del pais. Osama era listo y aplicado en el colegio, y los dos chicos habian acabado muchas veces en un rincon conversando en voz baja sobre filosofia y politica, religion e historia.
Cuando murio el hermano mayor de Abdallah y la vida sin responsabilidades como hijo menor toco a su fin, perdio el contacto con Osama. Fue mejor asi. A finales de la decada de 1970, el hombre que mas tarde se convertiria en lider de los terroristas experimento un despertar politico-religioso, proceso que se acelero cuando a la Union Sovietica se le metio en la cabeza invadir Afganistan.
Cada uno siguio su camino y nunca volvieron a verse.
Abdallah se levanto del banco. Extendio los brazos hacia el cielo y sintio como se le estiraban los musculos hasta el limite del desgarro. El fresco aire de la noche le sentaba bien.
Se dirigio relajadamente hacia el ala este.
El ataque de Al Qaeda a Estados Unidos habia sido una accion fundada en el odio puro, pensaba cada vez que volvia a sorprenderse de la falta de comprension del amigo de su infancia por Occidente.
Abdallah conocia las limitaciones del odio. Durante su convalecencia en Suiza tras la muerte de su hermano, habia entendido que el odio era un sentimiento que nunca se podria permitir tener. Ya en aquel momento, con solo dieciseis anos, comprendio que la racionalidad era la herramienta mas importante de todo guerrero, y que la razon era irreconciliable con el odio.
Por anadidura, el odio siempre se reproducia a si mismo.
Atacar tres edificios con cuatro aviones y asesinar a cerca de tres mil personas habia bastado para desencadenar un contraodio y un miedo tan colosal que el pueblo empezo a aceptar que sus propias autoridades cometieran barbaridades. Con la esperanza de que nunca volvieran a atacarlos, los norteamericanos estuvieron mas que dispuestos a socavar su propia constitucion, pensaba Abdallah. Aceptaron las escuchas telefonicas y los arrestos arbitrarios, los registros y la vigilancia de personas a un nivel que llevaba mas de doscientos anos siendo impensable.
Habian cerrado filas del mismo modo que todos los pueblos en todas las epocas han cerrado filas contra los enemigos externos.
Abrio la gran puerta tallada de su despacho. La lampara de su escritorio estaba encendida y arrojaba una luz amarilla sobre las muchas alfombras del suelo. Los equipos informaticos zumbaban por lo bajo y un suave aroma a canela le hizo abrir el armario junto a la ventana. Una tetera caliente y humeante estaba lista sobre un soporte de plata, el ultimo criado siempre la dejaba alli antes de retirarse para dejar que Abdallah cumpliera sus obligaciones nocturnas en soledad. Se sirvio.
Esta vez no iban a cerrar filas.
La idea le hizo sonreir un poco y bebio medio vaso antes de sentarse ante el ordenador. Le llevo pocos segundos entrar en las paginas web de Colonel Cars, donde leyo que la direccion lamentablemente tenia que comunicar la defuncion del director ejecutivo de la compania, Tom Patrick O'Reilly, en un tragico accidente. La direccion expresaba su mas sincero pesame a la familia del director y podia asegurar que su extensa actividad internacional se seguiria llevando a cabo con lealtad hacia el espiritu del difunto; el ano 2005 ya daba muestras de que iba a ser un ano record.
Abdallah habia obtenido su confirmacion y se desconecto.
Nunca volvio a pensar en su viejo companero de estudios Tom O'Reilly.
Capitulo 22
El hombre que acababa de recoger en el hospital las pertenencias personales de su difunta madre cerro la puerta tras de si y entro en su propio salon. Por un momento se quedo desconcertado, mirando fijamente la anonima bolsa con la ropa y la mochila de su madre. Aun la sostenia en la mano y no sabia muy bien que hacer con ella.
El medico se habia tomado tiempo para charlar con el. Habia pasado todo muy rapido, le dijo para consolarle, y era probable que la mujer apenas se hubiera enterado de que algo iba mal antes de desplomarse.
