de la pequena capilla que el propio Cocteau habia decorado. Cobraban por entrar. Por eso solo habia visto los frescos de refilon. Fue en navidades, cuando, en un ataque de nostalgia de dia festivo, habia querido pasarse por una «casa de Dios». La iglesia de Saint Michel, que estaba sobre la colina, se le hizo insoportable con su kitsch catolico y el murmullo sermonero del cura. Habia reculado.

Pero pagar por encontrarse con un Dios en el que nunca habia creido era aun peor. Le habian entrado ganas de recordarle el ataque de colera de Jesus en el templo a la mujerona gorda apostada en la puerta de la capilla de Cocteau. La rancia senora estaba sentada tras una mesa llena de suvenires vulgares a precios desorbitados. Para su disgusto, sus conocimientos de frances no daban mas que para maldecir a media voz.

Era ya tarde, aquel viernes 13 de febrero. Los danos ocasionados por la marea viva aquella tarde eran considerables. El mar habia destrozado las cristaleras de los restaurantes a lo largo del paseo maritimo. Hombres jovenes en camisa blanca corrian de aca para alla tiritando y cargando con planchas de contrachapado que, con escasa maestria, clavaban ante las ventanas como resguardo provisional contra el viento y las inclemencias del tiempo. Las sillas estaban hechas anicos. Una mesa flotaba a algunos metros del borde del muelle. La mayor parte de los barcos de la bahia se mecian amarrados y habian aguantado la tormenta. Peor les habia ido a las cuatro o cinco lanchas que habian estado en el embarcadero. En el mar inquieto y negruzco solo se vislumbraban restos de madera y de cuerda a la deriva.

Se inclino sobre Jean Cocteau y penso de nuevo: «La maldad es una ilusion».

Su medio de vida era el reves de las personas. Nunca hacia chapuzas. Todo lo contrario. Sabia mas sobre la traicion, la malicia y la vileza del alma que la mayoria de la gente.

En su tiempo, de algun modo se enorgullecia de ello.

Al principio, hacia diecinueve anos, cuando todavia estaba en la veintena y habia descubierto lo facil que le resultaba todo aquello, el sorprendente talento oculto al que podia sacar partido, de vez en cuando habia sentido emocion. Entusiasmo. Alegria, incluso. Al menos le parecia recordarlo asi. Ni siquiera le amargaban los anos de estudios a los que no les iba a sacar ningun partido, la perseverancia despilfarrada en la universidad con el unico proposito de hacer que pasara el tiempo. Todo ello un esfuerzo inutil, se daba cuenta, pero nada de eso tuvo la menor importancia cuando, a los veintiseis anos, encontro su estante en la vida.

La expresion le habia hecho sonreir.

Una noche de marzo de 1985, estaba sentada ante un extracto de su cuenta bancaria, con una jarra de cerveza en la mano. Intentaba representarse su propio estante, aquel lugar de residencia unico de una estanteria imaginaria de la pared de la vida. Al parecer este estante iba a hacer de ella algo especial y valioso, algo completamente particular. La gastada metafora la habia hecho reir en alto e imaginarse masas de gente buscando su sitio, gateando a la caza de una superficie libre.

El mar estaba ahora mas tranquilo. En el aire no hacia mas de un par de grados, que desaparecian en las rafagas de viento que seguian entrando por el sur. Los chicos en camisa habian cubierto los peores agujeros y era evidente que ya no les quedaban fuerzas para mas. Una pareja joven vestida de oscuro se aproximaba a ella. Cuando se cruzaron, se rieron y cuchichearon entre ellos. Ella se volvio hacia la pareja y siguio con la mirada su torpe avanzar sobre los resbaladizos adoquines hasta que desaparecieron en la oscuridad.

Parecian noruegos. El llevaba mochila.

Por suerte hacia doce anos que no la fotografiaban. Exactamente doce anos. Entonces estaba mas delgada. Mucho mas delgada, y llevaba el pelo largo. La fotografia, a la que de vez en cuando le echaba un vistazo por pura equivocacion, era el retrato de otra persona. Asi debia pensar. Ahora llevaba gafas. El pelo largo ya no le quedaba bien. El espejo le permitia ver como la vida se habia atornillado sin piedad a lo que una vez fue un rostro normal. La nariz, que tambien entonces era pequena, ahora parecia un boton. Los ojos, que nunca habian sido grandes, pero por lo menos eran marrones y, por lo tanto, no exactamente iguales a los de todo el mundo nordico, ahora casi desaparecian tras las gafas y un flequillo demasiado largo.

