– ?Que es lo que ha querido insinuar? -pregunta el.
Bev Shaw oculta la cara, se suena.
– Nada. Conservo suficiente letal para las situaciones mas dificiles, pero no puedo obligar a un dueno a tomar esa decision. El animal le pertenece, tal vez prefiera sacrificarlo a su manera. ?Que pena! ?Con lo valiente que se le veia, tan entera, tan confiada…!
– Tal vez el animal haya entendido mas de lo que usted supone -dice. Para su sorpresa, descubre que esta intentando consolarla-. Tal vez ya haya pasado por eso. Tal vez haya nacido con ese conocimiento, por asi decirlo. En fin de cuentas, esto es Africa. Aqui hay cabras desde el origen de los tiempos. Nadie tiene que explicarles para que sirve el acero, o el fuego. Saben como les sobreviene la muerte a las cabras. Estan preparadas desde que nacen.
– ?Usted cree? -dice ella-. Yo no estoy tan segura. No creo que ninguno estemos preparados para morir, y menos aun sin alguien que nos haga compania.
Las cosas empiezan a encajar. Asi, tiene una primera intuicion de cual es la tarea que esa mujer bajita y fea se ha impuesto. Ese edificio desolador no es un lugar donde se cura; sus conocimientos de veterinaria son los de una simple aficionada, no llegaran siquiera a eso. Es mas bien un lugar que sirve de ultimo recurso.- Recuerda entonces la historia de… ?quien era? ?San Humberto? En cualquier caso, un santo dio refugio a un ciervo que entro estrepitosamente en su capilla, jadeante, acosado, huyendo de la jauria con que le azuzaban los cazadores. Bev Shaw, que no es una veterinaria sino una sacerdotisa, llena a rebosar de supercherias New Age, intenta, por absurdo que sea, aliviar la pesada carga que soportan con tanto sufrimiento los animales de Africa. A Lucy le parecio que a el le resultaria interesante, pero Lucy se equivoca. La palabra no es interesante, ni mucho menos.
Pasa toda la tarde en el quirofano, ayudando en todo lo posible. Cuando dan por despachado el ultimo de los casos del dia, Bev Shaw le ensena el patio. En la jaula de los pajaros solamente hay un ave, una joven aguila pescadora que tiene un ala rota. Por lo demas, hay perros: no son los perros de pura raza, bien cuidados, que custodia Lucy por temporadas, sino un hatajo de mestizos que llenan dos perreras hasta los topes, que ladran y aullan, que gimen y dan saltos de pura excitacion.
Ayuda a verter el pienso y a llenar los abrevaderos de agua. Vacian dos sacos de diez kilogramos cada uno.
– ?Y como paga usted el pienso? -pregunta.
– Nos lo venden al por mayor. Realizamos cuestaciones publicas. Recibimos donaciones. Ofrecemos un servicio de esterilizacion gratuito, y recibimos por ello una subvencion del gobierno.
– ?Quien se ocupa de las operaciones?
– El doctor Oosthuizen, nuestro veterinario. Pero solo viene una tarde por semana.
Mira comer a los perros. Lo sorprende que apenas haya una sola pelea. Los pequenos y los debiles aceptan su suerte, y esperan su turno entre los demas.
– El problema es que son demasiados -dice Bev Shaw-. Es imposible que lo entiendan, y tampoco tenemos manera de decirselo. Son demasiados, segun nuestro criterio, que no es el suyo. Si pudieran, se multiplicarian sin cesar hasta llenar la tierra. No creen que sea mala cosa tener camadas numerosas. Cuantos mas cachorros, mejor. Y con los gatos pasa igual.
– Y con las ratas.
– Y con las ratas, desde luego. Eso me recuerda que debo avisarle de que ande con cuidado y vea si ha pescado pulgas cuando llegue a su casa.
Uno de los perros, ahito, con los ojos relucientes de bienestar, le olisquea los dedos a traves de la valla de alambre, y luego se los lame.
– Son muy igualitarios, ?verdad? -comenta-. Ahi no hay clases. Ninguno es demasiado poderoso, ni esta tan por encima como para no pararse a olisquear el trasero de los demas. -Se acuclilla, deja que el perro le huela la cara, el aliento. Tiene lo que a su juicio es sin duda un aire de inteligencia, aunque probablemente no sea el caso-. ?Han de morir todos ellos?
