como si la piel de la cara pesara un poco de mas.
Tampoco tenia importancia. La edad le conferia profundidad a sus analisis, pese a los muchos comentarios que le solicitaban y que ella hacia encantada. Ya no se trataba solo de los asesinatos en serie. Un espectaculo de desaparicion en el este del pais, un feo caso de violacion en Trondheim y un sensacional atraco a un banco en Stavanger; Wencke Bencke era la experta a quien todo el mundo estaba deseando escuchar.
Y habia sido el asesinato de Fiona Helle lo que lo habia desencadenado todo.
Wencke Bencke abrio el cajon en el que guardaba su nuevo maquillaje. No estaba acostumbrada a esas cosas. Se llevo la sombra de ojos tentativamente a las cortas pestanas.
No acerto.
Pensar en Fiona Helle siempre le hacia perder el pulso. Procuro respirar mas despacio y abrio el grifo. El agua fria sobre las munecas hizo que se le aclarara la cabeza.
En realidad no se habia alegrado cuando leyo acerca del crimen, parecia que hacia ya una eternidad. El sentimiento que tuvo entonces fue mas bien de furia dirigida contra la victima. Recordaba aquella noche con extrana nitidez. Era un miercoles de enero. El aire olia a asfalto, una cuadrilla habia estado reparando la calle frente a su casa. Estaba intranquila, pero no era capaz de hacer otra cosa que deambular de silla en silla frente a la gran ventana panoramica con vistas a la bahia y al cabo Ferrat.
La deplorable linea de Internet casi le habia impedido navegar por las noticias de Noruega del dia. Cuando por fin consiguio conectarse, se quedo sentada toda la noche.
Ocurrio algo.
Si con anterioridad se habia irritado y alguna vez se habia sentido incluso provocada, en esta ocasion sintio una furia que lo absorbia todo.
Fiona Helle vendia el destino de los demas para conseguir su propio exito. El programa la afectaba a ella misma, a Wencke Bencke, porque jugaba con la biologia y con mentiras que habian durando toda la vida. Era sobre ella misma sobre quien escupia Fiona Helle cuando, a lo largo de su ligero programa de una hora de duracion, entretenia al publico a costa de los vulnerables suenos de la gente, los suenos de Wencke Bencke, tal y como fueron en algun momento, aunque ella nunca se hubiera atrevido a reconocerlo.
«Tengo que aprender a hacer esto, penso metiendo el cepillo de la sombra de ojos en el contenido grasiento y negro del cilindro plateado. Todavia no soy vieja. Me queda mucho por hacer y estoy en proceso de cambio. Ya no soy una observadora; ahora soy observada. Tengo que aprender a arreglarme».
Hacia diez anos, cuando su verdadera historia aparecio en un documento amarillento, ya estaba paralizada. Iba camino de volverse invisible. No pertenecia a ningun sitio. Nadie queria saber nada de ella; escribia libros que leia todo el mundo, pero que nadie queria reconocer. Su padre era un parasito, queria dinero, dinero y dinero. Su falsa madre apenas le dirigia la palabra y no entendia nada de lo que llamaba «las horribles historietas de Wencke».
Su autentica madre, la mujer que la pario con dolor y mas tarde murio, habria estado orgullosa de ella. La habria amado, a pesar de la pesadez de su cuerpo, de su cara poco agraciada y de un caracter cada vez mas cerrado.
Su madre habria colocado sus novelas en la estanteria del salon, y quizas hubiera hecho un libro de recortes.
No habia tenido fuerzas para averiguar nada mas. Wencke Bencke no sabia nada sobre la mujer que murio veinte minutos despues de que naciera la hija. En su lugar, empezo a llevar un archivo sobre otras personas. Se volvio mejor escritora.
Y cada vez era mas invisible.
El mundo ya no le incumbia, del mismo modo que ella ya no le incumbia al mundo.
Pero eso era entonces. No ahora.
No tenia sentido intentar maquillarse. Las manos parecian demasiado grandes; no estaban hechas al diminuto pincel de la cajita de la sombra de ojos. Ademas, el pintalabios era demasiado fuerte, demasiado rojo.
