Kerrigan, que se habia puesto en pie sin separarse de la mesa, estrecho tambien su mano y, tras rogarles que tomaran asiento, volvio a dejarse caer sobre su silla. Lutz y Kolldehoff atendieron a las indicaciones de Kerrigan y entonces el primero empezo a hablar. Dijo que el cargamento, como siempre, habia llegado sin novedad y que esperaba que Kerrigan encontrara mejores ofertas de las que habia tenido por el anterior envio de seda, a lo cual el americano contesto que haria lo posible, y anadio, dirigiendose mas bien a Kolldehoff, que la competencia estaba empezando a abrirse paso tambien en la ciudad de Amoy y que no era ya tan facil colocar los generos a buen precio como cinco anos atras. Kolldehoff se limito a asentir con la cabeza en silencio. Fue entonces cuando Kerrigan cometio una imprudencia, aunque me imagino que de no haberlo hecho poco habrian variado los resultados de aquella entrevista: se encaro con Lutz y comenzo a hablarle de su proximo viaje, esta vez a Batavia, para recoger un cargamento de habanos procedentes de America. Le dio instrucciones, ordenes, le hizo ver la importancia de la mercancia -por primera vez americana-, le comunico que habria de prescindir del timonel habitual por desconfiar de su fidelidad, le indico la ruta que habria de seguir, le informo de la contrasena que habria de emplear para reconocer al hombre que le proporcionaria las cajas de habanos y, sin embargo, no observo que el rostro de Lutz se iba ensombreciendo mas y mas a medida que el hablaba. Entonces Kolldehoff miro al aleman con impaciencia y este dio un punetazo sobre la mesa. Kerrigan, sorprendido, interrumpio su torrente de palabras e instintivamente abrio un poco el cajon donde habia escondido la pistola -con la mano izquierda- y se llevo la derecha al bolsillo de su chaqueta. Lutz, con mucho aplomo, se puso en pie y dijo que no deseaba demorar por mas tiempo el feliz momento de comunicarle la buena noticia de que ya tenia una respuesta a la oferta que Kerrigan le habia hecho once meses antes. Nuestro amigo se separo un poco de la mesa y pregunto:

«?Y cual es esa respuesta?»

«Deseo comprar tu parte, Kerrigan», contesto Lutz.

En todos aquellos meses lo unico que Kerrigan no habia previsto era lo que entonces estaba sucediendo: el nunca creyo muy habil a su socio. Aunque suponia cual iba a ser la contestacion del aleman, domino su nerviosismo, solto una carcajada e inquirio con cierta sorna:

«?Puedo saber con que dinero, Lutz?»

La respuesta de este no le defraudo:

«Con el del senor Kolldehoff, que sera mi nuevo socio.»

Kerrigan podria haber intentado jugar la misma carta que Lutz y haber dicho que lo pensaria, pero por un lado estaba convencido de que este no se dejaria enganar tan estupidamente como el y por otro se imaginaba que ante tal contestacion los otros le pondrian un plazo. Por ello tomo la determinacion de hacer de una vez frente al problema y, sacando de su bolsillo la diminuta pistola, encanono a Lutz y a Kolldehoff y dijo:

«Ya estoy harto de tenerte aqui, Lutz. No quiero matarte ni tampoco a tu amigo, a quien acabo de conocer y contra el cual no tengo nada. Has sido un mal socio y la compania, lo sabes muy bien, es mia. Es mi idea y mi trabajo. Largaos de aqui para siempre y no volvais a poner los pies en este edificio si no quereis obligarme a mataros. ?Lo oyes bien, Lutz? Si me dejas algunas senas te enviare lo que te corresponde por tu parte en el negocio, aunque si no te fias de mi no te lo reprochare. Has de correr el riesgo. Y ahora fuera de aqui. Te lo advierto, Lutz: te matare si intentas algo. Y a usted tambien, senor Kolldehoff.»

Los dos hombres retrocedieron hasta la puerta, la abrieron y salieron. Antes de cerrar Lutz exclamo lleno de ira:

«?Tendras noticias mias, Kerrigan!»

Kerrigan sabia que Lutz no se atemorizaria por unas simples amenazas, y si no lo mato entonces fue, segun el mismo confiesa, porque ya se iba haciendo mayor y empezaba a costarle trabajo matar a una persona a sangre fria. Estaba seguro, mientras los veia alejarse en direccion al hotel desde la ventana, de que Lutz y Kolldehoff, aquel holandes impasible, volverian para tratar de matarle al cabo de unos dias, cuando hubieran configurado un plan.

