El caballero del monoculo cogio por fin la cartera, le dio las gracias y se presento como el doctor Horace Merivale y acto seguido el hombre mas joven hizo lo propio como Reginald Holland, y ambos, casi al unisono, le invitaron a tomar algo en el bar del hotel. Kerrigan acepto de buen grado y los tres se encaminaron hacia el lugar no sin antes haber advertido a un conserje que si la senora Merivale bajaba le indicaran en que sitio podria encontrarles. Una vez que se hubieron sentado a una mesa y tuvieron ya sus copas, Reginald Holland se atrevio a preguntarle a Kerrigan si aun estaba en servicio activo, pero antes de que Kerrigan pudiera contestar que ya estaba retirado y que se hallaba en Hong-Kong haciendo turismo -aunque tuvo ocasion de manifestarlo mas tarde- el doctor Merivale intervino y, haciendo votos por que la franqueza imperase en todas las relaciones, fueran personales o comerciales, reprendio a Holland por andarse con rodeos y se encaro con Kerrigan directamente. Le explico sin ambages que necesitaban con urgencia la cooperacion de un hombre extremadamente familiarizado con el mar y sus secretos que estuviera dispuesto a adentrarse en el Oceano Pacifico sin rumbo determinado y a la busqueda de islas paradisiacas. Kerrigan, un tanto sorprendido por estos fines, le pregunto que a que se referia con exactitud al hablar de islas paradisiacas. El doctor Merivale se sonrojo un poco, quiza pensando que Kerrigan lo tomaba por un ingenuo, y le amplio la informacion: tanto Holland como el eran enormemente ricos -no dijo por que y Kerrigan supuso que habrian heredado minas o el control de grandes empresas- y tenian la intencion de comprar -a instancias de la caprichosa senora Merivale: se excuso- una isla en el Pacifico de clima constantemente calido y que estuviera deshabitada. Alli podrian construir una gran mansion o, quien lo sabia, tal vez fundar una ciudad de la que ellos serian duenos y a la que podrian bautizar, por ejemplo, con el nombre de Merry Holland -y aqui fue el de menos edad quien enrojecio mas, no se sabe si de verguenza o de placer-. Anadio Merivale que, por supuesto, no habia contado tal historia a los marinos chinos o tabernarios por estimar que eran gente de escasa agudeza y de menos escrupulos que se habrian reido de sus intenciones o habrian tratado de desvalijarlos a la primera oportunidad. En su lugar les habian hecho creer que eran arqueologos en busca de islas inexploradas; y agrego, con cierta ampulosidad servil, que la cosa cambiaba al tratarse de un marino de la Armada Real Britanica de fino espiritu, de un conocedor del mundo y de la complejidad de la vida, de un oficial de honor. Kerrigan, que habia escuchado a aquellos dos megalomanos con una indiferencia en verdad britanica y marcial, se limito a responder que aceptaba la oferta, a manifestar que los honorarios que habria de cobrar no eran una cuestion que tuviera importancia para el y que por tanto les rogaba que fueran ellos los que decidieran la cantidad, y a preguntar si disponian ya de una embarcacion. Los dos hombres, alborozados por su respuesta afirmativa, contestaron que ya habian adquirido, por un precio razonable si se tenia en cuenta que las excelencias de la embarcacion no eran escasas, un pequeno velero que solo necesitaba de un capitan -con el que ya contaba- y de dos marineros -los cuales, dijeron, esperaban que fueran faciles de reclutar entre los muchos muertos de hambre que veian por las calles- para lanzarse al oceano; y estrecharon la mano de Kerrigan con mucho enfasis y calor.
Este expreso sus deseos de ver el barco antes de partir y prometio estar listo para zarpar en un plazo de treinta y seis horas y encargarse de contratar a los dos esbirros. El doctor Merivale y el senor Holland rieron de buena gana ante la ocurrencia de Kerrigan, que tan ingeniosamente habia apodado a los que habrian de ser poco menos que sus companeros de viaje, pagaron, y despues de haber concertado una cita con el para el dia siguiente con el fin de que comprobara el buen estado del velero y si era adecuado para realizar sus extravagantes propositos, y con el de estudiar con detenimiento y con el consejo del capitan la ruta que habrian de seguir, se retiraron, seguramente decididos a subir de una vez a los aposentos de la senora Merivale.
El
La senora Merivale, de nombre Beatrice, era, sin embargo, otra cuestion. Rubia, muy bella, caprichosa y arrogante, parecia desdenar a la humanidad entera, incluyendo en ella a su marido y al senor Holland. Mucho mas joven que aquel, sin duda se habia casado por dinero, y, con sus amplios pantalones blancos y sus panuelos al cuello, los tres primeros botones de la blusa siempre desabrochados y un aire que era mezcla de ausencia y provocacion, se paseaba por el velero o permanecia sentada durante largo rato cerca de Kerrigan, distrayendole con su fragancia. E incluso, muy de cuando en cuando, le distraia con espaciadas preguntas acerca del mar y de los criterios de navegacion, formuladas en un tono que mas que otra cosa parecia indicar que consideraba a Kerrigan un simple manual que encerraba todas las contestaciones. Esto, y que con frecuencia peinara su largo cabello rubio sobre cubierta, eran dos cosas que exasperaban a Kerrigan, quien se sentia impedido para hacer cualquier tipo de avance o insinuacion respecto a ella. No parecia tonta, sino mas bien lo contrario, y por eso el capitan, asi como tenia la certeza de que ninguno de los dos hombres habia advertido el cambio de rumbo, ignoraba si Beatrice Merivale lo habia hecho. A veces, mientras su marido y Reginald Holland estaban ocupados con sus naipes, se quedaba mirandole fijamente durante largo rato, como pidiendole explicaciones por su conducta desobediente, con un gesto de desafio cuyo alcance Kerrigan no llegaba a comprender. Y sobre todo, cuando los dos caballeros, al cabo de diez dias de viaje, preguntaron extranados como aun no habian encontrado ninguna isla en su camino y la senora Merivale les tranquilizo diciendoles, a manera de reproche por su ingenuidad, que el
Pasaron los dias y Kerrigan, avisado de que los dos hombres ofrecian el peligro de ser tan impacientes como inocentes, cambio de actitud y decidio alterar sus planes. Aminoro la forzada marcha que habian llevado hasta entonces y una manana reunio a los tres pasajeros del velero y les anuncio que se estaban aproximando a un archipielago. La noticia fue acogida con enorme alborozo por parte del doctor Merivale y Reginald Holland y con una expresion de extraneza por parte de la senora, que no hizo sino fortalecer las suposiciones del capitan. Este no solo habia decidido detenerse en la isla Marcus -cuyos islotes adyacentes eran incontables, no figuraban en los mapas y, por decirlo de alguna manera, estaban por descubrir- para contentar a sus patrones, sino que tambien lo habia hecho porque empezaban a estar necesitados de provisiones y porque juzgo que el