y del Golfo.

A Helen Lardahl Bentley le parecia una buena idea.

Para empezar, la compania era la mejor, la mas eficaz y, desde luego, la mas rentable. Una venta asi supondria ademas un paso correcto hacia la normalizacion de las relaciones con las fuerzas de Oriente Medio con las que a Estados Unidos le convenia llevarse bien. Ademas, y tal vez eso fuera lo mas importante para Helen Bentley, la concesion contribuiria a restablecer el respeto por los buenos estadounidenses arabes.

En su opinion, ya habian sufrido lo suficiente y se mantuvo en sus trece. Habia mantenido reuniones con la directiva de la compania arabe y, aunque no era tan tonta como para prometer nada, habia dado claras senales de buena voluntad. Le gustaba especialmente que la compania, a pesar de la inseguridad vinculada a la aprobacion de las concesiones, ya habia invertido mucho dinero en tierra norteamericana para estar mejor preparada llegado el momento.

Warren le habia hablado en voz baja. No le soltaba las manos y mantenia la mirada clavada en la de ella cuando dijo: «Yo apoyo tu meta. Sin reservas. Pero nunca la vas a alcanzar si ahora lo tiras todo por la borda. Tienes que contraatacar, Helen. Tienes que contraatacar a Bush donde menos se lo espera. Llevo anos analizando a ese hombre, Helen. Lo conozco tan bien como se puede llegar a conocer a alguien sin tener contacto directo con el. ?El tambien quiere que se firme ese acuerdo! Solo que tiene la suficiente experiencia como para no hablar de ello todavia. Comprende que esto despierta sentimientos en la gente con los que no hay que jugar. Tienes que delatarlo. Tienes que ir a por el. Te voy a decir lo que tienes que hacer…».

Por fin se sentia limpia.

Le escocia la piel. El bano estaba lleno de vapor caliente. Salio de la ducha y cogio una toalla con la que se envolvio el cuerpo. Luego cogio otra mas pequena con la que se cubrio la cabeza. Limpio un poco el vaho del espejo.

Ya no tenia sangre en la cara. El chichon aun era visible, pero el ojo se habia vuelto a abrir. Lo peor eran las munecas, en realidad. Las estrechas tiras de plastico se habian clavado tan hondo en la piel que en varios sitios le habian provocado grandes heridas. Tenia que pedir un desinfectante y, a poder ser, unas buenas vendas.

Siguio el consejo de Warren, sumida en grandes dudas.

Cuando el moderador del debate le pregunto que pensaba sobre la amenaza para la seguridad que suponia la venta de infraestructuras estadounidense centrales, ella habia mirado directamente a la camara y habia pronunciado un ardiente discurso de cuarenta y cinco segundos, una apelacion apasionada a la conciliacion con «nuestros amigos arabes», en la que subrayaba la importancia de cuidar un valor estadounidense fundamental, que consistia en la igualdad de todos los norteamericanos, fuera cual fuera el origen de sus antepasados y la religion que defendieran.

Luego habia tomado aire. Un vistazo al presidente la convencio de que Warren tenia razon. El presidente Bush sonreia seguro de su victoria. Elevo los hombros en aquel extrano gesto suyo, mostrando las manos. Estaba seguro de lo que iba a decir.

Y ella dijo algo completamente distinto.

En lo que respecta a la infraestructura -habia dicho Helen Bentley con serenidad-, el asunto era bastante distinto. Opinaba que la infraestructura no debia ponerse en manos de nadie que no fuera norteamericano, o uno de sus aliados mas cercanos. Dijo que la meta tenia que ser que todo, desde las principales carreteras hasta los aeropuertos, los puertos maritimos, las aduanas, las fronteras y las vias ferreas, estuvieran para siempre en manos de los intereses norteamericanos.

En consideracion a la seguridad nacional.

Al final anadio, con una pequena sonrisa, que alcanzar semejante meta llevaria tiempo, como era obvio, y que exigiria una gran voluntad politica. Entre otras cosas porque George W. Bush habia apostado fuertemente por la venta a intereses arabes, en un documento interno que mostro durante unos segundos a las camaras antes de volverlo a dejar sobre la mesa y estirar la mano en direccion al moderador. Habia terminado.

Helen Lardahl Bentley gano el debate con un once por ciento de ventaja. La semana siguiente se convirtio en Madame President, como habia sonado durante veinte anos. Justo despues, Warren Scifford se convirtio en el lider de la nueva BS-Unit.

El puesto de director no era una recompensa.

