Esta vez ella llego a pie. Aunque muchos habian dado comienzo a la temporada con algo de antelacion y Harwichport ya se habia llenado tanto de turistas desconocidos como de veraneantes habituales, el la reconocio inmediatamente. La mujer se acerco caminando por Atlantic Avenue, como si hubiera salido a hacer un recado. Cuando llego al aparcamiento que no tenia la vista al mar obstruida por casas ni setos, se detuvo y dirigio la mirada al sur, hacia el mar. Pero no se acerco a la valla. Llevaba gafas de sol y a el no le cupo la menor duda de que estaba mirando hacia su casa. Mirandolo a el.
Aksel Seier cerro la verja del jardin. El miedo estaba a punto de ceder el paso al enfado. Si ella queria algo, que tuviera los suficientes
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Aksel noto que estaba agarrando el martillo con mucha fuerza y opto por soltarlo. La herramienta cayo sobre las losas de pizarra del suelo con gran estrepito. El pulso le martilleaba los timpanos. El miedo le resultaba ahora tan extrano, tan ajeno al presente… Hacia anos que por fin habia conseguido superar ese panico indefinible que lo invadio por primera vez en una celda de prision preventiva en enero de 1957.
Habian pasado ya algunas semanas desde su detencion. Su madre se habia quitado la vida, y a Aksel no le habian dejado asistir al funeral. El viejo policia habia estado jugueteando con las llaves con la vista clavada en sus ojos. «Todo el mundo sabe que eres culpable -le habia asegurado. Las llaves chocaban contra la pared, una y otra vez-. No tienes ninguna posibilidad de salir absuelto. ?Por que no confiesas ya para paliar el dolor de los padres de la pequena Hedvik? ?No crees que han sufrido ya bastante los pobres?». El rostro del policia habia reflejado un profundo desprecio. El hombre se habia pasado la manga de la chaqueta por los ojos con decision, y en ese momento Aksel habia comprendido que todo estaba perdido. Mas tarde habia empezado a delirar, y le habian dado unos somniferos.
Aksel se convirtio en un ser noctambulo. Descansaba algunas horas por la tarde y luego, mientras los demas dormian, contaba las estrellas a traves de los barrotes. El miedo lo habia acompanado al apartamento en el que vivio, en ocho metros cuadrados desnudos, tras su inesperada puesta en libertad. Tambien lo acompano hasta el otro lado del oceano y lo atormentaba con asiduidad, hasta una manana de marzo de 1993. Aksel Seier se habia despertado a media manana, sorprendido de haber dormido de un tiron toda la noche. Por primera vez en treinta y seis anos, el policia del llavero y los ojos llorosos lo habia dejado en paz.
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La mujer se paro en seco, con aire vacilante. Aunque Aksel tenia el corazon en la garganta y serias dificultades para respirar con normalidad, se dio cuenta de que era guapa. Tenia un atractivo algo descuidado, como si en realidad le diera pereza causar buena impresion. Tendria algo mas de treinta anos y llevaba una ropa bastante asexuada. Vaqueros, un jersey rojo con cuello de pico y zapatillas deportivas. Aksel se percato de que inconscientemente la estaba estudiando, almacenando su imagen para uso posterior. Vio que tenia los ojos marrones cuando ella se acerco a el con paso inseguro y se cambio las gafas de sol por unas normales. Tenia el cabello oscuro, medio largo y con unas ondas que quiza se tornaban en rizos con la humedad. Aksel reparo en la finura de sus manos y la longitud de sus dedos cuando ella se los paso indecisa por el pelo. El se mordio la lengua.
– ?Aksel Seier?
El miedo amenazaba con ahogarlo. La mujer habia dicho «Aksel Seier» con una pronunciacion que no oia desde 1966. Ya nadie lo llamaba Aksel Seier, sino «Aksel
– ?Quien quiere saberlo? -se obligo a decir aun en ingles.
Ella le tendio la mano, pero el no se la estrecho.
– Me llamo Inger Johanne Vik. Soy investigadora y he venido para hacerle algunas preguntas sobre el juicio que se celebro contra usted, hace muchos anos, por una violacion y un infanticidio que no habia cometido. Si es que usted esta dispuesto, claro, si es que quiere hablar de ello ahora, despues de tantos anos.
