ha de salvar al nino azulado?», le parece oir en su interior, y son palabras quejumbrosas que vienen no sabe de donde, en una voz cantarina, de campo).
Pavel no dira nada, no le dira desde luego que hacer. «Levanta eso que es lo ultimo y al menos acaricialo»: si supiera que esas palabras vienen de Pavel, las obedeceria sin pensarlo dos veces.
Sin embargo, incluso en el instante en que cierra la puerta sobre si mismo se da cuenta de que sigue existiendo una posibilidad de volver al callejon, de soltar al perro, de llevarselo al portal del numero 63, de hacerle una especie de lecho al pie de la escalera, aunque tambien sabe que una vez lo haya llevado tan lejos, el perro insistira en seguirle adonde vaya, y si lo encadenase de nuevo volveria a gemir y a ladrar hasta que el edificio entero se despertase.
Emite un gran gemido de desesperacion ?
De pie en medio de la calle cubierta de nieve, se lleva las manos heladas a la cara, huele en ellas el olor del perro, toca las frias lagrimas en sus mejillas, las prueba. Sal para quienes necesitan la sal. Sospecha que no salvara al perro, ni esta noche ni manana por la noche, en el caso de que haya una noche mas. Esta esperando una senal, y apuesta (no hay palabra mas grandiosa que se atreva a usar aqui) a que el perro no es la senal, no es ninguna senal, no es mas que un perro entre los demas perros que aullan en la noche. Pero tambien sabe que mientras intente distinguir a fuerza de astucia las cosas que solo son cosas de las cosas que son senales, no se salvara. Esa es la logica en virtud de la cual saldra derrotado, nota su ferrea dureza, pero esta a punto de perder los estribos, igual que un perro encadenado que se rompe los dientes desviviendose por roer los eslabones. Y cuidado, cuidado, se dice el perro encadenado, el segundo perro, nada es en si mismo, no es iluminacion, solo es semejanza animal.
?Es posible que en este mismo instante, en el sombrio portal del numero 63, alguien aceche y lo vigile? Del cuerpo del vigilante no puede estar muy seguro, hasta ese manchurron de clara oscuridad que interpreta como su rostro bien podria ser eso, una simple mancha en la pared. Pero cuanto mas tiempo pasa mirandolo, mas atentamente parece mirarle a el una cara ?Una cara de verdad? Tiene la imaginacion repleta de hombres barbudos con los ojos centelleantes, que se ocultan en lugubres corredores. No obstante, cuando entra en la negrura del portal, la sensacion de que hay otra presencia se hace tan aguda que un escalofrio le recorre la espalda. Se detiene, contiene la respiracion, escucha. Y enciende un fosforo.
En un rincon se agazapa un hombre que parpadea para defenderse de la luz. Aunque lleva una bufanda de lana que le envuelve la cabeza, aunque una manta le cubre los hombros, reconoce en el al mendigo al que interpelo en el portico de la iglesia.
– ?Quien es usted? le pregunta con voz quebrada- Es que no puede dejarme en paz?
Se le apaga el fosforo. Enciende otro.
El hombre sacude la cabeza con vehemencia. Sale de la manta una mano que aparta la bufanda a un lado.
– A mi no me puede dar ordenes -dice. El aire se llena de un hedor a pescado putrefacto.
Se apaga el fosforo. Comienza a subir las escaleras pero la paradoja vuelve tediosamente a repetirse.
Apostar a todos los numeros… ?sigue siendo ese el juego? Sin el riesgo, sin someterse a la voz que habla desde otra parte con cada golpe de los dados, ?que queda que sea realmente divino? Sin duda que Dios lo sabe, sin duda tendra misericordia del jugador de corazon. Sin duda que la esposa cuyo marido se arrodilla ante ella y confiesa que se ha gastado en el juego hasta el ultimo rublo, cuyo marido se golpea en el pecho y besa el dobladillo de su vestido, la esposa que lo ayuda a ponerse en pie y que le seca las lagrimas, la que sin decir palabra sale a la casa del prestamista a empenar su alianza de boda y vuelve con el dinero («?Toma!»), para que el pueda regresar a la sala de juegos y hacer una ultima apuesta que lo redima de todo, sin duda que esa mujer esta tocada por la divinidad, esa mujer que se la juega apostando al hombre al que no le queda nada, una mujer que, cuando la alianza es empenada primero y perdida despues, sale por segunda vez en una misma noche y vuelve con mas dinero para una nueva apuesta.
?Esta ungida por esa divinidad la mujer de ahi arriba, esa mujer cuyo nombre parece haber olvidado por ahora, a la cual llega a confundir con aquella
Los recuerdos de las noches que ha pasado con ella vuelven de golpe y lo alcanzan de lleno, y todo lo que en el estaba enmaranado se endereza y apunta como una flecha hacia ella. El deseo, con todos sus lujos, con toda su sensualidad, lo abruma
Por tanto, sonrie para sus adentros, vuelve a bajar presuroso la escalera y a tientas llega al rincon donde ha anidado el hombre, el mercenario, el espia.
– Venga -dice en la oscuridad. Tengo una cama para usted.
– Este es mi puesto, y debo permanecer en mi puesto -replica el hombre con descaro.
Pero ahora nada va a estropear su buena disposicion.
– El que usted espera terminara por llegar al tercer piso, se lo aseguro. Llamara a la puerta, aguardara con paciencia a que le abran, rehusara marcharse con las manos vacias.
Se oye un prolongado forcejeo y un crujir de papeles.
– No tendra mas lumbre, ?verdad? -dice el hombre.
Enciende un fosforo; el hombre embute atropelladamente sus cosas en un bolso y se pone en pie.
Tambaleandose a oscuras, igual que dos borrachos, suben las escaleras. Ante la puerta de su cuarto le susurra al hombre que no haga ruido y lo toma de la mano para guiarlo. Es una mano desagradable, fofa.
Una vez dentro, enciende la lampara. Le cuesta trabajo calcular que edad tendra el desconocido. Tiene la