el suelo, manejada por un hombre de piel oscura. Solo un control de seguridad permanecia abierto, sin que ella pudiese ver a nadie alli. Era como la escena de un film; una pelicula sobre el Dia del Juicio. Gardermoen tendria que haber estado repleto de vida, agobiante y hosco, atestado de viajeros impacientes y de empleados que nunca hacian ni una pizca mas que lo que debian.

El corazon le latia en la garganta; se dirigio resuelta al mostrador de SAS, que estaba al otro lado del vestibulo. Tampoco alli habia gente. Trago saliva varias veces y se enjugo el sudor frio de la cara con el brazo.

Una mujer de edad aparecio desde el cuarto trasero.

– ?Puedo ayudarla?

– Si, estoy aqui para buscar…

La mujer se sento al otro lado del mostrador. Tecleo su clave en el ordenador sin levantar la vista.

– Mi pareja debia haber aterrizado en el vuelo de Copenhague.

– ?Y el no ha aparecido?

– Ella. Es ella. Marianne Kleive.

La mujer del mostrador levanto la mirada, confundida, antes de volver el rostro a la normalidad y concentrarse otra vez en el teclado.

– Precisamente -dijo-. Ahora.

– Pero no ha aparecido. Estaba en Australia y debia hacer escalas en Tokio y en Copenhague. Me preguntaba si usted…, si usted podia verificar si ella estaba o no en el avion.

– No, lo lamento. No puedo darle ese tipo de informacion.

Quiza fuese el vacio amenazante del vestibulo enorme, o tal vez las noches sin sueno, o la incomprensible ansiedad que la habia turbado toda la semana. Podia tambien ser que supiese, muy dentro de si, que tenia toda la razon para dudar. En todo caso, la mujer del anorak rojo comenzo a llorar en publico por primera vez en su vida adulta.

En silencio, sin ruido, las lagrimas le caian por las mejillas, pasando por los hoyuelos a cada lado de la boca, tan profundos que aun ahora se percibian, para llegar al delgado menton. Despacio, en grandes gotas, cayeron sobre la madera clara del mostrador.

– ?Esta usted llorando?

Un asomo de simpatia cubrio los ojos de la mujer de SAS.

La mujer al otro lado del mostrador no le respondio.

– Escucheme -dijo bajando la voz-. Es tarde. Seguramente esta cansada. No hay nadie aqui y…

Echo una rapida mirada a su alrededor, hacia la puerta del cuarto trasero.

– ?Que vuelo, me dijo?

La mujer del anorak puso un papel doblado sobre el mostrador.

– Copia del plan de viaje -musito, y se paso las manos sobre el rostro.

No era posible ver la pantalla desde donde estaba. En su lugar, clavo la vista en los ojos de la mujer mayor. Se movian de arriba abajo, entre el teclado y la pantalla. De pronto la arruga sobre los ojos se volvio preocupada.

– Tenia el billete -dijo por ultimo-. Pero no estaba en el avion. Ella…

Las letras sonaban bajo los dedos que danzaban.

– Marianne Kleive tenia el billete, pero no cogio el avion.

– ?En Copenhague?

– No. En Sidney.

Era increible. No era posible. Marianne no hubiese dejado jamas, jamas, de avisarla si algo le hubiese impedido volver a casa. Ya hacia mas de treinta horas desde que el avion habia dejado suelo australiano, y en ese tiempo hubiera podido encontrar un telefono. Un ordenador conectado a Internet. O algun otro medio. Era imposible de entender.

– Un momento -dijo la mujer, y cogio otra vez la copia del billete.

La mujer del anorak tenia cuarenta y tres anos y se llamaba Synnove. El nombre le iba bien. Llevaba el cabello rubio trenzado, el rostro limpio, y podian habersele calculado diez anos menos. Habia escalado hasta estar a solo ciento cuarenta metros de la cima del monte Everest antes de verse obligada a regresar y habia circunnavegado el globo. Habia encontrado piratas no lejos de las islas Canarias y habia estado al borde de la muerte a raiz de un accidente de buceo en Stord. Synnove Hessel era una mujer que sabia pensar rapido y de forma constructiva, y muchas veces su resolucion habia salvado su vida y las de otros.

Ahora todo estaba en silencio. Totalmente en silencio.

– Lo siento -musito la mujer tras el mostrador-. Marianne Kleive tenia un billete para Sidney el domingo ultimo. Pero aqui veo que ella…

Cuando encontro la mirada de la otra mujer, sintio el golpe.

– Lo siento -repitio igual-. No viajo nunca. Marianne Kleive no utilizo su billete. No el de ida y vuelta a Sidney, en todo caso. Puede ser que haya viajado a otro lugar. Con otro billete, quiero decir.

Sin agradecer la ayuda amable y notoriamente antirreglamentaria, sin decir nada en absoluto, sin siquiera coger la copia del plan de viaje que ella no habia realizado nunca, Synnove Hessel se dio la vuelta frente al mostrador de informaciones de SAS y comenzo a correr a traves del vacio vestibulo de partida.

No tenia idea de adonde ir.

El hijo de la dicha

Ahi de pie y con la mano en el picaporte, Trude Hansen no recordaba hacia donde estaba yendo. Se bamboleo y se dio cuenta de que ya tenia suficiente como para llegar hasta manana. El alivio fue tan grande que le flaquearon las rodillas y tuvo que apoyarse en la pared en cuanto se solto.

Alli dentro olia cada vez peor.

Tenia que hacer algo con eso.

«Pronto», penso, y se tambaleo hacia la pequena sala. En la alcoba, un saco de dormir yacia sobre la cama sin hacer. A los pies, una imagen de Hello Kitty adornaba un bolsito rojo de tocador. Alguien le habia pintado colmillos y un parche de pirata sobre un ojo. Con manos que no le obedecian del todo, finalmente pudo coger la carterita y abrir la cremallera. Todo estaba bien.

Abastecida. Tres dosis.

Como habia hecho ya en incontables oportunidades, evaluo la posibilidad de usarlas todas de una vez. Con apatia, calculaba rutinariamente las posibilidades de que todo terminara si se inyectaba voluntariamente una sobredosis. Tan cierto como que siempre pensaba asi en las ocasiones en que tenia suficiente heroina como para considerar suicidarse, era que siempre descartaba la idea. Probablemente no moriria. Y cuando volviese en si, ya no le quedaria mas.

La idea de quedarse sin droga era peor que la de seguir viviendo.

Tomo el bolsito de tocador y negocio los pocos pasos hasta el sofa verde situado contra la pared. Estaba lleno de botellas de cerveza vacias del dia anterior. A alguien se le habia caido un cigarrillo durante la noche sobre uno de los almohadones; ella se quedo quieta por un momento mirando fijamente el gran circulo de la quemadura con un agujero negro en el centro.

Sobre el sofa colgaba la foto de la confirmacion de Runar.

Atrajo el retrato hacia si y se dejo caer sobre las botellas.

Runar la miraba fijamente desde la foto grande, enmarcada en paspartu y bordes dorados. Llevaba el cabello cortado como un jugador de hockey, con una permanente de rizos. El traje era azul pastel. La pequena corbata rosa. Habia lucido tan guapo, penso. Era su hermano mayor y el mas elegante de la iglesia ese dia. Despues, una vez que la ceremonia por fin termino y mama quiso volver a casa antes de que algunos de los otros padres comenzaran a preguntar por la fiesta, el la habia alzado con un solo brazo y asi la habia llevado hasta el autobus. Y eso que ella tenia nueve anos y estaba muy gorda.

Comieron alitas de pollo.

Mama, Runar y ella.

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