las manos, notaba tres rayas con la yema del dedo. Tres rayas eran treinta minutos.

La capucha que le habian puesto en la cabeza estaba humeda y olia de un modo extrano.

?Habria dormido?

Los ojos se le llenaron de lagrimas. Los abrio como platos. No debia llorar. Una gota se desprendio de su ojo y se deslizo por el puente de la nariz hacia la boca.

No llorar.

Pensar. Abrir los ojos y pensar.

– Eres la presidenta estadounidense -se susurro, y apreto las mandibulas-. ?Eres las presidenta de Estados Unidos, goddammit!

Resultaba dificil concentrarse en una idea. Todo se le escapaba. Era como si el cerebro se hubiera atascado en un loop de video sin sentido, en un confuso collage de imagenes cada vez mas inconexas.

«Responsabilidad, -se dijo, y se mordio la lengua hasta sangrar-. Tengo una responsabilidad. Conozco el miedo. Estoy familiarizada con el. He llegado tan lejos como puede llegar una persona, y a menudo he tenido miedo. No se lo he mostrado a nadie, pero los enemigos me asustan. El miedo me espabila. Me aclara la cabeza y me hace lista».

La sangre tenia un dulce sabor a hierro caliente.

Helen Bentley estaba entrenada para manejar el miedo.

Pero no el panico.

El panico la atontaba. Ni siquiera el familiar puno de hierro que le agarraba la coronilla conseguia atormentarla lo suficiente como para sacarla del confuso estado de panico paralizante en el que se encontraba desde que vinieron a buscarla a la suite del hotel. La adrenalina no le habia dejado la cabeza clara y lucida, como solia pasar antes de una reunion conflictiva o de una emision televisiva importante. Al contrario. Cuando el hombre junto a su cama le susurro su breve mensaje, la existencia quedo paralizada en un dolor tan intenso que el hombre habia tenido que ayudarla a levantarse.

Solo una vez antes habia sentido lo mismo.

Hacia ya mucho tiempo, y tendria que haberlo olvidado.

«Tendria que haberlo olvidado. Por fin lo he olvidado.»

Lloraba con callados sollozos. Las lagrimas estaban saladas y se mezclaban con la sangre que emanaba de la lengua reventada. Era como si la luz junto a la puerta creciera y generara amenazadoras sombras por todas partes. Incluso cuando volvia a cerrar los ojos, se sentia envuelta en una oscuridad peligrosa. Y roja.

«Tengo que pensar. Tengo que pensar con lucidez.»

?Se habria quedado dormida?

La sensacion de haber perdido completamente la nocion del tiempo la aturdia mucho mas de lo que se habia imaginado. Por un momento sintio que llevaba varios dias fuera, luego consiguio controlar el curso de sus pensamientos y volvio a intentar razonar.

«Escucha. Escucha a ver si oyes algun ruido.»

Se esforzo. Nada. Todo estaba en silencio.

Durante la cena, el primer ministro noruego le habia contado que la celebracion seria muy ruidosa, que toda la poblacion estaria en la calle.

– This is the children's day -habia dicho.

Al reconstruir un suceso real tenia algo a lo que agarrarse, algo a lo que amarrar los pensamientos para que no se soltaran y revolotearan como hojas en el viento. Queria recordar. Abrio los ojos y fijo la vista en la bombilla roja.

El primer ministro habia tartamudeado y habia usado una chuleta.

– We don't parade our military forces -dijo con marcado acento-. As other nations do. We show the world our children.

No habia escuchado el chillido de un solo nino desde que llego a aquel bunker vacio con la horrorosa luz roja. Ninguna fanfarria. Solo el silencio absoluto.

El dolor de cabeza no se dejaba ahuyentar. Tal y como estaba sentada, con las manos atadas con unas finas tiras de plastico que se le clavaban en la piel de las munecas, no podia hacer su ritual habitual. Desesperada, penso que lo unico que podia hacer era permitir que llegara el dolor y esperar clemencia.