Su mano seguia tendida hacia el. Habia cierta terquedad en el gesto que hizo que Aksel abriese la boca y aspirase a fondo antes de darle un apreton.
– ?ksel Sayer -dijo con un hilo de voz-. Asi me llamo ahora.
La senora algodon de azucar caminaba hacia ellos desde la playa. Rodeo la valla y bostezo sonora y ostensiblemente antes de exclamar:
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– Entra -le dijo Aksel a Inger Johanne y le dio la espalda al jersey rosa.
Inger Johanne no sabia que se habia esperado. Ciertamente habia visualizado de manera clara la figura de Aksel Seier, pero nunca habia intentado imaginar como vivia, que clase de existencia llevaba en Estados Unidos. Se quedo de pie en el umbral. El salon daba a una cocina abierta y estaba abarrotado de cosas. Aunque el mobiliario se reducia a una pequena mesa de centro situada ante un pequeno sofa y a una mesa de cocina muy rustica con una unica silla, no habia mucho espacio donde apoyar los pies. En un rincon habia un enorme perro que la hizo dar un respingo. Cuando lo miro con atencion cayo en la cuenta de que estaba tallado en madera, pelo a pelo, y de que los ojos amarillos eran de cristal. Del techo, en el rincon de enfrente, colgaba un mascaron de proa que representaba a una mujer de busto generoso, mirada ausente y labios de color rojo oscuro, casi morado. La cabellera amarillo dorado le caia sobre el firme cuerpo. La figura era demasiado grande para la habitacion. Daba la impresion de que se podia caer del techo en cualquier momento, en cuyo caso machacaria un ejercito de figuras que semejaban soldaditos de plomo y que estaban diseminadas sobre el suelo en un campo de batalla de mas de dos metros cuadrados. Inger Johanne dio un paso hacia el ejercito con mucho cuidado y se puso en cuclillas. Los soldados, cada uno con sus rasgos propios, eran de cristal, al igual que sus casacas azules diminutas, sus bayonetas, canones, sombreros y distinciones, y luchaban contra los soldados del Sur, vestidos de gris.
– Que… ?Que cosa tan increiblemente preciosa!
Inger Johanne se acerco uno de los generales a los ojos. Estaba comodamente montado sobre su caballo, a distancia segura de la batalla. Se le veian perfectamente los ojos azul claro con un atisbo de negro en las pupilas. Al caballo le salia espuma de la boca, y ella casi podia sentir el calor del animal sudado.
– ?Donde…? ?Lo ha hecho usted? ?Nunca en la vida habia visto nada parecido!
Aksel Seier no contesto. Inger Johanne oyo el entrechocar de cacerolas. El hombre se habia escondido tras el banco de la cocina.
– ?Cafe? -le pregunto con esfuerzo.
– No, gracias. Bueno, si… Si va a preparar de todos modos; si no, no hace falta que lo haga por mi.
– Una cerveza.
No sonaba como una pregunta.
– Si, gracias -respondio ella dudosa-. Me tomaria encantada una cerveza.
Aksel Seier se levanto y cerro la puerta del armario de una patada. Parecia aliviado. La nevera emitio un zumbido desganado cuando saco un par de latas. El enervante ruido languidecio en un suspiro. Los rayos de sol se colaban a traves de los cristales sucios y el polvo danzaba sobre las franjas de luz proyectadas en el suelo. Un gato salio de algun recoveco de la cocina. Maullo y se restrego contra las pantorrillas de Inger Johanne, para luego desaparecer por la gatera de la puerta. Junto al mascaron de proa, detras de los soldaditos, habia una barrica de pescador con los flejes oxidados. Sobre la tapa descansaba una muneca de plastico con ropa de lapon. Los colores, rojo, azul, amarillo y verde, que alguna vez habian sido vivos y claros, habian empalidecido hasta adquirir un manso tono pastel. La mirada vacia de la muneca estaba fija sobre la pared de enfrente, recubierta por un impresionante bordado, casi un tapiz. El motivo, figurativo en una esquina (representaba a un caballero medieval listo para un torneo, con su armadura y su lanza en alto), se transformaba gradualmente en la orgia de