– No se. El agua de las cantimploras tiene cierto regusto. A cerrado, pero no esta mal, esa agua no se parece a ninguna otra.
Ahh.
El 10 de abril, contra todos los pronosticos, el nuevo numero del
Para el
No asi el
«Una nueva aventura imperial», dijeron. Mas muertos y heridos, mas dinero, todo por la demencial competencia de Mussolini con Adolf Hitler, quien, el 19 de marzo, tomo el puerto de Memel enviando una carta certificada al gobierno lituano y a continuacion entro en el en un buque de guerra aleman, ante los objetivos de las camaras de los noticiarios y los destellos de los flashes. «Con todo descaro», como gustaba de decir Hitler con esa jactancia que tanto enfurecia a Mussolini.
Pero, por si no se enfurecia, ya se encargaba el
Ya hacia tres semanas que Weisz habia vuelto de Berlin, y tenia que llamar a Veronique. Por informal que hubiese sido la aventura, no podia desaparecer sin mas. Asi que un jueves por la tarde la llamo y le pidio que se reuniera con el, despues del trabajo, en un cafe cercano a la galeria. Ella lo supo. De alguna manera lo supo. Y, como buena guerrera parisina, nunca la vio tan guapa ni tan dulce. El cabello suave y sencillo, los ojos poco maquillados, la blusa cayendo con delicadeza sobre sus pechos, con un perfume nuevo, agradable, nada sofisticado, aplicado con generosidad. Tres semanas de ausencia y un encuentro en un cafe tornaban las palabras practicamente innecesarias, pero la educacion exigia una disculpa.
– He conocido a alguien -explico el-. Creo que va en serio.
No hubo lagrimas, tan solo que lo echaria de menos, y el se dio cuenta, en ese preciso instante, de lo mucho que ella le gustaba, de lo bien que se lo habian pasado juntos, en la cama y fuera.
– ?Alguien a quien conociste en Berlin, Carlo?
– Alguien a quien conoci hace mucho tiempo.
– ?Una segunda oportunidad? -quiso saber ella.
– Si.
– Que extrano, lo de la segunda oportunidad. -«No la esperes en mi caso.»
– Te echare de menos -aseguro el.
– Que amable por tu parte.
– Es verdad, no lo digo por decir.
Una sonrisa melancolica, una ceja enarcada.
– ?Puedo llamarte alguna vez para ver como te va?
Veronique apoyo una mano, tambien suave y calida, en la suya, como diciendole lo burro que acababa de ser, se puso en pie y pregunto:
– ?Mi abrigo?
Weisz la ayudo a ponerse el abrigo, ella dio media vuelta, se solto el pelo para que cayera adecuadamente por el cuello de la prenda, se puso de puntillas para darle un beso seco en los labios y, las manos en los bolsillos, salio por la puerta. Cuando, mas tarde, el se marcho del cafe, la mujer que habia tras la caja registradora tambien le lanzo una sonrisa melancolica y enarco una ceja.
Al dia siguiente se obligo a enfrentarse a la lista que habia sacado de Berlin. Tras salir de la oficina para almorzar, hizo un interminable viaje en metro que lo llevo hasta la Porte de Clignancourt, deambulo por el mercadillo y compro una maleta: de cuna humilde -carton forrado de piel sintetica-, habia llevado una vida larga y dura, tenia en el asa una etiqueta de la consigna de la estacion de trenes de Odessa.
Una vez hecho eso, anduvo y anduvo, pasando ante puestos de muebles enormes y percheros de ropa vieja, hasta que, finalmente, encontro a un anciano con barba de chivo y una docena de maquinas de escribir. Las probo todas, incluso la Mignon roja portatil, y termino escogiendo una Remington con teclado frances, «azerty», regateo un tanto, la metio en la maleta, la dejo en el hotel y volvio a la oficina.
Lo del espionaje requeria sus horas. Despues de pasar la tarde con Ferrara -el transporte de tropas a Etiopia, los recelos de un oficial companero suyo-, Weisz regreso al Dauphine, saco el listado de su escondite, bajo el cajon inferior del armario, y se puso a trabajar. Pasar aquello era un toston, a la vieja cinta apenas le quedaba tinta, y tenia que hacerlo dos veces. Cogio dos sobres, uno para el ministerio de Asuntos Exteriores frances y el otro para la embajada britanica, les puso los sellos y se tumbo en la cama. Sabrian lo que habia hecho -teclado frances, dieresis escritas a mano, envio urbano-, pero a Weisz le daba un poco igual, llegados a ese punto, lo que hicieran con ello. Lo que si le preocupaba era mantener la palabra que le habia dado al hombre del parque, si aun seguia vivo y, sobre todo, si no era asi.
Cuando acabo era muy tarde, pero queria zanjar de una vez por todas aquel asunto, asi que quemo la lista, arrojo las cenizas por el retrete y se dispuso a deshacerse de la maquina de escribir. Maleta en mano, bajo las escaleras y salio a la calle. Librarse de una maleta resulto mas complicado de lo que pensaba: habia gente por todas partes, y lo ultimo que le apetecia era que algun frances saliera corriendo en pos de el, agitando los brazos y gritando: «?Monsieur!» Al rato dio con un callejon desierto, dejo la maleta junto a una pared y se alejo.
14 de abril, 3:30. Weisz estaba en la esquina de la rue Dauphine que daba al Sena, esperando a Salamone. Y esperando. Y ahora ?que? La culpa era de ese maldito Renault viejo y malo. ?Por que nadie en su mundo tenia nunca nada nuevo? En sus vidas todo estaba gastado y estropeado, hacia tiempo que ya nada funcionaba. «Que le den por el culo a todo esto -penso-, me marchare a America», donde volveria a ser pobre en medio de la riqueza. Lo de siempre para los inmigrantes italianos: la famosa postal a Italia que decia: «No solo las calles no estan asfaltadas con oro, sino que no estan asfaltadas, y se supone que hemos de asfaltarlas nosotros.»
El hilo de sus pensamientos se vio interrumpido por el carraspeo del motor del coche de Salamone. Un faro ilumino la oscuridad. Tras abrir la portezuela empujando con el hombro, Salamone dijo a modo de saludo:
–
Si, lo tenia, el
– Y ahora ese