EL DOCTOR LECTER SE VERA OBLIGADO A DISIMULAR SU MANO IZQUIERDA Y PUEDE INTENTAR OPERARSELA, YA QUE EL TIPO DE POLIDACTILISMO QUE PRESENTA, CON PERFECTO DESARROLLO DE LOS DEDOS, ES EXTREMADAMENTE RARO Y FACILMENTE IDENTIFICABLE.
El doctor Fell llevandose las gafas a los labios con la mano atravesada por una cicatriz.
El minucioso boceto de aquella vista en el muro de la celda de Hannibal Lecter.
?Tuvo Pazzi la inspiracion mientras contemplaba la ciudad a sus pies, o le llego de la prenada oscuridad que se cernia sobre las luces? Y ?por que fue su heraldo el aroma de la brisa salina de la bahia de Chesapeake?
Por insolito que parezca tratandose de alguien con tan acusada memoria visual, la conexion se produjo como un sonido, el que haria una gota al caer en un charco cada vez mas grande.
«Hannibal Lecter habia huido a Florencia.»
?Plop!
«Hannibal Lecter era el doctor Fell.»
Su voz interior le dijo que tal vez habia perdido el juicio en el espeton de su ridiculo; su cerebro desesperado podia estar partiendose los dientes en los barrotes, como el esqueleto muerto de hambre en la jaula de la exposicion.
Sin tener conciencia de haberse movido, Pazzi se encontro en la puerta del Renacimiento, que abre el Belvedere a la pronunciada Costa di San Giorgio, una calleja tortuosa que en menos de un kilometro desciende hasta el corazon de la Florencia vieja. Sus pasos parecian arrastrarlo contra su voluntad por el pavimento de cantos rodados, bajaba mas deprisa de lo que hubiera querido, sin apartar la vista del frente en busca de aquel hombre que se hacia llamar doctor Fell, cuyo camino de vuelta a casa estaba siguiendo. A mitad de la calle torcio por la Costa Scarpuccia y siguio descendiendo hasta desembocar en la Via de' Bardi, cerca del rio. Junto al Palazzo Capponi, hogar del doctor Fell.
Pazzi, resollando por la carrera, busco un lugar, a resguardo de las luces, la entrada a un edificio de apartamentos en la acera contraria al palacio. Si pasaba alguien, podia volverse y hacer como que llamaba a un timbre.
El palacio estaba a oscuras. Sobre la enorme puerta de dos hojas, Pazzi distinguio el piloto rojo de una camara de vigilancia. No sabia si funcionaba continuamente o solo cuando alguien llamaba. Estaba instalada bajo la marquesina de la entrada. Pazzi supuso que no podia captar la extension de la fachada.
Espero media hora oyendo su propia respiracion, pero el doctor no aparecio. Tal vez estaba dentro con todas las luces apagadas.
La calle estaba desierta. Pazzi la cruzo deprisa y se apreto contra el muro.
Llegaba, muy debil, apenas perceptible, un sonido procedente del otro lado del paramento. Pazzi apoyo la cabeza contra los frios barrotes de un ventanal. Un clavicordio, las
Pazzi tenia que esperar, seguir oculto y pensar. Era demasiado pronto para levantar la caza. Tenia que decidir una linea de accion. No estaba dispuesto a ser el hazmerreir publico por segunda vez. Mientras retrocedia hacia las sombras del otro lado de la calle, su nariz fue lo ultimo en desaparecer.
CAPITULO 21
El martir cristiano San Miniato recogio su cabeza recien cortada de la arena del anfiteatro romano de Florencia, se la puso bajo el brazo y se fue a vivir a la ladera de una montana del otro lado del rio, donde yace enterrado en su esplendida iglesia, segun cuenta la tradicion.
Lo hiciera por su propio pie o llevado en andas, lo cierto es que el cuerpo de san Miniato no tuvo mas remedio que pasar por la vieja calle en que ahora nos encontramos, la Via de' Bardi. Ha caido la tarde y en la calle desierta una llovizna invernal, no lo bastante fria para anular el olor a gato, hace relucir el dibujo en forma de abanico de los cantos. Nos rodean palacios erigidos hace seiscientos anos por los principes mercaderes, los hacedores de reyes y los conspiradores de la Florencia renacentista. Al otro lado del Arno, a tiro de arco, se yerguen las crueles agujas de la Signoria, donde ahorcaron y quemaron al monje Savonarola, y ese enorme matadero de Cristos crucificados que es la Galeria de los Uffizi.