Efectivamente, pasaron tres dias sin que nada demasiado anormal sucediese y Kerrigan, no obstante, tuvo ocasion de comprobar cual era el plan -o al menos los primero pasos del plan- de los dos centroeuropeos. Durante aquellos tres dias los empleados de Kerrigan -cuya lealtad, como usted recordara, habia comprado durante las prolongadas ausencias de Lutz- fueron desapareciendo de forma aparentemente misteriosa; y digo aparentemente porque Kerrigan sabia con certeza que Kolldehoff y su dinero los estaban sobornando para que lo abandonaran. Sin embargo, conocia a los chinos y su peculiar sentido de la amistad: el no los habia comprado con dinero, sino con favores y buenos tratos y por tanto sabia que sus subordinados no levantarian una mano contra el por mucho que les ofreciese Kolldehoff y les intimidase Lutz; se limitarian a no apoyarle y a hacerse a un lado en la rencilla. No estarian de su parte, pero tampoco estarian de la de sus enemigos. Por ello, cuando al cuarto dia la ultima pareja de empleados se esfumo, Kerrigan tuvo la seguridad de que tendria que luchar para guardar sus posesiones aquella misma noche, solo, y de que solo tendria que hacerlo contra dos hombres.

Paso la manana ocupado en cargar, una por una, todas las armas de que disponia y en colocarlas en sitios estrategicos de toda la casa: puso un rifle de repeticion junto a todas las ventanas (que atranco, asi como las puertas, con gruesas estacas de madera) de tal manera que pudiera desplazarse con gran agilidad -sin el peso de un arma- de una zona del edificio a otra sabiendo que en cualquiera de ellas tendria algo con que disparar preparado a su alcance. Confiaba, ademas, en que con ello lograria dar la impresion de que eran varios hombres los que hacian fuego y, si no ahuyentar a sus atacantes, si al menos hacerles dudar de su superioridad numerica y desconcertarles. La tarde, sin embargo, con todo ya bien calculado y nada que hacer sino esperar, le resulto inaguantable. Nervioso, paseaba por las habitaciones vacias, intentaba leer sin conseguirlo, bebia sin demasiadas pausas entre copa y copa. Cuando llego la noche estaba muy excitado y algo ebrio. La casa de Kerrigan estaba rodeada por matorrales que el, desde una ventana, vigilaba constantemente. Empezo a ver sombras y a creer que oia pisadas y que los matorrales se movian hacia las nueve de la noche. A las nueve y media oyo un griterio lejano y vio cierto fulgor desacostumbrado sobre la zona del puerto, que apenas si se divisaba desde Kerrigan amp; Lutz: No hizo mucho caso y a las diez, cuando volvia a sospechar de los matorrales, la voz de Lutz le sobresalto y, al oirla, apago las luces de todo el edificio.

«?Kerrigan! Tus barcos estan ardiendo desde hace media hora; sal a verlo si tienes valor», habia gritado la voz del aleman.

Kerrigan comprendio dos cosas en aquel instante: por un lado, que el resplandor proveniente de la zona portuaria se debia al incendio de sus embarcaciones, y por otro, que Lutz no tenia el menor interes en quedarse con la compania; solo le interesaba vengarse de la oferta que le habia hecho la noche en que celebraron el primer aniversario de la fundacion de la firma y para lograrlo estaba dispuesto a destruirlo todo: los barcos, las mercancias, las oficinas, todo. Se dio cuenta de que habia enfocado erroneamente la defensa de sus propiedades y, rabioso, contesto con una descarga hacia el lugar de donde habia salido la voz de Lutz. Oyo como este se replegaba y se escondia entre los matorrales y casi al mismo tiempo varias balas acribillaron las contraventanas desde las cuales habia disparado. Se retiro de alli y espero un rato hasta que volvio a oir la voz de Lutz:

«Ya no tienes nada, Kerrigan, solo esas malditas oficinas. Abandonalas si no quieres perderlas tambien, y con ellas la vida. He quemado las embarcaciones, pero todavia queda el dinero. Si nos entregas todo lo que tienes, nos iremos.»

Kerrigan volvio a disparar contra los matorrales, pero aun escucho la risa de Lutz cuando dejo de hacer fuego. No veia nada y empezo a perder el control de sus nervios. Le parecio oir un ruido en la puerta trasera; corrio hasta alli y vacio un cargador sobre ella. Creyo tambien oir un quejido y, curioso, abrio la puerta para echar un vistazo. Recibio una lluvia de balas y una de ellas le alcanzo en una pierna. Era, por supuesto, Kolldehoff. Cerro apresuradamente, se sento en el suelo, comprobo que la herida no era grave y que el proyectil no habia roto ningun hueso y podia andar, y trato de calmarse. Mientras, seguia oyendo la voz de Lutz, que se burlaba de el y le amenazaba. De pronto se le ocurrio una idea. Elevo la voz y llamo a Kolldehoff. Este no respondio, pero Kerrigan continuo:

«No se quien eres ni me importa, Kolldehoff, pero se que eres un miserable y que no tienes dinero ni para comprar la compania ni para volver de aqui a Singapur. ?Cuanto te paga Lutz por hacer esto? Sea lo que sea yo te pagare el triple si te pones de mi lado. Acabemos con el, ?eh, Kolldehoff ?Estas de acuerdo?»

Hubo un rato de silencio y entonces la parca contestacion del holandes se oyo clara y nitida:

«?No!.», grito.

Y acto seguido Lutz volvio a hablar con triunfalismo. Lanzo varia carcajadas y repitio una y otra vez que

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