Kerrigan estaba perdido sin remision. El capitan corrio de nuevo hasta la puerta delantera y disparo una vez mas contra los matorrales, sin ningun exito. Entonces hubo unos minutos de silencio hasta que, procedente de la parte trasera de la casa, se oyo el ruido de una rafaga de aire. Kerrigan fue hasta alli y vio que Kolldehoff habia lanzado una antorcha que habia entrado a traves de los cristales rotos por las balas del holandes y que habia prendido las cortinas de lo que era su dormitorio. Las arranco y sofoco el fuego, pero mientras acababa de extinguirlo dos teas mas penetraron por la ventana rota y oyo como Lutz, por el otro lado, estaba a su vez lanzando antorchas encendidas. Noto que una de ellas caia sobre el tejado, de paja, y las llamas empezaron a extenderse por toda la casa. Recordo entonces que tenia polvora almacenada y corrio al cuarto en que estaba guardada. Abrio una ventana y echo fuera tres o cuatro cajas; no le dio tiempo a mas porque el humo le atosigaba y hacia llorar a sus ojos y ademas oyo que uno de los dos estaba intentando echar abajo la puerta delantera. Se traslado hasta alli, algo renqueante ya a causa de la mucha sangre que habia perdido, y aguardo, escondido detras de un enorme archivador de madera muy gruesa, a que la entrada cediera, con una pistola en cada mano. Cuando la puerta se abrio de golpe Kerrigan no pudo ver a nadie hasta que de repente Lutz entro, disparando hacia todos los puntos de la habitacion. Kerrigan espero un poco mas, y cuando vio que el humo empezaba a irritar los ojos de Lutz y a cegarle, salio de su escondite y abrio fuego contra el. Lutz solto la escopeta que llevaba entre las manos y se desplomo. En realidad cayo al suelo aparatosamente y en pocos segundos su cabello rubio estropajoso y su traje blanco se tineron de rojo. Kerrigan vio borrarse sus facciones y aprovecho el momento para salir de la casa, proxima a explotar, con tanta rapidez como su pierna herida le permitia, pero mientras corria hacia los matorrales sintio el impacto de una bala en el hombro izquierdo. Tuvo tiempo de volverse y de ver a Kolldehoff, que sin duda habia entrado por la puerta que hasta entonces habia asediado, en el umbral. Un segundo despues lo que quedaba de Kerrigan amp; Lutz volo por los aires. Kerrigan no sabe a ciencia cierta si Kolldehoff murio, pues asi como se encontraron los pies y parte del torax de Lutz, nada se pudo hallar que demostrara que el holandes silencioso habia sido partido en pedazos en aquel lugar; ni tampoco, nunca, se volvio a saber de el.

