consignaba el puerto y la fecha y, a continuacion, lo estampo con ganas en el pasaporte. Mientras lo hacia uno de los policias se aproximo a la mesa y, por encima, echo un vistazo. Solo para asegurarse.

23:00. Sonaron las campanas de las iglesias. 23:20. Un monton de marineros se encamino hacia el Hydraios, con prisa por subir a bordo; en medio dos o tres oficiales. A los diez minutos aparecio el segundo maquinista, un tanto rezagado. Caminaba por el muelle con parsimonia, esperando a Weisz para que pasara con el por el control de pasaportes. Al cabo de un rato desistio y se unio al gentio que se agolpaba en la mesa y, tras echar una ultima ojeada al muelle, subio por la pasarela.

Weisz seguia sin moverse. El no era marino mercante, era, segun su libretto di lavoro, un alto funcionario. ?Por que iba a viajar a Marsella en un carguero griego? A las 23:55 un grave bocinazo de la sirena del barco resono en el puerto, y dos marineros subieron la pasarela a cubierta mientras otros, ayudados por un estibador, iban recogiendo las maromas que afianzaban el barco al muelle.

Despues, a medianoche, con un nuevo gemido de la sirena, el Hydraios salio despacio entre nubes de vapor.

7 de julio.

Una calida noche de verano en Portofino.

El paraiso. Bajo la terraza del Hotel Splendido, las luces bailoteaban en el puerto y, cuando la brisa soplaba debidamente, a la colina llegaba la musica de las fiestas que se celebraban en los yates. En el salon de juegos los turistas britanicos jugaban al bridge. Junto a la piscina habia tres americanas tumbadas en sendas hamacas, bebiendo Negronis y sopesando seriamente la posibilidad de no volver a Wellesley. En el agua, una cuarta flotaba languidamente de espaldas, moviendo las manos de cuando en cuando para no hundirse y contemplando las estrellas, sonando que estaba enamorada. Bueno, sonando que hacia lo que hacia la gente cuando estaba enamorada. Un beso, una caricia, otro beso. Otra caricia. El habia bailado con ella dos veces la noche anterior: delicado y cortes; sus ojos, sus manos, su acento italiano con cadencia inglesa. «?Me concede este baile?» Oh, si. Y en su ultima noche en Portofino el, Carlo, Carlo, podria llegar a mas, si queria.

Estuvieron charlando un rato, despues de bailar, mientras paseaban por la terraza, iluminada por la luz de las velas. Hablaron con despreocupacion de esto y aquello, pero cuando ella le dijo que se iba a Genova, donde zarparia con sus amigas rumbo a Nueva York en un transatlantico italiano, el parecio perder el interes, y la pregunta intima quedo sin plantear. Y ahora ella volveria a Cos Cob, volveria… intacta. Con todo, nada le impedia sonar con el: sus manos, sus ojos, sus labios.

La verdad, perdio el interes cuando supo que no habia llegado a Portofino en un yate. No es que la chica no fuera atractiva. La veia alli abajo, desde la ventana, una estrella blanca en medio del azul del agua, y de haber sido unos anos antes… Pero no era asi.

Despues de que el Hydraios se hiciera a la mar sin el, paso la noche en la estacion Brignole y tomo el primer tren que bajaba a la costa, a la turistica ciudad de Santa Margherita. Alli compro una maleta y la mejor ropa veraniega que encontro: blazer, pantalones blancos, camisas informales de manga corta. Vaya, gastaba a manos llenas, menuda leccion le habia dado S. Kolb. Luego, despues de comprar una navaja de afeitar, jabon, un cepillo de dientes y demas articulos de aseo, hizo el equipaje y cogio un taxi -no habia tren- hasta Portofino, al Hotel Splendido.

Habia muchas habitaciones ese verano, algunos de los clientes habituales no iban a Italia ese verano. Una suerte para Weisz. La manana que llego se cambio de ropa y puso en marcha su campana: plantarse en la piscina, en el bar, en el te de las cinco en el salon: locuaz, encantador, el tipo mas simpatico del mundo. Probo con los britanicos, uniendose a estos y a aquellos, gente que bajaba de los yates, pero no querian saber nada de el. La clase de personas que acudian a Portofino pronto aprendian, en los colegios, a evitar a los extranjeros obsequiosos.