Olia mucho a asfalto, recordaba; aquella noche en Villefranche. Alquitran mojado y pegajoso, mezclado con el mar salado y la lluvia de la noche. Se acosto de madrugada, pero no lograba dormir. En su mente rondaba una idea que no conseguia apresar y que le llevo ocho dias comprender. Todos estos anos -habia pensado entonces-, todos los anos de trabajo sin descanso que no le habian proporcionado mas que dinero e incomodidades. Y de pronto estaba ahi, ante ella, como una nueva y brillante posibilidad. Todos los preparativos ya estaban hechos. No habia mas que empezar. La lengua de Fiona Helle habia sido sajada y empaquetada diligentemente. Wencke Bencke sonrio con frialdad al leerlo; despues rio furiosa y recordo otro caso, de otro mundo, seis anos antes. Recordo a un hombre de ojos intensos, energia extrema e historias fascinantes. Recordo como habia ido avanzando posiciones en el auditorio por cada conferencia, haciendo preguntas y sabias reflexiones. El se limitaba a sonreir huidizamente y se inclinaba sobre una morena mientras citaba a Longfellow y guinaba el ojo. Wencke Bencke le regalo un libro con una respetuosa dedicatoria. El se lo dejo sobre el escritorio. Por las noches lo seguia; iba a algun pub, montaba jarana y contaba historias rodeado de mujeres que se turnaban para llevarselo a casa.
Ya entonces ella era demasiado mayor. Ella era invisible y el presumia de Inger Johanne Vik.
Habia recordado todo esto y finalmente comprendio lo que iba a hacer. No queria seguir esperando lo que nunca iba a ocurrir. Queria convertirse en uno de los que hacen que todo suceda.
Lo habia conseguido.
Y ahora iba a aprender a maquillarse, mostrarse nueva. Bastaba con que no mirara demasiado hacia atras, con que no se alterara demasiado.
«?Olvida a Fiona Helle!»
Wencke Bencke cerro el cajon del bano y entro en el dormitorio. De camino iba recogiendo la ropa. Constantemente llegaban prendas nuevas al armario. Iba de compras con frecuencia, casi cada semana; ya no tenia miedo a pedirle consejos a las dependientas.
En el armario archivador del rincon descansaban las vidas de mas de cien personas. Paso la mano por una extremidad helada. Puso el dedo contra la cerradura. Apoyo el cuerpo sobre el solido peso del acero.
Las buenas y las malas costumbres de la gente, sus ritmos, deseos y necesidades fueron observados, analizados y catalogados. Wencke Bencke los conocia mejor de lo que ellos se conocian a si mismos; ella lo registraba fria y clinicamente. Sabia lo suficiente como para poder, camuflada ligeramente, quitarles la vida a mas de cien personas con la pluma y el papel. Conocia sus vidas de memoria. La soleada manana de enero que desperto en Villefranche y tomo la decision de llevar la ficcion a la realidad, tenia mucho material para elegir.
Sabia, tanto entonces como ahora, que tenia que hacerlo al azar. Victimas casuales era lo mas seguro. Pero la tentacion fue demasiado grande. Vibeke Heinerback siempre la habia irritado, aunque no comprendia exactamente por que. Lo mas importante era que podia pasar por racista. Todo tenia que encajar. Habia que darle a Inger Johanne la oportunidad de comprender. Si no tras el primer asesinato, al menos mas tarde.
Ademas, caeria Rudolf Fjord.
Era patetico.
Wencke Bencke abrio el armario de acero. Encontro una carpeta. Leyo. Le hizo sonreir lo bien que lo habia recordado todo, lo facil que era rememorar todo lo que habia visto y anotado.
Rudolf Fjord era repugnante. Nunca habria aguantado el foco de la policia. Si un caso no bastaba para hacerlo caer, habia suficientes mas que lo machacarian. Su archivo era casi tan extenso como el de Inger Johanne Vik. Durante un breve periodo de tiempo estuvo pensando en elegirlo como primera victima. Despues abandono la idea. Era demasiado sencillo. A Rudolf Fjord se le podia dejar caer solo.
El tiempo le dio la razon. Rudolf Fjord no aguanto la tormenta.
Wencke Bencke cerro la carpeta. Saco otra mucho mas fina.
Escruto el nombre, pero no la abrio. Un momento despues la coloco en su sitio y cerro el armario.
Vegard Krogh merecia morir. No queria ni pensar en el. Ya estaba muerto.
Wencke Bencke salio al salon. Ahora estaba mas ordenado, pero un ramo de flores, que llevaba demasiados dias alli, despedia un olor fuerte y desagradable; se lo habia dado la comision directiva de la Sociedad de Estudiantes despues de que participara en un debate sobre la castracion quimica.
Abrio la puerta de la terraza. El aire frio le acaricio la cara, dandole la sensacion de borrar las arrugas que acababa de estudiarse en la chillona luz ante el espejo.
Por alguna razon, no conseguia conciliarse con el hecho de haber sacrificado a la puta de Estocolmo.