Los palacios de las grandes familias, apretados en la historica calle, congelados por la moderna burocracia italiana, son arquitectura carcelaria en su exterior, pero encierran espacios amplios y etereos, altos salones silenciosos en los que nadie penetra, ocultos tras cortinajes de seda que la lluvia ha ido pudriendo y de cuyas paredes obras menores de los grandes maestros del Renacimiento penden durante anos en la oscuridad, iluminadas tan solo por los relampagos cuando las colgaduras se desploman.
Ante ti se alza el palacio de los Capponi, una familia ilustre durante mil anos, que hizo trizas el ultimatum de un rey frances ante sus propias narices y dio un papa a la Iglesia.
Tras sus rejas de hierro, las ventanas del Palazzo Capponi permanecen a oscuras. Los soportes de las antorchas estan vacios. En aquella ventana el viejo cristal cuarteado tiene un agujero de bala de los anos cuarenta. Acercate mas. Apoya la cabeza en el frio hierro, como ha hecho el policia, y escucha. Aunque con dificultad, puedes oir un clavicordio. Las
Si te creyeras a salvo de todo peligro, ?entrarias en el edificio? ?Penetrarias en este palacio tan prodigo en sangre y gloria, seguirias a tu rostro a traves de la extendida marana de tinieblas hacia las exquisitas notas del clavicordio? Las alarmas no pueden detectarnos. El policia empapado que acecha en el quicio de una puerta no puede vernos. Ven…
En el vestibulo reina una oscuridad casi completa. Una larga escalinata de piedra, sobre cuya gelida balaustrada deslizamos las manos, con los escalones desgastados por las pisadas de cientos de anos, desiguales bajo los pies, que nos conducen hacia la musica.
Las altas hojas de la puerta del salon principal chirriarian y se quejarian si tuvieramos que abrirlas. En atencion a ti, estan abiertas. La musica procede del rincon mas alejado, el mismo del que llega la unica luz, una claridad producida por muchas velas, que enrojece al atravesar la pequena puerta de una capilla, en el angulo del salon.
Vayamos hacia la musica. Somos vagamente conscientes de pasar al lado de grandes grupos de muebles cubiertos con telas, formas ambiguas que parecen alentar a la luz de las velas, como un rebano dormido. Sobre nuestras cabezas, el alto techo desaparece en la oscuridad.
La luz rojiza cae sobre un clavicordio ornamentado y sobre el hombre que los especialistas en el Renacimiento conocen como doctor Fell, elegante, absorto en la musica que interpreta con la espalda erguida, mientras la luz se refleja en su pelo y en el dorso de su bata de seda, lustrosa como piel.
La cubierta del clavicordio esta decorada con una bulliciosa escena de bacanal, y los diminutos personajes parecen revolotear sobre las cuerdas a la luz de las velas. El hombre toca con los ojos cerrados. No necesita partitura. En su lugar, sobre el atril en forma de lira del instrumento, hay un ejemplar del diario sensacionalista norteamericano
Nuestro musico sonrie, finaliza la interpretacion de la pieza, repite la zarabanda por puro placer y, mientras aun vibra la ultima cuerda golpeada por el maculo, abre los ojos, en cuyas pupilas brilla una luz roja, minuscula como la punta de un alfiler. Ladea la cabeza y mira el periodico que tiene ante si.
Se levanta sin hacer ruido y se lleva el periodico norteamericano a la diminuta y decorada capilla, construida antes del descubrimiento de America. Cuando lo sostiene a la luz de las velas y lo despliega, los santos que presiden el altar parecen leerlo por encima de su hombro, como harian en la cola del supermercado. El tipo del titular es Railroad Gothic de setenta y dos puntos. Dice lo siguiente: «EL ANGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MAQUINA ASESINA DEL FBI».
Cuando sopla las velas, la oscuridad se traga los rostros pintados, en agonia o en extasis, alrededor del altar. No necesita luz para cruzar el enorme salon. Una brizna de aire nos acaricia cuando el doctor pasa a nuestro lado. La enorme puerta rechina y se cierra con un golpe que repercute bajo nuestros pies. Silencio.