Y estaba empezando a perder la esperanza, comenzaba a plantearse la posibilidad de ir hasta una aldea de pescadores cercana -barcas de buen tamano, pescadores pobres-, cuando descubrio a los daneses y a su simpatico lider. «Llamame Sven.» ?Menuda cena! Mesa para doce -seis daneses y sus nuevos amigos del hotel-, botellas de champan, risas, guinos y alusiones maliciosas a la alegria nocturna que reinaba a bordo del Ambrosia, el yate de Sven. Fue la mujer de este, cabello blanco e imponente, la que al final, en su lento ingles escandinavo, pronuncio las palabras magicas:

– Tenemos que encontrar la manera de vernos mas, querido, porque el jueves viajamos a St. Tropez.

– Bueno, podria ir con vosotros.

– Oh, Carlo, ?lo harias?

Un ultimo vistazo por la ventana y Weisz se situo ante el espejo y se peino. Era la ultima noche de los daneses en Portofino, y la cena sin duda seria abundante y ruidosa. Una ultima ojeada al espejo, las solapas cepilladas y ?a por todas!

Era como se habia imaginado: champan, lenguado a la plancha, conac y una gran cordialidad en la mesa. Sin embargo Weisz pillo al anfitrion mirandolo mas de una vez. Algo le rondaba la cabeza. Sven era jovial y divertido, pero en apariencia. Habia hecho su fortuna con minas de plomo en Sudafrica, no era ningun tonto, y Weisz tenia la sensacion de que sospechaba de el. Despues de tomar el conac, Sven sugirio que el grupo se reuniera en el bar mientras el y su amigo Carlo jugaban la partida de billar que habian acordado.

Y asi lo hicieron, los angulos del rostro de Sven marcados por la luz que iluminaba la mesa en la oscura sala de billar. Weisz hizo lo que pudo, pero Sven sabia jugar y no dejaba de pasar las cuentas por el alambre de bronce con la punta del taco a medida que aumentaban los puntos.

– Entonces, ?te vienes con nosotros a St. Tropez?

La verdad es que me gustaria.

– Ya veo. Pero ?puedes salir de Italia tan facilmente? ?No necesitas, esto, un permiso de alguna clase?

– Si, pero nunca me lo darian.

– ?No? Que fastidio, ?por que no?

– Sven, tengo que salir de este pais. Mi mujer y mis hijos se marcharon a Francia hace dos meses y quiero ir con ellos.

– Salir sin permiso.

– Si. En secreto.

Sven se inclino sobre la mesa, apoyo el taco en la mano y lanzo una bola roja por el tapete que golpeo la banda y luego toco una bola blanca. Acto seguido se enderezo y anoto el tanto.

– Cuando estalle, va a ser una guerra horrible. ?Crees que la evitaras en Francia?

– Puede que si -contesto Weisz mientras entizaba la punta del taco-. O puede que no. Pero, sea como fuere, no puedo luchar en el bando equivocado.

– Bien -replico Sven-. Eso es admirable. De ese modo quiza seamos aliados.

– Tal vez, aunque espero que la cosa no llegue a tanto.

– No pierdas la esperanza, Carlo, es bueno para el alma. Zarpamos a las nueve.

5 de julio, Berlin.

Como odiaba a esos putos nazis asquerosos. Mira ese de ahi, en la esquina, como si no tuviera ninguna preocupacion. Bajo y fornido, de color carne, labios gruesos y cara de nino despiadado. De vez en cuando recorria la calle arriba y abajo, luego volvia, los ojos siempre fijos en la entrada de las oficinas de la Bund Deutscher Madchen, la seccion femenina de las Juventudes Hitlerianas. Y vigilando, sin ocultarlo, a Frau Christa von Schirren.

S. Kolb, en la parte de atras de un taxi, estaba a punto de darse por vencido. Llevaba dias en Berlin y era incapaz de acercarse a ella. Los de la Gestapo andaban por todas partes: en coches, portales, furgonetas de reparto. Sin duda escuchaban sus llamadas telefonicas y leian su correo; la cogerian cuando les viniera bien. Entretanto esperaban, ya que tal vez, solo tal vez, uno de los otros conspiradores se desesperara, saliera al descubierto e intentara establecer contacto. Y, Kolb lo veia, ella sabia exactamente lo que pasaba. Antes era toda confianza, una aristocrata segura de si. Pero ya no. Ahora unas profundas ojeras rodeaban sus ojos, y tenia el rostro palido y demacrado.

Bueno, tampoco es que el estuviera mucho mas en forma. Asustado, aburrido y cansado: el clasico estado del

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