El reloj de pulsera si.

Y el habia abusado de ella. La habia enganado con su propia declaracion de amistad eterna.

Verus amicus rara avis. Habia resultado ser mas cierto de lo que ella se imaginaba.

Se dirigio a la puerta y la abrio con cuidado. Efectivamente, habia alli una pila de ropa doblada. Se agacho con la rapidez que le permitia su dolorido cuerpo, cogio la pila y cerro la puerta. Luego echo el pestillo.

La ropa interior era nueva. Aun tenia las etiquetas. Se anoto el considerado gesto antes de ponerse las braguitas y el sosten. El pantalon vaquero tambien parecia nuevo y le sentaba como un guante. Cuando se puso el jersey de cachemira azul palido, con cuello de pico, sintio pinchazos en las munecas.

Permanecio mirandose en el espejo. El sistema de ventilacion habia eliminado ya la mayor parte de la humedad y la temperatura de la habitacion ya habia descendido varios grados desde que salio de la ducha cinco minutos antes. Por una vieja costumbre, penso por un momento en maquillarse. Junto al lavabo, habia una caja japonesa abierta y llena de cosmeticos.

Rechazo la idea. Todavia tenia la boca hinchada y la grieta del labio inferior tendria una pinta horrible con pintalabios.

Muchos anos antes, durante el primer periodo como presidente de Bill Clinton, Hillary Rodham Clinton habia invitado a Helen Bentley a almorzar. Era la primera vez que se veian en «circunstancias mas personales». Helen recordaba perfectamente lo nerviosa que se habia puesto. Hacia solo unas semanas que habia asumido su cargo como senadora y ya tenia suficiente quehacer con aprender los usos y las costumbres que una insignificante y joven senadora tenia que dominar para sobrevivir mas de unas horas en Capitol Hill. El almuerzo con la primera dama fue de ensueno. Hillary era tan cercana, atenta e interesante como sostenian sus mayores partidarios. La arrogancia, frialdad y caracter calculador que le atribuian sus detractores estaban completamente ausentes. Era evidente que queria algo, todo el mundo en Washington siempre queria algo, pero ante todo, Helen Bentley tuvo la sensacion de que Hillary Rodham Clinton queria su bien. Queria que se sintiera segura en su nueva vida. Si la senadora Bentley era ademas tan amable de leer un documento que trataba sobre una reforma sanitaria para mejorar las condiciones del norteamericano medio, la primera dama se pondria muy contenta.

Helen Bentley lo recordaba perfectamente.

Cuando se levantaron despues de la comida, Hillary Clinton miro discretamente el reloj, le dio un beso formal en la mejilla y le estrecho la mano.

– Una cosa mas -dijo sin soltarle la mano-. En este mundo no se puede confiar en nadie, salvo en una persona: en tu marido. Mientras sea tu marido, es el unico que siempre quiere lo mejor para ti. El unico en quien puedes confiar. No lo olvides nunca.

Helen nunca lo habia olvidado.

El 19 de agosto de 1998, Bill Clinton admitio haber enganado a todo el mundo, incluida su esposa. Un par de semanas mas tarde, Helen se encontro por casualidad con Hillary Clinton, en un pasillo del ala oeste de la Casa Blanca. La primera dama acababa de volver de Martha's Vineyard, donde la familia se habia refugiado durante aquella epoca terrible. Se habia detenido, habia cogido su mano y la habia estrechado entre las suyas, igual que durante su primer encuentro muchos anos antes. A Helen no se le ocurrio otra cosa que decir:

– I'm sorry, Hillary. I'm trully sorry for you and Chelsea.

La senora Clinton no dijo nada. Tenia los ojos enrojecidos y la boca le temblaba. Se forzo a sonreir, asintio con la cabeza y solto su mano, antes de seguir su camino, erguida y orgullosa, con una mirada que se enfrentaba a cualquiera que se atreviera a mirarla.

Helen Lardahl Bentley nunca habia olvidado el consejo de la esposa del presidente, pero no lo habia seguido. Helen no podia vivir sin confiar en nadie. Y desde luego no podia embarcarse en el largo camino hacia la presidencia de Estados Unidos sin confiar plenamente en un punado de colaboradores, un grupo exclusivo de buenos amigos que querian su bien.

Warren Scifford habia sido uno de ellos.

Siempre le habia creido. Pero mentia. La habia traicionado y la mentira era mas grande que ella misma.

Porque no deberia saber lo que decia en la carta que sabian los troyanos. Nadie lo sabia. Ni siquiera

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