Habia una habitacion repleta de hormas de madera, colocadas en estanterias que iban del suelo al techo. Cada par tenia una etiqueta con un nombre. Louise iba sacando las hormas de distintos lugares y no pude ocultar mi asombro al leer los nombres. Giaconelli habia confeccionado zapatos para presidentes norteamericanos ya muertos, pero aun conservaba sus hormas. Habia nombres de dirigentes politicos y actores, de personas que habian sido ejecutadas o beatificadas. Resultaba una experiencia alucinante la de ir paseandose entre pies tan celebres. Era como si las hormas hubiesen llegado caminando sobre la nieve y las cienagas para que aquel maestro al que yo aun no habia conocido tuviese la posibilidad de fabricar sus maravillosos zapatos.

– Un proceso de doscientos pasos -explico Louise-. Se necesita mucho para fabricar un solo zapato.

– Debe de ser muy caro -observe yo-. Cuando los zapatos se convierten en joyas.

Louise sonrio.

– Giaconelli me debe un favor. Se alegrara de poder resarcirme.

«Resarcir.»

?Cuando habia sido la ultima vez que habia oido aquella palabra tan inusual? No lo recordaba. Tal vez en los bosques el idioma sobrevivia de forma distinta, mientras que en las grandes ciudades las palabras eran perseguidas como proscritos.

Continuamos caminando por la vieja casa. Por todas partes se veian hormas y herramientas; una de las habitaciones despedia un intenso olor a las pieles curtidas que aparecian amontonadas sobre sencillas mesas de madera.

La musica habia cesado, la opera habia llegado a su fin. Los viejos listones de madera del suelo crujian a nuestro paso.

– Espero que te hayas lavado los pies -dijo Louise cuando llegamos a la ultima puerta cerrada.

– ?Y que pasa si no lo he hecho?

– Giaconelli no dira nada. Pero se entristecera, aunque no te lo haga ver.

Louise llamo a la puerta antes de abrirla.

Junto a una mesa sobre la que descansaban ordenadas filas de herramientas habia un anciano inclinado sobre una horma parcialmente revestida de piel. Llevaba gafas y, salvo unos mechones de pelo que le cubrian la nuca, estaba calvo. Era menudo, uno de esos hombres que pueden dar la impresion de ser ingravidos. La habitacion solo tenia una mesa. Las paredes estaban vacias, sin estanterias ni otras hormas, tan solo las vigas desnudas de las paredes. La musica surgia de la radio que habia en una de las ventanas. Louise se inclino y beso al viejo en la coronilla. El hombre parecio encantado de verla y dejo enseguida y con delicadeza el zapato marron que estaba confeccionando.

– Este es mi padre -anuncio mi hija-. Al fin ha vuelto, despues de tantos anos.

– Un buen hombre siempre vuelve -repuso Giaconelli en sueco con acento extranjero.

Se levanto y me dio un fuerte apreton de manos.

– Tienes una hija muy hermosa -me dijo-. Y, ademas, a una excelente boxeadora. Rie mucho y me ayuda cuando lo necesito. ?Por que has estado al margen tanto tiempo?

El hombre seguia sin soltar mi mano y cada vez me la agarraba con mas fuerza.

– No he estado al margen. Simplemente, no sabia que tenia una hija.

– Un hombre siempre sabe, en el fondo, si tiene hijos o no. Pero has vuelto. Louise esta contenta. Eso es cuanto necesito saber. Lleva demasiado tiempo esperando a que aparezcas a traves del bosque. Tal vez, sin saberlo, has estado todos estos anos de camino. Resulta tan facil perderse dentro de uno mismo como perderse por el bosque o en las ciudades.

Fuimos a la cocina de Giaconelli. En contraste con el aspecto ascetico de su taller, la cocina estaba invadida de cacerolas, hierbas secas, trenzas de ajos colgadas del techo, candiles e hileras de tarros de especias amontonados en estanterias bellamente trabajadas. En el centro habia una enorme mesa de gran solidez. Giaconelli siguio mi mirada y paso la mano por la lisa superficie.

