– ?No habra, por un casual…? -resoplaba-. ?No tendra por casualidad las matriculas del fin de semana pasado? ?Del sabado 29 de mayo?

E saco una hoja y se la entrego. En la esquina superior izquierda ponia «Sabado, 29 de mayo» y, a continuacion, siete matriculas de coches. ?Solo siete numeros!

– Bueno, se trata solo de los coches que aparcan -revelo E, emocionado-. No vale apuntar los coches que solo circulan por la calle.

Las manos del dentista temblaban. No sentia ninguna alegria por el hallazgo, solo una forma de satisfaccion postrada y apagada. Como cuando conseguia finalizar con exito una endodoncia sin que el paciente sufriera demasiado.

– ?Cree que podria anotarme estos numeros?

E estuvo dudando unos segundos, pero se encogio de hombros y se puso de pie.

– Vale.

Media hora mas tarde, ya estaba de vuelta en casa con una lista de siete matriculas de coche y un telefono ante el. Afortunadamente, Kristine se habia ido a la cabana, asi que disponia de mucho tiempo. Ahora se trataba solo de investigar cuales de estas matriculas pertenecian a coches rojos y quienes eran sus propietarios. Llamo a informacion y obtuvo el numero de telefono del Registro de Bienes Muebles de Bronnoysund, asi como el de cinco comisarias de la region Este de Noruega y se puso manos a la obra.

Estaba saliendo poco a poco del tremendo estado de shock que la habia embargado. Una paz ponderada y casi liberadora iba reemplazando al vacio que habia sentido. Tras concentrarse durante unos minutos para armarse de valor y salir de la Estacion Central con la total certeza de que el violador habia bajado al anden con su acompanante, se quedo de pie en la parada de los taxistas a contemplar la ciudad. Fue consciente, por primera vez desde hacia mas de una semana, en el tiempo. Llevaba demasiada ropa. Se quito el jersey y lo guardo en su bolso de bandolera. Se arrepintio de no haber traido la mochila, era mucho peso para un solo hombro.

Por una vez, no habia cola para coger un taxi. Todos los que salian de la estacion y no llevaban mucho equipaje hacian como ella. Se quedaban fascinados por el agradable calor de la calle despues de abandonar el vestibulo refrigerado, estiraban los brazos para atrapar el buen tiempo y decidian seguir andando el resto del camino. Vio a un conductor de piel oscura que se apoyaba en el capo de su coche y que estaba leyendo un periodico extranjero. Se acerco a el, le dio las senas de su padre y le pregunto cuanto creia que podia costar la carrera. «Aproximadamente, unas cien coronas», respondio. Le dio un billete de cien coronas y el bolso, y se aseguro de que habia entendido bien la direccion y le pidio que dejara el bolso debajo de la escalera.

– Es una casa blanca, grande y con las esquinas pintadas de verde -le indico, hablando por la ventanilla del copiloto mientras el conductor metia la primera marcha del coche.

Un brazo desnudo y velludo saludo por la ventana cuando el Mercedes doblo la esquina.

Acto seguido, empezo a caminar hacia el barrio de Homansbyen.

Odiaba profundamente a ese hombre. Desde que la destrozo aquel sabado por la noche, hacia una interminable semana, no habia sentido otra cosa que impotencia y pena. Habia deambulado por las calles durante horas en un torbellino de sentimientos que no conseguia ordenar. Dos dias atras, se habia colocado junto a las vias del metro, cerca de la estacion de Majorstua, a la altura de una curva a la salida de un tunel, invisible para todo el mundo, incluso para el conductor del tren. Habia permanecido tiesa escuchando la llegada de los vagones, a tan solo un metro de las vias. Cuando el conductor del metro aparecio en la boca del tunel, ella ni siquiera habia oido el estridente pitido. No se movio, imperterrita, aunque tampoco sopeso la idea de tirarse a las vias. El tren paso como una exhalacion y la rafaga fue tan potente que tuvo que dar un paso hacia atras para mantener el equilibrio. Aun asi, solo mediaron escasos centimetros entre su cara y el tren que retumbo a su paso.

No era ella quien no merecia vivir, sino el. Cuando llego a su apartamento, dudo unos segundos delante de la entrada, pero finalmente entro y cerro la puerta con llave.

El piso seguia como antes. Le parecio extrano que fuera tan agradable y acogedor, tan hogareno. Recorrio el piso, despacio, tocando todas sus cosas, acariciando todas sus pertenencias, y noto que una ligera capa de polvo lo cubria todo. A la luz del dia, fuerte y brillante, vio que las particulas de polvo bailaban una especie de danza de bienvenida por su regreso a casa. Abrio la nevera con cuidado y con mucho recelo. El olor era muy intenso. Tiro toda la comida caducada y podrida: un queso, dos tomates y un gelatinoso pepino. Dejo la bolsa de basura en la entrada para no olvidarla cuando se marchara.

