ofertas y una iluminacion absurda. Este ambiente era tipicamente mananero.

Los colores eran claros, nuevos a estrenar y suaves.

En el interior de los grandes almacenes en los que, un par de dias atras, habia visto a un inmigrante probandose unos shorts por encima de sus pantalones de tergal, habia una mujer probandose la oferta del dia. Se calzo un par de botas a toda prisa y dio unos cuantos pasos, siguiendo el ritual de siempre para comprobar su conveniencia, de la misma manera en que se evalua un coche nuevo, es decir, dandole patadas a los neumaticos. Le recordo vagamente a Laureen cuando alzo la mirada por un segundo. Bryan habia ido muchas veces de compras con ella y se habia quedado sentado delante del probador, sudando en el abrigo demasiado grueso. La mujer de los grandes almacenes tenia prisa, Laureen nunca la tenia.

Le habria gustado que fuera ella.

La catedral de la Munsterplatz era el resultado del conglomerado arquitectonico de tres siglos. Una obra maestra gotica que habia ofrecido sus muros a las penas y las alegrias de la ciudad a lo largo de casi ocho siglos; un punto de encuentro unico para los ciudadanos, y un excelente objetivo para los bombarderos de los aliados que, treinta anos atras, habian puesto todo su empeno en destruir todo aquello que constituyera el nervio vital y la columna vertebral de la ciudad.

Esta vez, el nucleo de la ciudad le parecio insignificante. El trayecto desde el ambiente bullicioso de la plaza de la iglesia hasta la febril Leopoldring y el parque de Stadtgarten, que se apoyaba comodamente contra la loma oriental, podia cubrirse en menos de dos minutos.

Un largo puente peatonal de hormigon se abria paso de forma milagrosamente elegante entre la irisacion del parque. Sobre el estrecho puente se mecian las gondolas de rayas de color naranja del teleferico, de camino a la cima de la montana de Schlossberg. A medio trayecto entre la falda y la cima de la montana descansaba un restaurante romantico y grandioso, deteniendo el paso del tiempo por un instante. Desde alli, las vistas sobre la ciudad y el paisaje hacia Emmendingen debian de ser buenas.

En mitad del puente que cruzaba Leopoldring, Bryan se detuvo y miro a su alrededor. Realidad o no. Sentia que la ciudad lo repudiaba, no lo queria, no le hacia caso. Las campanas de la catedral repiqueteaban sin cesar, como lo habian hecho mientras el luchaba por no perder la razon y la vida, a menos de quince millas del lugar.

Вы читаете La Casa del Alfabeto
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату
×