– Siguen a lo suyo.

– Eso creo.

– Porque, bueno, se acuerda de lo que le conte, ?no?

– Que les vendio un fusil, una carabina, que habia robado.

– Si, senor. No mentia.

– ?Y?

– Bueno, que siguen alli. Vendiendo verdura.

– Estamos investigando. ?No ira a decirme ahora como hacer mi trabajo?

– ?Teniente! ?Jamas! Es solo que, en fin, me extrana.

– Pues no se extrane, no es bueno para usted.

El propio DeFranco no estaba seguro de por que habia desdenado esa informacion. Si se ponia a ello probablemente diera con el fusil y arrestara a los hermanos Cuozzo, unos hombrecillos avinagrados y pendencieros que trabajaban de sol a sol. Pero no lo habia hecho. ?Por que no? Porque no estaba seguro de lo que se proponian. Dudaba que pretendieran utilizarlo para saldar alguna disputa latente, dudaba que quisieran revenderlo. Era otra cosa. Tenia entendido que siempre andaban quejandose del gobierno. ?Serian tan estupidos como para instigar un levantamiento armado? ?Podria suceder tal cosa?

Tal vez. Estaba claro que habia una oposicion feroz. Solo palabras, por el momento, pero eso podia cambiar. No habia mas que ver a los del Liberazione, ?que era lo que decian? «Resistid. No os rindais.» Y esos no eran simples verduleros cabreados, antes de Mussolini eran gente importante, respetable. Abogados, profesores, periodistas. Uno no llegaba a esas profesiones pidiendo un deseo a una estrella. Con el tiempo era posible que se impusieran. Ellos sin duda lo creian. ?Con armas? Tal vez, dependiendo de como marchara el mundo. Si Mussolini cambiaba de bando y los alemanes se presentaban en casa, lo mejor seria contar con un fusil. Asi que, por el momento, que los hermanos Cuozzo lo conservaran. «Espera a ver -penso-. Espera a ver.»

EL PACTO DE ACERO

20 de abril de 1939.

– Il faut en finir.

«Esto tiene que terminar.» Eso dijo el cliente que ocupaba la silla contigua a la de Weisz en la barberia de Perini, en la rue Mabillon. No se referia a la lluvia, sino a la politica, una opinion generalizada esa primavera. Weisz lo oyo en Mere no se que o Chez no se cuantos, se lo oyo a madame Rigaud, propietaria del Hotel Dauphine, y a una mujer de aspecto digno que hablaba con su companero en el cafe de Weisz. A los parisinos se les habia agriado el humor. Las noticias nunca eran buenas, Hitler no se detenia. «Il faut en finir», cierto, aunque la naturaleza de ese final, algo tipicamente galo, era criptica: Alguien ha de hacer algo, y estaban hartos de esperar.

– Esto no puede seguir asi -apunto el de la silla de al lado. Perini sostuvo en alto un espejo para que el hombre, volviendose a izquierda y derecha, pudiera verse por detras la cabeza-. Si -aseguro-, me gusta. -Perini le hizo una senal al limpiabotas, que le llevo al hombre el baston y luego lo ayudo a bajarse trabajosamente del asiento-. La ultima vez me cogieron -les dijo a los de la barberia-, pero tendremos que pasar por ello otra vez.

Con un susurro compasivo, Perini solto el batin protector que el cliente llevaba sujeto al cuello, lo retiro con un movimiento preciso, se lo entrego al limpiabotas y, acto seguido, agarro un cepillo y le dio un buen repaso al traje del cliente.

Era el turno de Weisz. Perini reclino la silla, agarro con destreza una toalla humeante del calentador y envolvio con ella el rostro de Weisz.

– ?Lo de siempre, signor Weisz?

– Si. Solo recortar, no demasiado -puntualizo este, la voz amortiguada por la toalla.

– ?Y un buen afeitado?

– Si, por favor.

Weisz esperaba que el hombre del baston estuviese equivocado, pero temia que no fuera asi. La ultima guerra habia sido un autentico infierno para los franceses, carniceria tras carniceria hasta que las tropas no pudieron soportarlo mas: se registraron sesenta y ocho amotinamientos en las ciento doce divisiones francesas. Intento relajarse, el calor humedo abriendose paso por su piel. Detras, en alguna parte, Perini canturreaba una opera, satisfecho con el mundo de su establecimiento, convencido de que nada lo cambiaria.

El dia veintiuno recibio una llamada en Reuters.

– Carlo, soy yo, Veronique.

– Conozco tu voz, carino -repuso Weisz con dulzura.

Le sorprendia que lo llamase. Hacia unos diez dias mas o menos que lo habian dejado, y suponia que no volveria a saber de ella.

– Tengo que verte -pidio-. Inmediatamente.

?De que iba aquello? ?Lo queria? ?No podia soportar que la hubiese dejado? ?Veronique? No, esa no era la voz del amor perdido, algo la habia asustado.

– ?Que ocurre? -pregunto el con cautela.

– Por telefono no, por favor. No me obligues a contartelo.

– ?Estas en la galeria?

– Si. Perdoname por…

– No pasa nada, no te disculpes, estare ahi en unos minutos.

Al pasar ante el despacho de Delahanty, este alzo la cabeza, pero no dijo nada.

Cuando Weisz abrio la puerta de la galeria oyo un taconeo en el pulido suelo.

– Carlo -dijo ella.

Dudo: ?le daba un abrazo? No, un leve beso en cada mejilla, luego un paso atras. Era una Veronique desconocida: tensa, inquieta y un tanto vacilante. No estaba del todo seguro de que se alegrara de verlo.

A un lado, el fantasma de un Montmartre viejo y pasado con barba cana, y traje y corbata de los anos veinte.

– Este es Valkenda -informo ella, su voz traslucia gran fama y renombre.

En las paredes, una marana de retratos de una muchacha desamparada y disoluta, casi desnuda, tapada aqui y alla por un chal.

– Claro -replico Weisz-. Encantado de conocerlo.

Al hacer una reverencia, Valkenda cerro los ojos.

– Vamos al despacho -sugirio Veronique.

Se sentaron en sendas sillas doradas, altas y estrechas.

– ?Valkenda? -repitio Weisz, sonriendo a medias.

Veronique se encogio de hombros.

– Me los quitan de las manos -aclaro-. Y pagan el alquiler.

– Veronique, ?que ha pasado?

– Uf, me alegro de que hayas venido. -La confesion vino seguida de un escalofrio fingido-. Esta manana vino a verme la Surete. -Recalco la palabra, ni mas ni menos-. Un tipejo horrible que se presento aqui y me interrogo.

– ?Acerca de que?

– De ti.

– ?Que te pregunto?

– Donde vivias, con quien andabas. Detalles de tu vida.

– ?Por que?

– No tengo ni idea, dimelo tu.

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