– ?Si?

– Usted es un Pazzi, de los famosos Pazzi, ?me equivoco?

– No. ?Como lo ha sabido?

Pazzi hubiera considerado en extremo impropia cualquier alusion a las recientes noticias de los periodicos.

– Se parece usted a uno de los rostros de los medallones de Della Robbia en la capilla de su familia en Santa Croce.

– Si, es Andrea de' Pazzi retratado como Juan el Bautista -dijo Rinaldo, con un punto de orgullo en su corazon amargado.

Cuando Pazzi abandono el salon, su ultima imagen fue la extraordinaria quietud del doctor Fell.

Muy pronto tendria motivos para confirmarla.

CAPITULO 20

En los tiempos que corren, cuando una exposicion constante a la vulgaridad y la lujuria han acabado por insensibilizarnos, resulta muy instructivo comprobar que nos sigue pareciendo perverso. ?Que puede golpear la costra purulenta que cubre nuestras sumisas conciencias lo bastante fuertemente como para despabilar nuestra atencion?

En Florencia cumplio este cometido la exposicion llamada «Atroces instrumentos de tortura», donde Rinaldo Pazzi volvio a encontrar al doctor Fell.

La muestra, que presentaba mas de veinte artilugios clasicos acompanados de una documentacion exhaustiva, habia sido montada en el Forte di Belvedere, una sobrecogedora fortaleza del siglo XVI construida por los Medicis para guardar la muralla meridional de la ciudad. El acontecimiento atrajo a una muchedumbre insolita; la excitacion saltaba como una trucha en los pantalones de la concurrencia.

La duracion prevista inicialmente era de un mes; pero los «Atroces instrumentos de tortura» permanecieron en cartel seis, durante los que igualaron la concurrencia a los Uffizi y sobrepasaron la del museo del Palazzo Pitti.

Los promotores, dos taxidermistas fracasados que habian sobrevivido hasta entonces comiendose las visceras de los animales que disecaban, se hicieron millonarios y recorrieron Europa en triunfo con su espectaculo, embutidos en flamantes trajes de etiqueta.

Los visitantes acudieron de toda Europa, sobre todo en parejas, y aprovecharon la amplitud del horario para desfilar entre los artefactos del dolor leyendo de cabo a rabo su procedencia y funcionamiento en alguno de los cuatro idiomas de los rotulos. Ilustraciones de Durero y otros artistas, asi como documentacion de la epoca, ilustraron a las masas sobre materias como las excelencias del suplicio de la rueda.

La leyenda correspondiente rezaba asi:

Los principes italianos preferian fracturar los huesos de la victima mientras esta se encontraba todavia en el suelo, colocando bloques de madera bajo los miembros, tal como muestra la imagen, y haciendo pasar la rueda sobre las articulaciones. En cambio, en el norte de Europa el metodo mas habitual era atar al condenado o condenada a la rueda, romperle los huesos con una barra de hierro y, finalmente, ensartar los miembros en las puas que recorrian la circunferencia exterior de la rueda; las fracturas proporcionaban la necesaria flexibilidad; la cabeza, que seguia aullando, y el tronco se colocaban en el centro. Este sistema resultaba mas apropiado como espectaculo, pero la diversion podia acabar demasiado pronto si algun hueso astillado alcanzaba el corazon del reo.

La exposicion no podia menos de interesar a cualquier especialista en lo peor que ha dado el genero humano. Pero la esencia de lo peor, el autentico estiercol del diablo de la Humanidad, no se encuentra en la doncella de hierro o en el potro; el horror elemental se encuentra en el rostro de la multitud.

En la semioscuridad del enorme recinto de piedra, bajo las jaulas iluminadas que colgaban del techo, el doctor Fell, experto degustador de rasgos faciales, con las gafas en la mano operada y una de las patillas metida en la boca, contemplaba el desfile del publico con una expresion de extasis.

Rinaldo Pazzi lo sorprendio en semejante actitud.

Pazzi cumplia su segunda investigacion rutinaria de aquella jornada. En lugar de comer con su mujer, se veia obligado a abrirse paso entre aquella gente para colocar avisos previniendo a las parejas contra el Monstruo de Florencia, que el inspector jefe habia sido incapaz de capturar. Se trataba del mismo cartel que presidia su propio escritorio por orden de sus nuevos superiores, junto a ordenes de busca y captura procedentes de todo el mundo.