Le conto que la habia encontrado otro excursionista, pero que por desgracia la anciana murio antes de llegar al hospital. El medico le habia sonreido con calidez y franqueza y habia dicho que ese era el modo en que el desearia morir: con ochenta anos bien llevados y la cabeza en su sitio, en medio del campo en un dia de mayo.
Ochenta anos y cinco dias, penso el hijo pasandose el dorso de la mano sobre los ojos. Nadie podia quejarse de una edad asi.
Dejo la bolsa sobre la mesa del comedor. De alguna manera le resultaba indigno no vaciarla. Intento vencer su resistencia a revisar las cosas personales de su madre, era como transgredir la primera regla de la infancia: no hurgar en las cosas de los demas.
La mochila estaba encima de todo lo demas. La abrio con cuidado. Lo primero que vio fue una tartera de hojalata. La saco. En sus tiempos, la tapa tuvo una fotografia del fiordo de Geiranger a pleno sol, atravesado por uno de los antiguos barcos de vapor de lujo, pero ahora no quedaban mas que pequenos restos de un mar azul sucio y un cielo grisaceo. Le habia regalado una tartera de plastico rojo hacia algunos anos, pero ella fue enseguida a la tienda a cambiarla por una batidora, puesto que no tenia ningun sentido sustituir una tartera en perfecto estado.
Tuvo que sonreir al pensar en el adusto gesto de su madre cada vez que intentaba regalarle algo nuevo, y siguio vaciando el resto del contenido de la vieja mochila. Un termo, un envoltorio de chocolate vacio, un desgastado mapa de Nordmarka, una brujula que en ningun caso senalaba el norte: la flecha roja vibraba de aca para alla como si se hubiera bebido el alcohol en el que estaba metida.
Su chaqueta para las excursiones estaba debajo de la mochila. La cogio y se la llevo a la cara. El olor de la anciana y de los bosques hizo que las lagrimas volvieran a sus ojos. Sostuvo ante si la chaqueta y cepillo con cuidado las hojas y las ramitas que se le habian adherido a una de las mangas.
Algo cayo del bolsillo.
Doblo meticulosamente la chaqueta y la dejo junto a los objetos de la mochila. Luego se agacho para coger lo que habia caido al suelo.
?Una cartera?
Era de cuero y bastante pequena, aunque era sorprendente lo que pesaba. La abrio y se echo a reir en voz alta.
No debia reirse, carraspeo y abrio los ojos de par en par para no llorar.
La risa no queria soltarlo y empezo a tener problemas para respirar.
Su terca madre se habia enfrentado a la muerte con una identificacion del Secret Service en el bolsillo.
La cartera se abria como un pequeno libro. El lado derecho estaba ornamentado con una placa de metal dorado en la que un aguila desplegaba las alas sobre un escudo con una estrella en el medio. Le recordaba el emblema de sheriff que le habia regalado su padre unas navidades, cuando tenia ocho anos, y ya no se reia.
En el lado izquierdo, en un bolsillo transparente, habia una tarjeta de identidad. Pertenecia a un hombre que se llamaba Jeffrey William Hunter. Un tipo apuesto, a juzgar por la fotografia. Tenia el pelo corto y espeso, y un gesto serio en sus grandes ojos.
El hombre de mediana edad que acababa de perder a su madre era taxista. Hacia ya rato que habia comenzado su turno y el coche estaba aparcado ante el edificio. No habia mandado aviso de no estar disponible, dar vueltas por la ciudad en el taxi le habia parecido igual de triste que quedarse solo en casa y sentir su pena. Pero ya no estaba tan seguro. Estudio el historiado emblema dorado. Por muchas vueltas que le diera, no conseguia comprender por que su madre habia estado en posesion de algo asi. La unica solucion que se le ocurria era que lo hubiera encontrado en el bosque. Tenia que habersele perdido a alguien.
Habia muchos agentes de esos en la ciudad. El mismo los habia visto, en torno al castillo de Akershus durante la cena oficial celebrada la noche antes del Dia Nacional.
Volvio a estudiar el rostro del desconocido.
Estaba muy serio, parecia casi triste.
El taxista se levanto de pronto. Dejo que las cosas de la madre se quedaran sobre la mesa y cogio las llaves del coche del gancho junto a la puerta.