la caseta del timon, Sweat estaba colgando el telefono y tenia el rostro enrojecido por la colera.

– ?Malditos bastardos! -silbo.

– ?Cual es el problema?

– Se los han llevado -dijo Sweat, golpeando el timon con el puno-. Los malditos federales entraron en el deposito y se llevaron los cadaveres del dirigible.

– Pero hay que seguir el procedimiento legal -protesto Rooney.

– Seis hombres de paisano y dos agentes federales se presentaron con los papeles necesarios, metieron los cadaveres en tres cajas de aluminio llenas de hielo y se los llevaron en un helicoptero de la Marina de los Estados Unidos.

– ?Cuando ha sido esto?

– Hace menos de diez minutos. Harry Victor, el principal investigador del caso, dice que tambien desvalijaron la mesa de su oficina en Homicidios, cuando estaba en el retrete, y se llevaron lo que quisieron de su archivo.

– ?Y mi dictamen de autopsia?

– Se lo llevaron tambien.

La ginebra habia puesto a Rooney en un estado euforico.

– Bueno, tomeselo bien. Les han sacado del atolladero, a usted y al departamento.

La colera de Sweat se fue aplacando lentamente.

– No puedo negar que me han hecho un favor, pero son sus metodos los que me joden.

– Hay un pequeno consuelo -murmuro Rooney. Empezaba a costarle mantenerse en pie-. El Tio Sam no se lo ha llevado todo.

– ?Como que?

– Omiti algo en mi dictamen. Un resultado de laboratorio que se prestaba demasiado a controversias para consignarlo por escrito, que era demasiado estrafalario para mencionarlo como no fuese en una casa solitaria.

– ?De que esta hablando? -pregunto Sweat.

– De la causa de la muerte.

– Dijo usted hipotermia.

– Cierto, pero me deje la parte mejor. Mire, olvide consignar la fecha de la muerte.

El lenguaje de Rooney empezaba a ser estropajoso.

– Solo pudo producirse dentro de los ultimos dias.

– ?Oh, no! A esos pobres hombres se les congelaron las tripas hace mucho tiempo.

– ?Cuanto?

– Hace uno o dos anos.

El sheriff Sweat se quedo mirando fijamente a Rooney, con incredulidad. Pero el forense siguio sonriendo, como una hiena. Y todavia sonreia cuando se doblo sobre la borda y vomito.

8

La casa de Dirk Pitt no estaba en una calle de un barrio elegante ni en un alto edificio con vistas a las enmaranadas copas de los arboles de Washington. No tenia jardin ni vecinos con ninos llorones y perros ladradores. Su casa no era una casa, sino un viejo hangar situado junto al Aeropuerto Internacional de la capital.

Desde fuera, parecia desierto. El edificio estaba rodeado de hierbajos y sus paredes eran de hierro ondulado, deterioradas por la accion del tiempo y sin pintar. El unico indicio que sugeria remotamente la posibilidad de algun ocupante era una hilera de ventanas debajo del borde del techo abovedado. Aunque estaban sucias y cubiertas de polvo, ninguna estaba rota, como suelen estarlo las de un almacen abandonado.

Pitt dio las gracias al empleado del aeropuerto que le habia traido en coche desde la zona terminal. Mirando a su alrededor, para asegurarse de no ser observado, saco un pequeno transmisor del bolsillo de su chaqueta y dio una serie de ordenes que desconectaron los sistemas de alarma y abrieron una puerta lateral que parecia no haber girado sobre sus goznes en treinta anos.

Entro y piso un suelo liso de hormigon en el que habia casi tres docenas de resplandecientes automoviles clasicos, un aeroplano antiguo y un vagon de ferrocarril de principios de siglo. Se detuvo y contemplo amorosamente el chasis de un Talbot-Lago frances deportivo que estaba en una fase temprana de reconstruccion. El coche habia sido casi totalmente destruido en una explosion, y el estaba resuelto a restaurar los retorcidos restos y darles su anterior belleza y su antigua elegancia.

Subio la maleta y la bolsa de mano por la escalera de caracol de su apartamento, instalado contra la pared del fondo del hangar. Su reloj marcaba las dos y cuarto de la tarde, pero, corporal y mentalmente, tenia la impresion de que era cerca de la medianoche. Despues de deshacer su equipaje, decidio pasar un par de horas trabajando en el Talbot-Lago y tomar una ducha despues. Se habia puesto ya el mono cuando un fuerte timbrazo resono en el hangar. Saco un telefono inalambrico de un bolsillo.

– Diga.

– El senor Pitt, por favor -dijo una voz femenina.

– Yo mismo.

– Un momento.

Despues de esperar casi dos minutos, Pitt corto la comunicacion y empezo a reconstruir el delco del Talbot. Pasaron otros cinco minutos antes de que volviese a sonar el timbre. Abrio la comunicacion y no dijo nada.

– ?Esta todavia ahi, senor? -pregunto la misma voz.

– Si -respondio Pitt con indiferencia, sujetando el telefono entre el hombro y la oreja mientras seguia trabajando con las manos.

– Soy Sandra Cabot, la secretaria personal de la senora Jessie LeBaron. ?Estoy hablando con Dirk Pitt?

A Pitt le disgustaban las personas que no podian hacer personalmente sus llamadas telefonicas.

– Asi es.

– La senora LeBaron desea entrevistarse con usted. ?Puede venir a verla a las cuatro?

– Se esta pasando, ?no?

– ?Como dice?

– Lo siento, senorita Cabot, pero tengo que cuidar a un coche enfermo. Tal vez si la senora LeBaron pasara por mi casa, podriamos hablar.

– Temo que esto no es posible. Celebra un coctel formal a una hora mas avanzada de la tarde, y asistira el Secretario de Estado. No puede salir de aqui.

– Entonces, sera otro dia.

Hubo un helado silencio; despues, se oyo la voz de la senorita Cabot:

– No lo entiende.

– Tiene razon, no lo entiendo.

– ?No le dice nada el nombre LeBaron?

– No mas que Shagnasty, Quagmire o Smith -mintio maliciosamente

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