Yngvar se paso el dedo por el puente de la nariz; esa nariz recta y bien formada, cuyas fosas nasales se ponian a vibrar las raras veces que se enfadaba de verdad.

– En este pais, dia si dia no, se mata a gente, lo que me subleva, lo que me da… miedo… -Sorprendido por sus propias palabras, se quedo un poco aturdido antes de repetir-: Miedo. Tengo miedo, Inger Johanne. De estos casos no entiendo ni una palabra. Hay tantos rasgos comunes entre los dos que lo unico en lo que pienso es…

– Cuando caera la proxima victima -le auxilio Inger Johanne cuando tampoco esta vez Yngvar consiguio acabar la frase.

– Si. Y por eso te estoy pidiendo ayuda. Ya se que es mucho pedir. Ya se que tienes mas que suficiente con Kristiane y Ragnhild y tu madre y la casa y…

– ?Ok!

– ?Que?

– Vale. Vere lo que consigo hacer. -Inger Johanne tenia un aire decidido.

– ?Lo estas diciendo en serio?

– Si. Pero entonces voy a necesitar todos los datos. De los dos casos. Y una cosa tiene que quedar clara desde el principio: me puedo retirar en cualquier momento.

– En cualquier momento -asintio el con decision-. Quieres que…, puedo cogerme un taxi al trabajo y…

– Son casi las diez y media.

La risa de ella sono docil. Pero no dejaba de ser una risa, penso Yngvar. Escruto su cara buscando algun signo de irritacion: un temblor en el labio inferior, algun musculo que lanzara sombra sobre los pomulos. No vio mas que dos hoyuelos y un largo bostezo.

– Voy a echar un vistazo a las ninas -dijo ella.

Yngvar amaba su manera de caminar. Estaba delgada sin ser enjuta. Incluso ahora, a pocas semanas del parto, se movia con la ligereza de un chico y lo obligaba a sonreir. Tenia las caderas estrechas, los hombros rectos. Cuando se inclino sobre Ragnhild, el cabello le cayo sobre la cara, suave y enredado. Se lo coloco detras de la oreja y dijo algo. Ragnhild roncaba ligeramente.

Yngvar la siguio hasta el cuarto de Kristiane. Ella abrio la puerta con cuidado. La nina dormia con la cabeza en la parte de los pies, con el cuerpo encima del edredon y tapada con el edredon de plumas. La respiracion era constante. Un suave olor a sueno y a ropa limpia llenaba la habitacion, Yngvar cogio a Inger Johanne entre sus brazos.

– Por lo menos ha funcionado -susurro ella, Yngvar noto que sonreia al decirlo-. La magia ha funcionado.

– Gracias -susurro el.

– ?Por que?

Inger Johanne se quedo de pie en silencio. Yngvar no la soltaba. La inquietud que llevaba toda la tarde reprimiendo la embargo. La empezo a sentir cuando Yngvar la llamo sobre la una y le explico brevemente por telefono por que iba a llegar tan tarde a casa. Siempre estaba muy inquieta. Por las ninas, por la madre que, tras el tercer infarto del padre, habia empezado a hacer tonterias y ya no siempre sabia que dia era, por la investigacion a la que ya no sabia si queria volver. Por la hipoteca y por los frenos del coche. Por la ligereza de Isak a la hora de poner limites y por la guerra en el Proximo Oriente. Siempre habia algo por lo que preocuparse. Esa tarde habia estado hojeando uno de sus infinitos libros medicos, para averiguar si las manchas blancas en las paletas de Kristiane podian ser sintoma de un exceso de leche o de algun otro tipo de desorden alimenticio. La preocupacion, la mala conciencia y la sensacion de quedarse corta constituian ya un estado cotidiano con el que se habia acostumbrado a convivir.

Y sin embargo, esto era otra cosa.

En la penumbra, con el calor de Yngvar en la espalda y la respiracion apenas audible del bebe dormido como recordatorios de lo cotidiano y seguro, le resultaba imposible describir la incomodidad que sentia, la sensacion de saber algo que no tenia fuerzas de recordar.

– ?Que pasa? -susurro Yngvar.

– Nada -dijo ella en voz baja, y cerro con cuidado la puerta del dormitorio.

Hacia muchos anos que no se aventuraba a tomar un cafe en un avion. En esta ocasion, sin embargo, habia sentido un aroma tan exquisito extendiendose por la cabina que por un momento se habia preguntado si habria un barista a bordo.

