Arrodillada en Arlington, penso en la tumba de su padre, tan lejana. No la habia visitado desde que se graduo la primera de su clase en la facultad y fue alli para contarselo. Se pregunto si no seria el momento de volver.
Vista a traves de las ramas oscuras de Arlington, la puesta de sol era tan anaranjada como las naranjas que compartia con su padre; el distante toque de corneta le produjo un escalofrio, y la losa siguio fria bajo su mano.
CAPITULO 48
Podemos verlo entre el vaho de nuestro aliento. En la noche serena sobre Terranova, distinguimos un punto de luz brillante junto a Orion; luego, pasando lentamente sobre nuestras cabezas, un Boeing 747 que encara un viento de ciento sesenta kilometros por hora en direccion oeste.
Atras, en tercera clase, donde viajan los paquetes turisticos, los cincuenta y dos miembros de «El Fantastico Viejo Mundo», un recorrido por once paises en diecisiete dias, regresan a Detroit y Windsor, Canada. El espacio para los hombros es de cincuenta centimetros. El espacio para las caderas entre los reposabrazos, de otros tantos. Lo que hace cinco centimetros mas de los que tenian los esclavos en los barcos que los sacaban de Africa.
Los pasajeros se deleitan con sandwiches congelados de carne resbaladiza y queso de plastico gentileza de la compania, y aspiran las ventosidades y demas emanaciones de sus projimos en el aire economicamente reprocesado, una variante del principio del licor de cloaca establecido por los mercaderes de reses y cerdos en los anos cincuenta.
El doctor Hannibal Lecter ocupa un asiento en las hileras centrales, flanqueado por dos ninos. Al final de su hilera hay una mujer con una criatura. Despues de tantos anos de celdas y mordazas, el doctor no soporta que lo confinen. Uno de los ninos nene en el regazo un juego de ordenador que no para de soltar pitidos.
Como muchos pasajeros repartidos por las plazas baratas, el doctor Lecter lleva una brillante insignia amarilla con un monigote sonriente y «CAN-AM TOURS» escrito en grandes letras rojas, y viste un chanda! de mercadillo. El suyo lleva los colores de los Toronto Maple Leais, un equipo de hockey sobre hielo. Debajo, una suma considerable de dinero, pegada al cuerpo.
El doctor Lecter ha pasado tres dias con el grupo tras comprar su billete a un revendedor parisino de cancelaciones de ultima hora por enfermedad. El hombre que debia ocupar su asiento habia vuelto a Canada en una caja despues de que le fallara el corazon mientras subia a la cupula de San Pedro.
Cuando llegue a Detroit, tendra que afrontar el control de pasaportes y la aduana. Sabe de sobra que los oficiales de seguridad y los de inmigracion de todos los aeropuertos importantes de Occidente habran recibido ordenes de abrir bien los ojos en su honor. Alli donde su fotografia no cuelgue tras el control de pasaportes, estara esperando que alguien apriete una tecla en el ordenador de la aduana o la oficina de inmigracion.
Con todo, piensa que tal vez lo favorezca una circunstancia afortunada: puede que las autoridades solo dispongan de fotografias de su antiguo rostro. En Brasil no existe expediente alguno que corresponda al pasaporte falso con el que entro en Italia, ni copias por tanto de su imagen actual; en Italia Rinaldo Pazzi intento simplificarse la vida y satisfacer a Mason Verger consiguiendo el expediente de los carabinieri, incluidos las fotografias y negativos empleados en el permesso di soggiorno y permiso de trabajo del «doctor Fell». El doctor Lecter los habia encontrado en la cartera del policia y los habia destruido.
A menos que Pazzi hubiera tomado fotos del doctor Fell a escondidas, es probable que no exista en todo el mundo un retrato actualizado del doctor Lecter. No es que su rostro sea muy distinto al anterior; un poco de colageno alrededor de la nariz y los pomulos, el pelo tenido y peinado de otra forma, gafas… Pero si lo bastante como para pasar inadvertido si consigue no atraer la atencion. Para la cicatriz del dorso de la mano ha usado un cosmetico duradero y un agente bronceador.