La puerta del dormitorio estaba abierta. Vacilante, se acerco por el pasillo a la puerta que abria hacia fuera, es decir, hacia ella, cosa que le impedia ver el interior. Despues de meditar un rato, entro.

Se pregunto quien habia vuelto a poner los edredones en su sitio, cuidadosamente doblados, junto con las almohadas, al pie de la cama y contra los barrotes. La ropa de cama que ella misma retiro se habia evaporado. La estaban, sin duda, analizando.

Sin quererlo, sus ojos se posaron sobre las dos bolas de pino que adornaban el apice de las dos patas de la cama, situadas en las dos esquinas inferiores de esta. Incluso desde la puerta, podia entrever el reborde oscuro que habia provocado el alambre de acero atado a la pata. Ya no estaba. De hecho, no habia nada en aquel pequeno y encantador apartamento que fuera testigo de lo que ahi habia ocurrido el sabado 29 de mayo. Nada, salvo ella misma.

Tanteando, se sento en la cama. Reboto de un salto, tiro los edredones al suelo y clavo la mirada en el centro del colchon. Pero tampoco ahi aparecio nada de lo que ya sabia que estaba ahi desde antes; unas manchas reconocibles cuya procedencia conocia perfectamente. Volvio a sentarse.

Odiaba intensamente a aquel hombre. Un odio pleno y liberador, como una barra de acero a lo largo de toda la columna vertebral. No habia tenido esa sensacion hasta ese dia. Habia visto a aquel individuo caminar vivito y coleando, como si nada hubiese sucedido, como si su vida fuera solo una nimiedad que el habia arruinado un sabado por la noche cualquiera. Era una bendicion. Ahora tenia alguien a quien odiar.

Ya no era un monstruo abstracto al que era imposible poner cara. Hasta ahora no habia sido una persona, solo una dimension, un fenomeno. Algo que habia entrado en su vida para barrerlo todo, como un huracan de esos que suelen asolar el oeste del pais, o como un tumor cancerigeno; algo contra lo que era imposible escudarse, algo que alcanzaba a las personas de vez en cuando, pero de un modo totalmente indefectible y fuera de cualquier control.

Pero eso se acabo. Era un hombre, una persona que habia decidido inmiscuirse en su vida. Podia haberlo evitado, podia haber optado por no hacerlo, podia haber elegido a otra. Pero la eligio a ella. Los ojos bien abiertos, con todos los sentidos alerta y con plena conciencia.

El telefono estaba en el mismo lugar de siempre, encima de una mesa de pino al lado de un despertador y una novela policiaca. Sobre una balda a la altura del suelo, localizo el listin telefonico. Encontro facilmente el numero y pulso las ocho cifras. Cuando, tras muchos rodeos, creyo dar con el departamento en cuestion, consiguio hablar con una senora muy amable.

– Buenos dias, mi nombre es… Me llamo Sunniva Kristoffersen -dijo, presentandose-. Estuve en la Estacion del Este, no, quiero decir en la Estacion Central, hoy. Tuve un ligero percance y uno de sus empleados que andaba por ahi me presto su ayuda con muchisima amabilidad, a eso de las 10.30. Alto, con muy buena presencia, muy ancho de espaldas, el pelo claro y el flequillo un poco despoblado. Me gustaria tanto agradecerselo, pero me olvide de preguntarle el nombre. ?Tiene una idea de quien puede ser?

La empleada lo identifico enseguida. Le proporciono un nombre y le pregunto si queria dejar algun mensaje.

– No, gracias -contesto apresuradamente Kristine-. Creo que le enviare unas flores.

Finn Haverstad habia acudido hacia unos anos a una fiesta en la cual conocio a un reportero del Dagsrevyen, el informativo de la cadena publica danesa. Era una persona notoria, galardonada con el Narvesenprisen por la investigacion que emprendio, en busca y captura de un armador que habia robado y actuado fraudulentamente con bonos del Estado. El hombre habia sido amable, y el dentista habia disfrutado de su conversacion. Tenia una idea preconcebida muy imprecisa acerca de su labor: creia que ese tipo de periodismo de investigacion se basaba en encuentros furtivos y reuniones secretas, a altas horas de la madrugada. El reportero fortachon se habia reido cuando le habia preguntado si era asi.

– ?El telefono! ?El noventa por ciento de mi trabajo se basa en conversaciones telefonicas!

Ahora empezaba a entenderlo. Es increible todo lo que uno podia conseguir con el genial invento de Bell. En el

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