coche. Hoy era el dia de la compra semanal. El mismo dia durante los ultimos veinte anos. Contemplo su figura con admiracion mientras se agachaba para descargar los paquetes. Chris, de quince anos, y Sidney, de diecinueve, piernas largas y una autentica belleza, que estudiaba en John Hopkins, con sus miras puestas en la facultad de medicina, la ayudaban. Los otros dos vivian por su cuenta y les iba muy bien. De vez en cuando llamaban al padre para pedirle consejo sobre la compra de un coche o una casa. Metas a largo plazo. Y a el le encantaba. El y su esposa habian tenido cuatro joyas y le hacian sentirse bien.

Se sento delante de la pequena mesa de despacho, abrio el cajon y saco una caja. Levanto la tapa y apilo los cinco casetes que saco junto a la carta que habia escrito aquella manana. El nombre del destinatario estaba escrito en letras grandes y claras. «Seth Frank.» Cono, se lo debia.

Oyo las risas y volvio a acercarse a la ventana. Sidney y Chris libraban una guerra con bolas de nieve con Sherry, su esposa, pillada entre los dos bandos. Todos sonreian y la batalla concluyo con los tres tumbados sobre una montana de nieve al costado del camino de entrada.

Se aparto de la ventana e hizo algo que no recordaba haber hecho nunca antes. Ni siquiera durante los ocho anos en la policia, cuando habia tenido en sus brazos a bebes asesinados a golpes por aquellos que debian protegerles y amarles, durante dias y dias de enfrentarse a lo peor de la humanidad. Las lagrimas eran saladas. Lloraba como una Magdalena. Su familia no tardaria en entrar. Esta noche saldrian a cenar. Por una de esas ironias del destino, hoy era el cumpleanos de Bill Burton. Cuarenta y cinco anos.

Se apoyo sobre la mesa, y con un movimiento rapido, saco el revolver de la cartuchera. Una bola de nieve golpeo la ventana. Querian que el padre se reuniera con ellos.

«Lo siento. Las quiero. Ojala pudiera estar aqui. Lamento todo lo que hice. Por favor, perdonar a papa.» Antes de que pudiera arrepentirse se metio el canon del arma en la boca todo lo que pudo. Era frio y pesado. Una de las encias comenzo a sangrarle.

Bill Burton habia hecho todo lo posible para que nunca nadie pudiera averiguar la verdad. Habia cometido crimenes; habia matado a personas inocentes y estaba involucrado en otros cinco homicidios. Y ahora, cuando todo parecia resuelto, que el horror ya pertenecia al pasado, despues de meses de rechazo hacia aquello en que se habia convertido y de una noche de insomnio junto a la mujer que habia amado con todo su corazon durante mas de veinte anos, Burton se habia dado cuenta de que no podia aceptar lo que habia hecho, ni podia vivir con el peso de la culpa.

Habia comprendido que sin respeto a si mismo, sin su orgullo, no valia la pena vivir. Y el amor inquebrantable de su familia no le ayudaba en nada, solo empeoraba las cosas. Porque el objeto de aquel amor, de aquel respeto, sabia que no se lo merecia.

Miro el monton de casetes. Su poliza de seguro. Ahora se convertirian en su legado, en su grotesco epitafio. Algun bien saldria de todo esto. Gracias a Dios.

Sus labios formaron una sonrisa casi imperceptible. El servicio secreto. Esta vez los secretos los conoceria todo el mundo. Penso por un segundo en Alan Richmond y le brillaron los ojos. «Espero que te condenen a cadena perpetua sin libertad condicional y que vivas hasta los cien anos, gilipollas.»

Curvo el dedo sobre el gatillo.

Otra bola de nieve se estrello contra la ventana. El sonido de las voces entro en el dormitorio. Volvio a llorar cuando penso en lo que dejaria atras. «Maldita sea.» Las palabras escaparon de sus labios, como la expresion de una culpa y una angustia que ya no podia soportar.

«Lo siento. No me odieis. Por favor, no me odieis.»

Al oir el disparo, se interrumpio el juego mientras tres pares de ojos se volvian como uno solo hacia la casa. Un minuto mas tarde estaban dentro. Solo paso otro minuto antes de que sonaran los gritos que rompieron la tranquilidad del vecindario.