Espera que en el Aeropuerto Metropolitano de Detroit el Servicio de Inmigracion divida a los recien llegados en dos filas, pasaportes estadounidenses y otros. Ha elegido una ciudad fronteriza con el fin de que la fila de los «otros» sea larga. El avion esta lleno de canadienses. Lecter confia en que podra colarse entre la manada, siempre que la manada lo admita como uno de los suyos. Los ha acompanado a varios museos y visitas historicas, y ha volado con ellos en la sentina del avion, pero todo tiene sus limites; no se siente capaz de comer la misma bazofia que ellos.
Cansados y con los pies doloridos, hartos de su ropa y sus companeros, los turistas hozan en sus bolsas de la cena y abren sus sandwiches para retirar la lechuga ennegrecida por el frio.
Para no llamar la atencion, el doctor Lecter espera hasta que los otros pasajeros dan cuenta de la repulsiva pitanza, acuden al retrete y se quedan, en abrumadora mayoria, dormidos. En la parte de delante ponen una pelicula nona. Sigue esperando con la paciencia de una piton. A su lado el nino se ha quedado dormido sobre el juguete informatico. A lo largo del ancho avion las luces de lectura se van apagando.
Entonces y solo entonces, lanzando miradas furtivas a su alrededor, el doctor Lecter saca de debajo del asiento de delante su propia cena, una elegante caja amarilla con adornos marrones de Fauchon, el restaurador parisino. Esta atada con dos cintas de seda de colores complementarios. El doctor ha hecho acopio de un
El doctor esta a punto de comerse un higo; lo sostiene ante los labios con las fosas nasales dilatadas por el aroma, dudando entre convertirlo en un unico y glorioso bocado o morder solo la mitad, cuando el juego de ordenador suelta un pitido. Otro. Sin volver la cabeza, oculta el higo con la palma de la mano y mira al nino dormido. Los aromas a trufa,
El crio husmea el aire. Sus ojillos entreabiertos, brillantes como los de un roedor, espian de reojo la cena del doctor Lecter. Y con la voz de pito de un hermano envidioso, dice:
– Oiga, senor. Oiga, senor.
Esta claro que no tiene intencion de parar.
– ?Que quieres?
– Esa es una de esas comidas raras, ?verdad?
– No, que va.
– Entonces, ?que es eso que tiene ahi? -el chaval vuelve el rostro hacia el de Lecter con expresion zalamera-. ?Me da un poco?
– Me encantaria hacerlo -le contesta el doctor, fijandose en que, bajo la cabezota infantil, el cuello es apenas mas grueso que un solomillo de cerdo-, pero no te gustaria. Es higado.
– ?Pastel de higado! ?Siiiiiii! A mi mama no le importa… ?Mamaaa!
«Demonio de nino -piensa el doctor-, le gusta el higado y cuando no gimotea, chilla.»
La mujer con el nino de pecho sentada al final de la hilera se despierta sobresaltada. Los viajeros de la fila anterior, que habian reclinado sus asientos hasta el punto que el doctor Lecter podia olerles el pelo, miran hacia atras por el espacio que queda entre las butacas.
– Estamos intentando dormir.
– ?Mamaaaaaaa! ?Puedo probar el sandwich de este senor?
La criatura acostada en el regazo de la mujer se despierta y empieza a llorar. La madre mete un dedo por la parte de atras del panal, lo saca indemne y le endilga un chupete al rorro.
– ?Que quiere darle a mi hijo, senor?
– Es higado, senora -responde el doctor Lecter intentando no perder la compostura-. Pero yo no…
– Es pastel de higado, mi favorito, quiero un poquito -gimotea el nino-. ?Puedo probarlo, eh, mama? -y alarga la ultima palabra en una queja que perfora los timpanos.
– Senor, si quiere darle algo a mi hijo, me gustaria verlo antes.
La azafata, con la cara congestionada por un suenecito interrumpido, se acerca al asiento de la mujer con la criatura llorando a moco tendido.
– ?Va todo bien? ?Puedo traerle alguna cosa? ?Le caliento un biberon?
La mujer saca un biberon cerrado con un tapon y se lo da. Luego enciende la luz de lectura, y mientras busca una tetina grita en direccion a Lecter:
– ?Le importaria pasarmelo? Si quiere que lo pruebe mi nino, quiero verlo antes. No se ofenda, pero es que