Los taxidermistas, que vigilaban la taquilla, estuvieron encantados de anadir un poco de horror contemporaneo a su espectaculo; no obstante, indicaron a Pazzi que colocara los carteles el mismo, pues ninguno de los dos estaba dispuesto a dejar al otro a solas con la recaudacion. Algunos florentinos reconocieron al inspector jefe entre los rostros anonimos y murmuraron su nombre entre si.

Pazzi clavo chinchetas en las esquinas del cartel, azul con un gran ojo amenazador en el centro, sobre un tablon de anuncios que colgaba junto a la salida, donde captaria la atencion de un mayor numero de visitantes, y encendio el foco que pendia encima. Mientras observaba a las parejas que salian, Pazzi advirtio que muchas estaban excitadas y se frotaban al amparo de la muchedumbre. No le apetecia contemplar otro «cuadro», mas flores, ni mas sangre.

Pazzi decidio hablar con el doctor Fell. Aprovechando que estaba cerca del Palazzo Capponi, pasaria a recoger los efectos personales del conservador desaparecido. Pero cuando se alejo del tablon de anuncios, el doctor habia desaparecido. No estaba entre el torrente humano que desfilaba hacia la salida. En el lugar donde habia permanecido de pie no quedaba mas que el muro desnudo bajo la jaula de un muerto por inanicion, cuyo esqueleto en posicion fetal parecia seguir suplicando comida.

Pazzi sintio rabia. Se abrio paso entre la gente hasta el exterior, pero no dio con el erudito.

El vigilante de la salida reconocio al inspector jefe y no le dijo nada cuando paso por encima del cordon y abandono el camino para perderse en la oscuridad de los terrenos que rodean el fuerte. Llego al parapeto y miro hacia el norte por encima del rio Arno. A sus pies, la Florencia vieja, la antigua joroba del Duomo, la torre del Palazzo Vecchio erguida como una fuente de luz.

Pazzi se sintio como un alma en pena, retorciendose en un espeton de ridiculo. Su propia ciudad le hacia burla.

El FBI habia acabado de hundir el punal en la espalda del inspector jefe al declarar a la prensa que el perfil de Il Mostro elaborado por el Bureau no tenia el menor parecido con el del hombre al que Pazzi habia detenido. La Nazione anadia que el policia «habia encarrilado a Tocca hacia su celda».

La ultima vez que Pazzi habia pegado el cartel azul de Il Mostro habia sido en Estados Unidos. En aquella ocasion, lo habia colocado lleno de orgullo, como si fuera un trofeo, en una pared de la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y habia estampado su firma en el a peticion de los agentes federales. Lo sabian todo sobre el, lo admiraban, lo agasajaban. Su esposa y el habian pasado unos dias como invitados en la costa de Maryland.

Mientras permanecia apoyado en el parapeto del fuerte con la ciudad a sus pies, volvia a oler el aire salino de Chesapeake y veia a su mujer andando por la playa con unas deportivas blancas recien estrenadas.

En la Unidad de Quantico tenian una imagen de Florencia, que le ensenaron como curiosidad. Era la misma vista que contemplaba en esos momentos, la Florencia vieja desde el Belvedere, la mejor perspectiva posible. Pero no era en color. No, se trataba de un dibujo a lapiz, esfumado al carboncillo. El dibujo estaba en una fotografia, sobre el fondo de una fotografia. Era un retrato del asesino en serie norteamericano doctor Hannibal Lecter. Hannibal el Canibal. Lecter habia dibujado Florencia de memoria, y el paisaje habia colgado en su celda del hospital psiquiatrico, un lugar tan siniestro como el fuerte.

?En que momento se hizo la luz en la mente de Pazzi? Dos imagenes, la Florencia real que tenia ante sus ojos y el dibujo que veia con los del recuerdo. El cartel de Il Mostro que habia clavado hacia apenas unos minutos. El de Mason Verger ofreciendo una fuerte recompensa por Hannibal Lecter y algunas pistas, colgado en la pared de su propio despacho:

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