29

La llamada a la puerta fue inesperada. El presidente Alan Richmond mantenia una reunion muy tensa con su gabinete. La prensa criticaba desde hacia algun tiempo las politicas internas y queria saber el motivo. No porque sintiera un interes particular por las mismas. Lo que le preocupaba era la impresion que transmitian. En el esquema general, las impresiones eran lo unico importante. Ese era el primer axioma de la politica.

– ?Quienes son? -El presidente miro furioso a la secretaria-. Me da lo mismo, no estan en la agenda del dia. -Miro a los presentes. Cono, su jefa de gabinete ni siquiera se habia presentado al trabajo. Quiza habia hecho algo inteligente y se habia tomado un frasco de pastillas. Eso le perjudicaria a corto plazo, pero el podia sacar grandes beneficios del suicidio. Ademas, ella habia acertado en una cosa: llevaba tanta ventaja en las encuestas que no tenia sentido preocuparse.

La secretaria entro con paso timido. Su asombro era evidente.

– Es un grupo de hombres muy numeroso, senor presidente. El senor Bayliss del fbi, varios policias, y un caballero de Virginia que no quiso decir su nombre.

– ?La policia? Digales que se marchen y presenten la peticion para una cita. En cuanto a Bayliss que me llame esta noche. A estas horas estaria en alguna delegacion del fbi en el culo del mundo si no le hubiese propuesto como director. No tolerare esta falta de respeto.

– Son muy insistentes, senor.

El presidente se levanto con el rostro rojo como un tomate.

– Digales que se vayan a tomar por el culo. Estoy ocupado, idiota.

La mujer retrocedio a toda prisa. Antes de que pudiera salir, se abrio la puerta. Entraron cuatro agentes del servicio secreto, Johnson y Varney entre ellos, seguidos por un grupo de la policia local, incluido el jefe de policia Nathan Brimmer, y el director del fbi Donald Bayllis, un hombre bajo y corpulento con el rostro mas blanco que la casa donde se encontraba ahora, vestido con un traje cruzado.

El ultimo en entrar fue Seth Frank, que cerro la puerta. Traia un maletin marron. Richmond miro a cada uno de los recien llegados, y su mirada se centro por fin en el detective de homicidios.

– El detective… Frank ?no? En el caso de que no se haya dado cuenta, esta interrumpiendo una reunion confidencial del gabinete. Tendre que pedirles que se retiren. -Miro a los cuatro agentes del servicio secreto, enarco las cejas y movio la cabeza para senalarles la puerta. Los agentes le devolvieron la mirada sin moverse de su sitio.

Frank se adelanto. Con toda discrecion saco un papel del bolsillo, lo desplego y se lo entrego al presidente. Richmond miro el papel mientras el gabinete contemplaba asombrado la escena. El presidente miro una vez mas al detective.

– ?Es una broma?

– Esto es una copia de una orden de arresto a su nombre por asesinatos cometidos en la mancomunidad de Virginia. El jefe Brimmer tiene una orden similar por asesinato en el distrito. Sera efectiva despues de que la mancomunidad acabe con usted.

El presidente miro a Brimmer, que le devolvio la mirada mientras asentia con una expresion severa. La mirada fria del jefe de policia reflejaba claramente su opinion sobre el jefe del ejecutivo.

– Soy el presidente de Estados Unidos. No pueden servirme nada que no sea cafe. Ahora salgan de aqui. -El presidente les volvio la espalda y camino hacia su sillon.

– Es probable que sea cierto. Sin embargo, no me importa. En cuanto acabe el proceso de destitucion ya no sera el presidente Alan Richmond sino Alan Richmond a secas. Y cuando eso ocurra volvere. Puede estar seguro.

El presidente se dio la vuelta, con el rostro blanco como la leche.

– ?Destitucion?

Frank avanzo hasta quedar frente a frente con el hombre. En cualquier otro momento esto habria provocado la respuesta inmediata por parte de los agentes del servicio secreto. Ahora, los cuatro no se movieron. Era imposible saber por sus expresiones lo que cada uno de ellos sufria por la perdida de un colega muy respetado. Johnson y Varney estaban furiosos por el engano de que habian sido objeto en relacion con los episodios ocurridos en la casa de los Sullivan. Ahora el hombre al que consideraban responsable se desmoronaba ante ellos.

– Basta de rollos. Hemos detenido a Tim Collin y a Gloria Russell. Ambos han renunciado a sus derechos y han

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