Como le dije muy al principio de esta narracion, Kerrigan, en el ano 1892, se encontraba en la ciudad de Amoy arruinado y prematuramente envejecido, rabioso y desolado. Habia cifrado sus esperanzas de regenerarse y llevar una vida apacible en la compania de navegacion, que le habia costado cinco anos poner en marcha. La destruccion de todo lo que poseia, incluido el dinero, que guardaba en las oficinas, fue un duro golpe para el y lo hizo aun mas amargado y rencoroso. Decidio que nada valia la pena y comprendio que jamas llegaria a convertirse en un caballero digno y respetable y que la unica manera de vivir era por y para el presente y sin tener ningun tipo de consideracion hacia los demas. Usted se preguntara que como puedo decir que fue entonces cuando tomo estas decisiones, pero le dire que Kerrigan siempre tuvo el deseo recondito de abandonar su vida aventurera y llegar a ser lo que por ejemplo fue su padre: un terrateniente querido y admirado por su familia y por sus vecinos. Si Kerrigan se endurecio y fue un hombre cruel y despiadado fue principalmente por culpa de las aciagas circunstancias que siempre lo rodearon. Fue entonces, como digo, en 1892, cuando tomo aquellas decisiones, y precisamente que fuera entonces cuando lo hizo, hace solo doce anos, hace aun mas admirable su figura actual, que poco tiene que ver con la de aquella epoca. No crea usted que es facil que un hombre tan desenganado como Kerrigan cambie despues de haber rebasado los cuarenta; y el lo hizo, creame, a pesar de que hace unos dias tirara por la borda a Amanda Cook y apunalara al capitan Seebohm. Tambien yo dispare contra Leonide Meffre hace unos dias y no por ello me considero un desalmado aun en contra de la opinion de la senorita Bonington. Bien, reanudare mi relato: el capitan Kerrigan consiguio llegar hasta Hong-Kong y alli permanecio, vagando por los muelles y viviendo de pequenas chapuzas que le ofrecian, hasta que se hubo restablecido plenamente de sus heridas. Entonces trato de enrolarse en la tripulacion de algun barco con destino a America, pero aquello no era facil: era la epoca de las grandes emigraciones al nuevo continente y los asiaticos que aspiraban a lo mismo que Kerrigan se contaban por millares. Ni su experiencia ni su condicion de americano le sirvieron de nada y -esto es muy confidencial- su grado de capitan es tan solo imaginario. Salir de China se convirtio en una verdadera obsesion para el hasta el punto de que llego a asesinar a dos marinos, uno americano y otro frances, con el fin de apoderarse de su documentacion y sus uniformes y suplantarlos. Pero en ambas ocasiones -en una porque la victima era el hijo del comandante del navio y en otra porque sus conocimientos de frances eran muy leves- fue descubierto y se vio obligado a huir precipitadamente y a permanecer escondido hasta que las embarcaciones de los marinos hubieran zarpado. Su situacion era tan desesperada que incluso trato de ahorcarse, pero fue salvado en ultima instancia, aunque no recuerdo ahora por quien. Llevo esta miserable existencia plagada de reveses, infortunios y traspies durante casi un ano, hasta que por fin, y de forma un tanto casual, encontro la oportunidad de abandonar Hong-Kong. Kerrigan, entre otros muchos oficios, habia aprendido el de carterista, y durante la temporada que siguio a la desaparicion de Kerrigan amp; Lutz se vio obligado a desempenarlo con mucha asiduidad. Por ello frecuentaba los vestibulos de los grandes hoteles. Aun conservaba uno de los elegantes trajes de director de una compania de navegacion y sus relucientes botas altas, y con esta indumentaria y un sombrero que robo con este fin, su presencia en los lugares mas finos de la ciudad no desentonaba ni era rechazada por porteros, gerentes, ordenanzas y demas ralea. Sus hurtos no eran espectaculares y las mas de las veces no eran denunciados hasta que el ya se habia alejado del lugar del delito, por lo que su rostro no era conocido ni sus pasos seguidos por los detectives del hotel. Por otra parte, los que pagaban siempre en tales circunstancias eran los botones y porteadores nativos, con lo que Kerrigan, en sus fechorias, gozaba poco menos que de total impunidad. Un dia estaba en el vestibulo del hotel Empire, tal vez el segundo mejor de la ciudad, sentado en uno de los sofas de espera y al lado de un caballero cincuenton y de aspecto severo, elegantemente trajeado y que llamaba la atencion por su cuidadisimo bigote y por su monumental monoculo y que, segun se deducia de su actitud impaciente, aguardaba la bajada de alguna dama que se habria entretenido en el tocador mas tiempo del calculado. Kerrigan leia un periodico y con poco disimulo -su destreza le hacia confiado- iba acercando su mano al bolsillo derecho de la chaqueta del caballero; justo en el momento en que la introducia y, tras tantear y sentir el familiar contacto, sacaba lentamente con los dedos indice y corazon una cartera de cuero, el caballero se incorporo levemente para dar la bienvenida a otro hombre, mas joven que el, pero igualmente bien vestido. Kerrigan tuvo tiempo de guardarse la cartera sin ser visto, e inmediatamente despues de que lo hubiera hecho, el caballero se volvio hacia el y le rogo que se corriera un poco para hacer sitio a su amigo. Kerrigan obedecio atentamente y entonces los dos hombres mantuvieron una breve conversacion. El de mas edad estaba de pesimo humor por dos motivos: su esposa -Kerrigan no habia fallado en sus suposiciones- se retrasaba insolentemente, y sus gestiones para contratar a un experto marino habian constituido un rotundo fracaso. El joven -en realidad tendria muy pocos anos menos que el mismo Kerrigan, por entonces ya un cuarenton- contesto que tampoco el habia tenido exito y propuso como explicacion al hecho de que los marinos se negaran a acompanarles que todos deseaban cobrar por adelantado. A esto el caballero del monoculo respondio con violencia y malos modos que no se trataba de eso sino de que los tiempos habian cambiado y ya no habia gente amiga del riesgo. Segun el, todos aquellos marinos eran un hatajo de cobardes que no se movian de sus casas si no sabian antes de partir hacia donde se dirigian y cuanto tiempo duraria el viaje. Reconocia que ellos eran unos excentricos, pero encontraba desmesuradas las prevenciones de aquellos individuos. Como podra usted imaginar, Kerrigan no lo dudo un instante. La conversacion de los dos caballeros no le habia dado ningun detalle acerca del tipo de travesia que se traian entre manos, pero poco le importaba un sitio u otro con tal de abandonar aquel pais en el que la mala suerte se habia ensanado con el. Asi que aprovechando que el caballero del monoculo le daba la espalda al estar vuelto hacia su companero, saco de su bolsillo la cartera que le habia robado, le toco suavemente en un hombro y, ofreciendosela, le advirtio que se le habia caido al suelo. El caballero, que debia de estar de muy mal talante, ni siquiera se llevo la mano a la chaqueta para comprobarlo y, mirandola con desconfianza, le pregunto si estaba seguro de que aquella era su cartera. Kerrigan, entonces, contesto que si utilizando la formula que emplean los marinos de la armada inglesa para ello (aye, are, senor) y dijo que la habia visto deslizarse de su bolsillo cuando el caballero habia hecho un movimiento brusco con el brazo. Como usted sabe, esta peculiar forma de decir si que tienen nuestros marinos es universalmente conocida y ademas, en aquella ocasion, los dos caballeros eran ingleses que residian en la India, de modo que al escuchar la contestacion de Kerrigan sus rostros se iluminaron y el de mas edad, sin siquiera recoger de sus manos la cartera perdida, le pregunto si era marino.

«Aye, are, senor», volvio a decir Kerrigan con un acento exageradamente britanico, «durante quince anos he sido capitan de un buque al servicio de Su Majestad». Y anadio: «Capitan Joseph Dunhill Kerrigan, a sus ordenes.»

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