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Me imaginaba perfectamente como le dio Louise la vuelta al coche y como partieron de alli. De repente se me ocurrio que quiza lo tendrian calculado desde el principio. Harriet fue a buscarme, me permitio encontrarme con mi hija desconocida y, despues, se llevaron mi coche y se marcharon. Me habian dejado tirado en el bosque.

Eran las diez menos cuarto. El tiempo habia cambiado y estabamos a varios grados sobre cero. El agua goteaba de la sucia caravana. Volvi a entrar, me dolia la cabeza y tenia la boca seca. No habian dejado ningun mensaje que explicase su partida. Sobre la mesa vi un termo de cafe. Saque una taza desportillada, decorada con publicidad de una cadena de herbolarios.

El bosque parecia estar acercandose mas y mas a la caravana.

El cafe era muy fuerte y la resaca muy pesada. Sali con la taza en la mano. Una humeda niebla se habia extendido sobre los arboles. A lo lejos, oi disparos de una escopeta. Contuve la respiracion. Otro disparo. Despues, nada mas. Se diria que los sonidos se veian obligados a guardar cola para que se les diese acceso al silencio, con reservas, tan solo un sonido cada vez.

Entre y comence a registrar metodicamente el interior de la caravana. Pese a ser tan pequena, contenia una sorprendente cantidad de espacios de almacenamiento. Louise lo mantenia todo en perfecto orden. Le gustaba vestir prendas de color castano, a veces de un rojo apagado, principalmente los colores de la tierra.

En un pequeno cofre rustico que llevaba la fecha de 1822 pintada sobre la tapa encontre, para asombro mio, una gran cantidad de dinero. Billetes de mil y de quinientas que sumaban un total de cuarenta y siete mil coronas. Despues segui revisando unos cajones que contenian documentos y cartas. Lo primero que encontre fue una fotografia firmada de Erich Honecker. En el reverso decia que habia sido tomada en 1986 y que la habia enviado la embajada de la Republica Democratica Alemana en Estocolmo. En el cajon habia ademas otra serie de fotografias, todas ellas firmadas. De Gorbachov, de Ronald Reagan, asi como de lo que supuse eran dignatarios de estados africanos a los que yo no conocia. Asimismo, halle la instantanea de un primer ministro australiano cuyo nombre no pude descifrar.

Continue mi revision con el siguiente cajon, que estaba lleno de cartas. Tras haber leido cinco de ellas, empece a intuir a que se dedicaba mi hija. Escribia cartas a los lideres politicos de todo el mundo para protestar por su modo de tratar tanto a sus ciudadanos como a las personas de otros paises. En cada sobre habia una copia de la carta que ella misma habia enviado, escrita con su abigarrada caligrafia, y la respuesta recibida. A Erich Honecker le habia escrito, en ingles y con tono apasionado, que el muro que dividia Berlin era una verguenza. La respuesta a aquella carta habia sido una fotografia en la que Honecker aparecia sobre un podio saludando a una borrosa masa popular. En otra carta, Louise le decia a Margaret Thatcher que debia tratar con decencia a los mineros del carbon que estaban en huelga. No halle ninguna respuesta de la Dama de Hierro. O, al menos, el sobre estaba vacio, salvo por la fotografia de la mencionada dama blandiendo el bolso. Pero ?de donde habia sacado Louise el dinero? No consegui averiguarlo.

Y no pude seguir. De pronto, oi el ruido del coche que se acercaba. Cerre los cajones y sali. Louise conducia muy deprisa. El coche se bamboleaba de un lado a otro sobre la nieve mojada.

Louise saco el andador del maletero.

– No queriamos despertarte. Me alegro de que mi padre conozca el arte de roncar.

Le ayudo a Harriet a salir del coche.

– Hemos ido de compras -dijo ufana-. He comprado medias, una falda y un sombrero.

Louise saco unas bolsas de ropa del maletero.

– Mi madre siempre se ha vestido fatal -aseguro.

Lleve las bolsas a la caravana mientras Louise sujetaba a Harriet por la resbaladiza pendiente.

– Nosotras ya hemos comido -explico Louise-. ?Tienes hambre?

La tenia, pero negue con un gesto. No me habia gustado lo mas minimo que cogiese el coche sin preguntarme.

Harriet se echo a descansar un rato. Comprendi que la excursion le habia sentado bien pero, al mismo tiempo, le habia supuesto un esfuerzo. No tardo en dormirse. Louise saco el sombrero rojo que Harriet se habia comprado.

– Le va muy bien -aseguro-. Este sombrero parece hecho para ella.