La representacion de lo unico era un engano.

Las personas eran tan jodidamente iguales.

No sabia cuando habia caido en la cuenta de la verdad. Probablemente la constatacion le habia llegado gradualmente, penso. Lo repetitivo de su trabajo a la larga la habia impacientado, aunque no sabria decir que era lo que querria cambiar. Por supuesto que cada plan era especial, todos y cada uno de los crimenes eran algo particular. Las circunstancias variaban y las victimas nunca eran iguales. Usaba sus fuerzas, nunca hacia chapuzas en el trabajo. Pero a pesar de todo no conseguia verlo como otra cosa que una serie enervante de repeticiones.

Ya no conseguia que pasara el tiempo.

Simplemente pasaba, por si mismo.

Hasta ahora, penso tomando aire.

Todos eran tan iguales.

El tiempo que las personas estaban tan empenadas en «llenar» era un concepto carente de contenido, creado para proporcionar un sentido enganoso a lo carente de razon: el estar en la vida.

La mujer se puso un gorro en la cabeza y empezo a subir lentamente las escaleras encerradas entre antiquisimas casas de piedra. Los estrechos callejones estaban anormalmente oscuros. Quiza la tormenta habia afectado a las lineas electricas.

A traves del estudio de la conducta humana, en algun momento habia comprendido que la consideracion, la solidaridad y la bondad no eran mas que expresiones vacias para los comportamientos deseados, que habian intentado fijarse alternativamente en las tablas de piedra de Dios, en las visiones eternas de los monjes, en las profecias de un arabe guerrero, en las ideas de los filosofos o en los cuentos de boca de un judio atormentado.

La maldad era lo verdaderamente humano, penso.

La maldad no era ni la obra del diablo ni la caida en el pecado ni el resultado dialectico de las necesidades materiales y la injusticia. A nadie se le ocurriria llamar malvada a la leona madre, cuando abandona a su cria enferma sin pensar ni un segundo en que su vastago se encamina hacia una dolorosa muerte sin cuidados. No se puede rastrear ningun reproche en la mencion de la zoologia del caiman macho, de como la atavica criatura se deshace de sus propios hijos con la certeza instintiva de que el habitat no tolera aun mas carga.

Se detuvo en el callejon de la misera puerta de Saint Michel. Por un momento vacilo. La respiracion se le habia acelerado con tantos escalones. Puso cuidadosamente la mano sobre el pomo de la puerta, antes de encogerse de hombros y seguir su camino. Era hora de volver a casa. La lluvia habia regresado; una fina y ligera humedad que se posaba sobre la piel como un vapor.

No tenia ningun sentido estigmatizar las conductas naturales, penso. Por eso los animales eran libres. Pero puesto que las personas acabarian exterminandose a si mismas si carecieran de cultura, de mandamientos, de prohibiciones y de amenazas de castigos correctivos, quiza de todos modos tuviera sentido estampar la marca de Cain en la frente de quienes rompen las normas y siguen los dictados de su propia naturaleza.

– Pero de todos modos no es maldad -susurro buscando aire en Place de la Paix.

La senal en forma de cruz de la pharmacie destellaba en verde vehemente contra la desierta cafeteria cerrada, al otro lado de la calle. Se detuvo ante las ventanas de la inmobiliaria.

Le dolian los muslos, un dolor bueno y vago, a pesar de que apenas habia subido mas de un par de cientos de escalones. Saboreo el sudor de su labio superior. Una ampolla en el talon izquierdo le escocia. Hacia mucho tiempo que no sentia el placer del esfuerzo fisico. Los debiles dolores le proporcionaban la sensacion de estar realmente presente. Elevo la cara hacia el cielo y sintio el agua de la lluvia caer por dentro del cuello del abrigo, por la nuca, sobre la piel; sintio como se le endurecian los pezones.

Todo habia cambiado. La propia vida habia adquirido un tacto, una intensidad concreta que nunca habia sentido antes. Por fin era unica.

Capitulo 7

La tarea era demasiado grande

Inger Johanne Vik arrugo la nariz a causa del te. Lo habia dejado demasiado tiempo y estaba muy amargo. Escupio de vuelta a la taza el liquido amarronado.

Вы читаете Crepusculo En Oslo
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату