Pisadas que entran en otra habitacion. Los ecos de la estancia permiten adivinar un espacio mas reducido, aunque el techo debe de ser igual de alto, pues los sonidos agudos tardan en rebotar desde arriba; el aire inmovil guarda olores a vitela, pergamino y cabos de vela consumidos.

El crujido de papeles en la oscuridad, el rechinar de un asiento al ser arrastrado. El doctor Lecter se sienta en un gran sillon de la fabulosa Biblioteca Capponi. Es cierto que la luz adquiere un tono rojizo cuando la reflejan sus ojos, que sin embargo no emiten un resplandor rojo en la oscuridad, como muchos de sus guardianes han asegurado. La oscuridad es completa. El doctor medita…

No puede negarse que el doctor Lecter ha creado la vacante del Palazzo Capponi haciendo desaparecer al antiguo conservador, proceso sencillo para el que bastaron unos segundos de trabajo fisico con el anciano y un modesto desembolso en la adquisicion de dos sacos de cemento; sin embargo, una vez despejado el camino, se ha ganado el puesto por meritos propios demostrando al Comitato delle Belle Arti una extraordinaria competencia linguistica, al traducir sin titubeos el latin y el italiano medieval de manuscritos redactados con la letra gotica mas enrevesada.

En este lugar ha encontrado una paz que esta decidido a conservar; desde su llegada a Florencia, aparte de a su predecesor, apenas ha matado a nadie.

Considera su eleccion como conservador y biblioteCarlo del Palazzo Capponi un premio nada desdenable por varias razones.

La amplitud y la altura de las estancias del palacio son primordiales para el doctor Lecter tras anos de entumecedor cautiverio. Y, lo que es mas importante, siente una extraordinaria afinidad con este lugar, el unico edificio privado que conoce cercano en dimensiones y detalles al palacio de la memoria que ha ido construyendo desde su juventud.

En la biblioteca, coleccion unica de manuscritos y correspondencia que se remontan a principios del siglo XIII, puede permitirse cierta curiosidad sobre si mismo.

El doctor Lecter, basandose en documentos familiares fragmentarios, creia ser el descendiente de un cierto Giuliano Bevisangue, terrible personaje del siglo XII toscano, asi como de los Maquiavelo y los Visconti. Este era el lugar ideal para confirmarlo. Aunque sentia una cierta curiosidad abstracta por el hecho, no guardaba relacion con su ego. El doctor Lecter no necesita avales vulgares. Su ego, como su coeficiente intelectual y su grado de su racionalidad, no pueden medirse con instrumentos convencionales.

De hecho, no existe consenso en la comunidad psiquiatrica respecto a si el doctor Lecter puede ser considerado un ser humano. Durante mucho tiempo, sus pares en la profesion, muchos de los cuales temen su acerada pluma en las publicaciones especializadas, le han atribuido una absoluta alteridad. Luego, por cumplir con las formas, le han colgado el sambenito de monstruo.

Sentado en la biblioteca, el monstruo pinta de colores la oscuridad mientras en su cabeza suena un aire medieval. Esta reflexionando sobre el policia.

El clic de un interruptor, y una lampara de sobremesa derrama su luz.

Ahora podemos ver al doctor Lecter sentado a una mesa larga y estrecha del siglo XIV en la Biblioteca Capponi. Tras el, una pared llena de manuscritos y grandes libros encuadernados en tela, que se remontan a ochocientos anos atras. Sobre la mesa, la correspondencia con un ministro de la Republica de Venecia del siglo XIV forma una pila sobre la que un bronce de Miguel Angel, un estudio para su Moises con cuernos, hace las veces de pisapapeles; frente al portatintero hay un ordenador portatil con capacidad para investigar on-line a traves de la Universidad de Milan.

Entre los montones pardos y amarillos de pergamino y vitela, destaca el ejemplar del National Tattler con sus rojos y azules chillones. Junto a el, la edicion florentina de La Nazione.

El doctor Lecter coge el periodico italiano y lee su ultimo ataque contra Rinaldo Pazzi, provocado por una declaracion sobre el caso de Il Mostro en la que el FBI se lava las manos: «Nuestro perfil nunca coincidio con el de Tocca», afirmaba un portavoz del Bureau.