– Jamas la he visto llevar sombrero. En nuestra juventud, nunca lo llevabamos. Ni siquiera cuando hacia frio.

Louise puso de nuevo el sombrero en la bolsa y miro a su alrededor en la caravana. ?Habria dejado alguna pista? ?Descubriria que habia invertido mi tiempo en registrar sus cosas? Louise se volvio hacia mi y observo mis zapatos, que estaban sobre un periodico, junto a la puerta. Eran unos zapatos que tenia desde hacia muchos anos. Estaban muy desgastados y los agujeros de los cordones desgarrados. Louise se levanto, tapo a Harriet con una manta y se puso el abrigo.

– Salgamos un momento -propuso.

Acepte encantado. El dolor de cabeza me atormentaba.

Nos quedamos ante la caravana, respirando hondo el aire hiriente. Pense que, durante varios dias, habia descuidado mi costumbre de escribir en el diario. No me gusto a mi mismo cuando incumplo mis habitos.

– Tienes el coche muy abandonado -afirmo Louise-. Los frenos funcionan mal.

– A mi me vale como esta. ?Adonde vamos?

– Vamos a visitar a un buen amigo. Quiero hacerte un regalo.

Hice girar el coche en el aguanieve. Cuando salimos a la carretera principal, me pidio que continuase por la izquierda. Varios camiones que iban cargados de troncos de madera levantaron nubes de nieve a su paso. Despues de recorridos varios kilometros me senalo a la derecha; una senal informaba de que ibamos camino de Motjarvsbyn. Los densos abetos poblaban los bordes de la carretera, que no estaba bien limpia de nieve. Louise miraba por la ventanilla. Iba tarareando una melodia que reconoci, aunque no sabia como se llamaba.

El camino se bifurco y Louise senalo a la izquierda. Un kilometro mas adelante, el bosque se abrio y dio paso a un espacio poblado de granjas, una tras otra, cuyas casas estaban vacias, muertas, las chimeneas sin humo. Tan solo la casa que habia al final del camino, una vivienda de dos plantas construida de maderos, con el porche pintado de un verde ya descolorido, mostraba indicios de vida. Habia un gato sentado en la escalera de la entrada y una delgada columna de humo surgia de la chimenea.

– Via Salandra, en Roma -dijo Louise-. Es una calle que tengo que visitar algun dia. ?Tu has estado en Roma?

– Si, he estado alli en varias ocasiones. Pero no conozco esa calle.

Louise salio del coche y yo la segui. Desde el interior de la casa, que debia de tener mas de cien anos, se oia una opera.

– Aqui vive un genio -aseguro Louise-. Giaconelli Mateotti. Ahora ya es un anciano. Hace tiempo trabajo para la famosa familia de fabricantes de zapatos Gatto. Siendo un nino, le enseno el propio Angelo Gatto, que puso en marcha su taller a principios del siglo veinte. Y ahora se ha venido a vivir al bosque, con todo el conocimiento acumulado a lo largo de los anos. Se canso del trafico, de la gente importante que tenia por clientes, siempre impacientes y nada respetuosos con el hecho de que fabricar unos buenos zapatos exige paciencia y tiempo. - Louise me miro a los ojos y sonrio-. Quiero hacerte un regalo -reitero-. Quiero que Giaconelli fabrique un par de zapatos para ti. Los que llevas son un insulto para tus pies. Giaconelli me ha hablado de la cantidad de huesecillos y musculos maravillosos que son condicion indispensable para que podamos caminar y correr, ponernos de puntillas, bailar ballet o simplemente estirarnos para alcanzar algo que se halla en la parte mas alta de una estanteria. Se que las cantantes de opera no prestan atencion ni a los directores de escena ni a los de orquesta, ni se preocupan de los trajes ni de los altisimos tonos que han de alcanzar, con tal de llevar un par de zapatos adecuados con los que poder cantar.

Me resulto extrano imaginar que mi padre y mi hija hubiesen podido tener tanto de lo que hablar.

Pero ?y esos zapatos que me ofrecia? Quise protestar, pero ella alzo la mano, subio la escalinata, aparto al gato y abrio la puerta. La musica nos recibio. Procedia de una de las habitaciones interiores. Atravesamos aquellas salas en las que vivia Mateotti y en las que guardaba las pieles y hormas para sus zapatos. En una pared se leia un lema pintado a mano, supongo que del puno de Giaconelli. Alguien llamado Zhuang Zhou habia dicho que «Cuando el zapato se ajusta bien, nadie piensa en el pie».

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