El auxiliar de vuelo responsable de su fila de asientos debia de pesar mas de cien kilos. Sudaba como un cerdo. Normalmente le hubieran irritado las repulsivas manchas de sudor que se formaban sobre la tela clara de su camisa. Ella no tenia ningun problema con los auxiliares de vuelo varones. Pero, a decir verdad, eran preferibles los que eran un poco femeninos, pensaba la robusta mujer que ahora estaba mirando hacia el sudeste, de pie ante su ventana panoramica en la loma sobre Villefranche. Por lo general, los auxiliares de vuelo en pantalones ostentaban un poco de pluma en la muneca, y ademas elegian una locion de afeitar que recordaba mas a un ligero perfume de primavera que a una colonia de hombre. Este gorrino de pelo rojizo constituia, por tanto, una excepcion. Normalmente lo hubiera ignorado. Pero el olor a cafe la habia conquistado completamente. Tres veces habia pedido que le rellenaran la taza, sonriendo.

Ahora tambien el vino le sabia bien.

Con el tiempo habia descubierto que el precio que ponia el Monopolio Estatal de Alcohol al vino -despues de que el producto fuera transportado cuidadosamente a Noruega en un proceso que presumiblemente lo encarecia-, en realidad, era el mismo que en cualquiera de las vinaterias del casco antiguo de Villefranche. Incomprensible, se decia, pero completamente cierto. Por la tarde habia abierto una botella de veinticinco euros y bebido una sola copa. No recordaba haber probado un vino mejor. El senor de la tienda le habia asegurado que aguantaba un par de dias con la botella abierta. Esperaba que tuviera razon.

Todos estos anos, pensaba acariciandose el pelo. Todos estos proyectos que nunca le daban mas que dinero e incomodidades. Todo este conocimiento que no se usaba mas que para satisfacer a los demas.

Esta manana habia sentido puntadas de invierno en el aire, febrero era el mes mas frio en la Riviera. El mar ya no presentaba un tono azul oscuro, sino gris y con la espuma sucia. Ella paseaba por las playas constantemente, disfrutando de su soledad. Por fin la mayoria de los arboles se habian quedado, sin hojas. Solo alguna que otra conifera perenne emergia en verde musgo a lo largo de los caminos. Incluso el sendero hacia Saint Jean, donde normalmente los ninos, impecablemente vestidos y acompanados por sus escualidas madres y sus forrados padres, rompian con sus gritos cualquier forma de idilio, estaba desierto y sin gente. Se detenia con frecuencia. De vez en cuando encendia un cigarrillo, a pesar de que hacia anos que habia dejado de fumar. Un vago sabor a alquitran se le adheria a la lengua. Le gustaba.

Habia empezado a deambular. La inquietud que llevaba martirizandola desde que tenia memoria le parecia ahora diferente. Era como si por fin se hubiera agarrado a si misma, agarrado a una existencia en la que llevaba demasiado tiempo viviendo en un vacio de espera. Habia desperdiciado anos de su vida esperando lo que nunca ocurre, pensaba alli de pie ante la ventana, mientras apoyaba la palma de la mano contra el frio cristal.

– Esperando que las cosas ocurran sin mas -susurro, y vio el fogonazo gris de su respiracion sobre el vidrio.

Seguia sintiendo la desazon, la vaga tension en el cuerpo. Pero mientras antes la inquietud la habia arrastrado hacia abajo, ahora sentia un miedo que le insuflaba vida.

– Miedo -susurro satisfecha, y dejo que la palma de la mano acariciara pegajosamente la copa.

Habia elegido la palabra concienzudamente. Lo que ella sentia era un miedo sano, alerta y arrebatador. Era como estar enamorado, se imaginaba ella.

Pero si antes se deprimia sin llegar a llorar, y se cansaba sin llegar a dormir, ahora percibia su propia existencia con tanta fuerza que se echaba a reir cada dos por tres. Dormia bien, aunque con frecuencia la despertaba un sentimiento que facilmente se podria confundir con… la felicidad.

Habia elegido la palabra felicidad, a pesar de que por ahora le quedaba grande.

Seguro que habia quien la llamaria solitaria. De eso estaba convencida, pero le importaba poco. Ay, si todos aquellos que creian que la conocian, y que sabian a lo que se dedicaba, hubieran tenido la mas ligera idea… Muchos de ellos se dejaban cegar por el exito, a pesar de que vivia en un pais en el que la humildad era virtud y la soberbia el mas mortal de todos los pecados mortales.

Una furia indeterminada y extrana surgio en ella. Se le puso la piel de gallina y se acaricio el brazo izquierdo

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