– Los que no quiera nadie. Aqui nos encargamos de eso. -?Y es usted quien se ocupa de ese trabajo? - Si.
– ?No le importa?
– Me importa, ya lo creo. Me importa muchisimo. Y no quisiera que lo hiciera por mi alguien a quien no le importe. ?No esta de acuerdo?
El permanece en silencio. Luego:
– ?Sabe usted por que me ha enviado mi hija a verla? -Me dijo que tiene usted problemas. -No solo problemas. Supongo que he caido en desgracia. La observa con atencion. Ella parece incomoda; tal vez solo sean imaginaciones suyas.
– Ahora que lo sabe, ?todavia esta dispuesta a darme una ocupacion?
– Si usted esta dispuesto… -Ella abre las palmas de las manos, presiona una contra la otra, vuelve a abrirlas. No sabe que decir, y no sera el quien la ayude.
Anteriormente ha pasado con su hija temporadas muy cortas. Ahora comparte con ella su casa, su vida. Tiene que andar con mucho tiento, no sea que los viejos habitos vuelvan a instalarse: los habitos del padre, como colocar el rollo de papel higienico en su sitio, apagar las luces que ella deja encendidas, echar al gato fuera del sofa. Ensaya para la vejez, se dice de modo admonitorio. Ensaya para adaptarte y aprender a encajar entre los demas. Ensaya de cara al dia en que tengas que irte al asilo.
Finge estar cansado y, despues de cenar, se retira a su habitacion. Hasta alli llegan tenues los ruidos de Lucy, que sigue su vida: cajones que se abren y se cierran, la radio, el murmullo de una conversacion telefonica. ?Estara llamando a Johannesburgo para hablar con Helen? ?Sera que su presencia en casa de ella las mantiene separadas? ?Se atreverian a compartir cama mientras el estuviera en la casa? Si la cama crujiera en plena noche, ?se sentirian azoradas? ?Tan azoradas como para parar? De todos modos, ?que sabra el de lo que hacen las mujeres cuando estan juntas? Puede que las mujeres no necesiten hacer crujir las camas. ?Y que sabra de esas dos en particular, de Lucy y Helen? Tal vez solo duerman juntas como duermen los ninos, acurrucadas, tocandose, riendose, volviendo a vivir su infancia las dos, mas hermanas que amantes. Compartir una cama, compartir una banera, hacer galletas de jengibre en el horno, ponerse las ropas de la otra. El amor safico: una excusa para ganar peso.
La verdad es que no le agrada pensar en su hija e imaginarla en un trance pasional con otra mujer; otra mujer, por cierto, bien simple. Con todo, ?seria mas feliz si el amante fuese un hombre? ?Que es lo que de veras quiere para Lucy? Desde luego, no que siga siendo para siempre una nina, inocente para siempre, para siempre suya; eso si que no. Pero el es su padre, y a medida que un padre envejece se vuelve cada vez mas, es inevitable, hacia su hija. Ella se convierte en su segunda salvacion, en la novia de su juventud renacida. No es de extranar que en los cuentos de hadas las reinas acosen a sus hijas hasta matarlas.
Suspira. ?Pobre Lucy! ?Pobres hijas! ?Que destino el suyo, que carga han de soportar! Y los hijos: tambien ellos han de pasar por sus tribulaciones, aunque de eso no sabe tanto.
Ojala pudiera dormir, se dice. Pero tiene frio. Y no tiene sueno.
Se pone en pie, se echa una chaqueta sobre los hombros, vuelve a la cama. Esta leyendo las cartas de Byron correspondientes a 1820. Gordo, ya de mas que mediana edad a sus treinta y dos anos, Byron vive con los Guiccioli en Ravena: vive con Teresa, su amante complaciente, de piernas cortas, y con el marido de esta, tan untuoso como malevolo. El calor del verano, el te a ultima hora de la tarde, cotilleos provincianos, bostezos apenas disimulados. «Las mujeres se sientan en corro y los hombres echan fastidiosas partidas de naipes», escribe Byron. En el adulterio, el tedio del matrimonio redescubierto. «Siempre he contemplado los treinta como la barrera que frena cualquier deleite real o feroz en las pasiones.»
Vuelve a suspirar. ?Que breve el verano, antes del otono primero y el invierno despues! Sigue leyendo hasta pasada la medianoche, y ni siquiera de ese modo concilia el sueno.
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