La Nazione informaba del historial de Pazzi y de su entrenamiento en Estados Unidos, en la famosa academia de Quantico, y acababa opinando que el policia no habia hecho honor a semejante preparacion.

El caso de Il Mostro no interesaba en absoluto al doctor Lecter, pero no ocurria lo mismo con los antecedentes de Pazzi. Que fatalidad, ir a encontrar a un policia entrenado en Quantico, donde Hannibal Lecter era un caso de libro de texto.

Cuando el doctor Lecter observo el rostro de Rinaldo Pazzi en el Palazzo Vecchio y estuvo lo bastante cerca de el como para aspirar su olor, supo sin lugar a dudas que el inspector jefe no sospechaba nada, ni siquiera al preguntarle por la cicatriz de la mano. Pazzi no tenia el menor interes en lo referente a la desaparicion del conservador.

El policia lo habia visto en la muestra de instrumentos de tortura. Ojala hubiera sido una exposicion de orquideas.

Lecter era perfectamente consciente de que todos los elementos de la iluminacion estaban presentes en la cabeza de Pazzi, rebotando al azar con el resto de sus conocimientos.

?Se reuniria Rinaldo Pazzi con el difunto conservador del Palazzo Capponi, abajo, en la humedad? ?Encontrarian su cuerpo sin vida despues de un aparente suicidio? La Nazione se sentiria orgullosa de haberlo acosado hasta la muerte.

Todavia no, reflexiono el Monstruo, y dirigio su atencion a los grandes rollos de manuscritos de pergamino y vitela.

El doctor Lecter no se preocupa. Disfruta con el estilo de Neri Capponi, banquero y embajador en Venecia en el siglo XV, y lee sus cartas, a veces en voz alta, por puro placer, hasta altas horas de la noche.

CAPITULO 22

Antes de que amaneciera, Pazzi tenia en sus manos las fotografias tomadas al doctor Fell para su permiso de trabajo, ademas de los negativos de su permesso de soggiorno procedentes de los archivos de los carabinieri. Tambien disponia de los excelentes retratos policiales reproducidos en el cartel de Mason Verger. Los rostros tenian el mismo contorno, pero si el doctor Fell era el doctor Hannibal Lecter, la nariz y los pomulos habian sufrido una transformacion, tal vez mediante inyecciones de colageno.

Las orejas parecian prometedoras. Como Alphonse Bertillon cien anos antes, Pazzi escruto cada milimetro de los apendices con su lente de aumento. Parecian identicas.

En el anticuado ordenador de la Questura, tecleo su codigo de Interpol para acceder al Programa para la Captura de Criminales Violentos del FBI, y entro en el voluminoso archivo de Lecter. Maldijo la lentitud del modem e intento descifrar el borroso texto de la pantalla hasta que las letras se estabilizaron. Conocia la mayor parte del material. Pero dos cosas le hicieron contener la respiracion. Una vieja y otra nueva. La entrada mas reciente hacia alusion a una radiografia segun la cual era muy posible que Lecter se hubiera operado la mano. La informacion antigua, el escaner de un informe policial de Tennessee deficientemente impreso, dejaba constancia de que, mientras asesinaba a sus guardianes de Memphis, el doctor Lecter escuchaba una cinta de las Variaciones Goldberg.

El aviso puesto en circulacion por la acaudalada victima norteamericana, Mason Verger, animaba a cualquier informante a llamar al numero del FBI que constaba en el mismo. Se hacia la advertencia rutinaria de que el doctor Lecter iba armado y era peligroso. Tambien figuraba el numero de un telefono particular, justo debajo del parrafo que daba a conocer la enorme recompensa.

El billete de avion de Florencia a Paris es absurdamente caro y Pazzi tuvo que pagarlo de su bolsillo. No confiaba en que la policia francesa le proporcionara una conexion por radio sin entrometerse, y no conocia otro modo de conseguirla. Desde una cabina de la sucursal de American Express cercana a la Opera, llamo al numero privado del aviso de Verger. Daba por sentado que localizarian la llamada. Pazzi hablaba ingles con fluidez, pero sabia que el acento lo delataria como italiano.

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