– Haya -explico-. La misma maravillosa madera con la que fabrico las hormas. Antes me traian la madera de Francia. Las hormas no pueden fabricarse con ninguna otra madera que la de las hayas que crecen en zonas escabrosas, arboles que soportan la sombra y que no se ven afectados por los inesperados cambios del clima. Siempre habia elegido personalmente los arboles que queria que cortasen. Dos o tres anos antes de que necesitara reponer mi almacen elegia esos arboles. Siempre los talaban en invierno, los cortaban en largueros de dos metros, nunca mas, y los almacenaban a la intemperie durante mucho tiempo. Cuando me vine a vivir a Suecia, me procure un proveedor de Escania. Ahora ya soy demasiado viejo para emprender cada ano un viaje y elegir los arboles. Eso me causa una gran pesadumbre. Pero yo cada vez fabrico menos hormas. Me paseo por esta casa pensando que pronto no fabricare mas zapatos. El hombre que elige los arboles que se han de talar me dio esta mesa de haya cuando cumpli los noventa.

El viejo maestro nos invito a sentarnos y saco una botella de vino tinto protegida por un envoltorio de mimbre. Cuando lleno las copas, no le temblo el pulso.

– Un brindis por el padre retornado -dijo alzando su copa.

El vino era excelente. Comprendi que, durante toda mi solitaria estancia en la isla, habia estado anorando algo sin saberlo. Compartir un vaso de vino con mis amigos.

Giaconelli empezo a contar extranas historias acerca de todos los zapatos que habia fabricado en su vida, sobre los clientes que siempre volvian y cuyos hijos aparecian un dia ante la puerta de su taller, cuando sus padres ya habian pasado a mejor vida. Pero, ante todo, hablo de todos los pies que habia visto y medido para poder fabricarles despues la horma. Acerca del pie sobre el que todo reposaba, la parte del cuerpo que, a lo largo de mi vida, ya me habia llevado a cuestas a lo largo de ciento cincuenta mil kilometros. Sobre la importancia de la cabeza del talon -caput tali- para la fortaleza del pie. Tampoco dejaba de despertar en mi gran interes ese pequeno e insignificante huesecillo en forma de dado, el os cuboideum. Aquel hombre parecia saberlo todo sobre los huesos y los musculos del pie. Yo conocia por mis estudios de medicina muchas de las cosas a las que se referia; por ejemplo, la genial e increible construccion anatomica que consistia en que todos los musculos debian ser cortos, con el fin de proporcionar fuerza, resistencia y flexibilidad.

Louise dijo que queria que Giaconelli me hiciese un par de zapatos. El asintio pensativo y observo un buen rato mi rostro antes de centrar su atencion en mis pies. Aparto un cuenco de barro lleno de cacahuetes y almendras y me pidio que me subiese sobre la mesa.

– Sin zapatos y sin calcetines. Se que hay zapateros modernos que consienten en tomar las medidas del pie con los calcetines puestos. Pero yo soy de la vieja escuela. Quiero ver el pie desnudo y nada mas.

Jamas en mi vida me habia imaginado que, un dia, alguien fuese a medirme el pie para hacerme un par de zapatos. Los zapatos eran algo que uno se probaba en una zapateria. Vacile un instante, pero al final me quite mis viejos zapatos, me quite los calcetines y me subi a la mesa. Giaconelli observo apesadumbrado mis zapatos. Al parecer, Louise ya habia presenciado como le median los pies a la gente, puesto que se fue hacia una de las otras habitaciones y volvio con varias hojas de papel, un cartapacio y un lapiz.

Era como asistir a una ceremonia. Giaconelli miraba mis pies, pasaba por ellos los dedos y me preguntaba si me encontraba bien.

– Creo que si.

– ?Estas totalmente sano?

– Sufro cefaleas.

– ?Y los pies, estan bien?

– Por lo menos no me duelen.

– ?No se te hinchan?

– No.

– Lo mas importante para fabricar un zapato es medir el pie en condiciones de absoluta calma, nunca por la noche, nunca con luz artificial. A mi solo me interesa ver tus pies cuando estan bien.

Me pregunte si me estaban gastando una broma. Pero Louise parecia seria, dispuesta a empezar a escribir.

A Giaconelli le llevo algo mas de dos horas hacer una valoracion de mis pies y redactar un protocolo con todas las medidas que le permitirian fabricar mis hormas y, a partir de ellas, los zapatos que mi hija pensaba

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