«Warren», penso apaticamente.

Luego se durmio, en medio de la peor jaqueca que habia tenido en toda su vida.

Capitulo 16

Tom Patrick O'Reilly se encontraba en la esquina de Madison Avenue con East 67th Street y anoraba su casa. El vuelo habia sido largo y no habia conseguido dormir. Desde Riad hasta Roma habia ido solo. Habia tenido la sensacion de que lo transportaba un robot. El piloto no salio de la cabina de mando hasta que llegaron a Roma, donde lo saludo con un breve movimiento de cabeza antes de abrir la puerta del avion. En ese momento faltaban exactamente veinte minutos para el siguiente despegue de un avion de linea en direccion a Newark. Tom O'Reilly estaba seguro de que lo iba a perder, pero de pronto aparecio una mujer vestida de uniforme, no sabria decir de donde salio, y consiguio que pasara por todas las compuertas de seguridad de modo magico.

El viaje de Riad hasta Nueva York le habia llevado justo catorce horas, y la diferencia horaria le producia malestar. Nunca acababa de acostumbrarse a ello. El cuerpo parecia mas pesado de lo habitual y hacia mucho que la rodilla no le dolia tanto. Habia intentado cancelar un par de reuniones que, segun el plan, iba a mantener en Nueva York esa misma tarde.

Lo unico que queria era volver a su casa.

La ultima comida con Abdallah habia transcurrido en silencio. Los platos eran exquisitos, como siempre, y Abdallah sonreia de aquel modo indescifrable mientras comia despacio y con orden, empezando por un lado del plato y acabando por el otro. Como de costumbre, la familia no comia con ellos. Estaban solo ellos dos, Abdallah, Tom y un silencio creciente. Incluso los criados desaparecieron una vez servida la fruta, y las velas se apagaron. Solo las grandes lamparas de terracota a lo largo de las paredes arrojaban algo de luz sobre la habitacion. Al final Abdallah se habia levantado y se habia marchado con un callado buenas noches. A la manana siguiente, un criado desperto a Tom y vino una limusina a buscarlo. Al meterse en el coche, el palacio parecia desierto y el no habia vuelto la vista atras.

Tom O'Reilly se encontraba en el cruce de dos calles de Upper East Side y aplastaba un sobre entre las manos. Una extrana indecision lo inquietaba, casi le daba miedo. La amenazadora aguila del buzon de correos parecia dispuesta a atacar. Dejo su pequena maleta en el suelo.

Era obvio que podia abrir la carta.

Intento mirar a su alrededor sin que resultara demasiado evidente. Las aceras estaban repletas de gente. Los coches pitaban violentamente. Una mujer mayor, con un perrito faldero en brazos, lo empujo un poco al pasar; llevaba gafas de sol, a pesar de que el cielo estaba gris y lloviznaba. Al otro lado de la calle se fijo en tres adolescentes que hablaban airadamente entre ellos. Lo estaban mirando, pensaba Tom. Sus labios se movian, pero resultaba imposible escuchar lo que decian a traves del jaleo de la gran ciudad. Una chica le sonrio cuando sus miradas se cruzaron, iba empujando un carrito y llevaba poca ropa para el tiempo que hacia. Un hombre se detuvo justo al lado de Tom. Miro el reloj y abrio un periodico.

«No seas paranoico -se dijo Tom, y se acaricio el cuello-. Son gente normal. No te estan vigilando. Son norteamericanos. Son norteamericanos normales y corrientes, estoy en mi propio pais. Este es mi pais, y aqui estoy seguro. ?No seas paranoico!»

No podia abrir el sobre.

Podia tirarlo.

Tal vez deberia acudir a la Policia.

?Con que? Si el envio era ilegal, se quedaria atascado en un monton de investigaciones y seria confrontado con el hecho de que habia llevado la carta al pais. Si todo estaba en orden y Abdallah le habia dicho la verdad, habria traicionado al hombre que durante muchos anos se habia encargado de el.

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