tan lejos como pudo del cervatillo asaeteado…

Llego a casa, a su nueva casa, y la puerta del garaje descendio con un zumbido uniforme tras la camioneta.

Cuando el porton volvio a alzarse a mediodia, el Jaguar negro salio del interior llevando al doctor vestido para la ciudad.

Al doctor Lecter le encantaba ir de compras. Se dirigio directamente a Hammacher Schlemmer, el proveedor de accesorios de primera calidad para el deporte y el hogar, y alli se tomo su tiempo. Influido por su excursion matinal, saco una cinta metrica y se puso a medir tres cestas de picnic enormes hechas de mimbre lacado, con solidos compartimientos de cobre y correas de cuero cosido a mano. Al final se decidio por la de tamano intermedio, dado que solo contendria un servicio individual.

La caja de la cesta incluia un termo, practicos vasos de distintos tamanos, porcelana resistente y cubiertos de acero inoxidable. Solo se vendia con los accesorios, asi que no tuvo mas remedio que comprar el lote.

En sucesivas visitas a Tiffany y Christofle, el doctor pudo sustituir los pesados platos por otros de porcelana francesa Gien con escenas de caza, hojas y pajaros de montana. En Christofle dio con un juego de su cuberteria de plata del siglo xix preferida, con diseno Cardinal, la marca del fabricante grabada en la concavidad de las cucharas y la palabra «Paris» bellamente estilizada en la parte posterior de los mangos. Los tenedores tenian los dientes muy espaciados y en pronunciada curva, y los cuchillos pesaban agradablemente en la palma. Las piezas se adaptaban a la mano como pistolas de duelista. Cuando le llego el turno a la cristaleria, el doctor tardo en decidir el tamano de las copas de aperitivo, y compro un bailon para el conac. En cambio, no titubeo en cuanto a los vasos de vino; escogio unos Riedel, que compro en dos tamanos, ambos con las bocas lo bastante anchas para dejar espacio a la nariz.

En Christofle tambien encontro mantelillos individuales de suave lino blanco y unas hermosas servilletas de damasco con una rosa diminuta como una gota de sangre bordada en una esquina. El efecto le resulto sorprendente y compro seis, de forma que, ante cualquier eventualidad, siempre dispusiera de algunas limpias.

Compro dos buenos hornillos portatiles de gas de 35.000 unidades de calor, de los que se emplean en los restaurantes para cocinar a la vista de los comensales; una exquisita sarten para salteados y una cacerola fait-tout para salsas, ambas fabricadas en cobre por Dehillerin, de Paris; tambien adquirio dos batidores. No consiguio encontrar cuchillos de cocina de acero al carbono, que preferia a los de acero inoxidable, ni el resto de los cuchillos especiales que se habia visto obligado a dejar en Italia.

Por ultimo, visito una tienda de suministros medicos proxima al Hospital General de la Caridad, donde descubrio una ganga en forma de sierra para autopsias Stryker casi nueva, que encajaba perfectamente en el fondo de la cesta de picnic, en el espacio destinado al termo. La garantia no habia caducado y los accesorios incluian hojas normales y craneales, y una llave craneal, con lo que el doctor Lecter casi habia completado su batterie de cuisine.

Las puertas vidrieras estaban abiertas al fresco aire de la noche. La luna asomaba entre las nubes en movimiento y tenia la bahia de hollin y plata. El doctor se sirvio un vaso de vino para estrenar la cristaleria y lo dejo sobre un pedestal colocado junto al clavicembalo. El bouquet se mezclo con el aire salino y el doctor Lecter pudo disfrutarlo sin necesidad de apartar las manos del teclado.

A lo largo de su vida habia tenido clavicordios, espinetas y otros instrumentos de teclado antiguos. Sin embargo, preferia el sonido y la sensacion de tocar un clavicembalo; como no es posible controlar el volumen del sonido que los plectros arrancan a las cuerdas, la musica llega al interprete como una experiencia impredecible, repentina y entera.

El doctor Lecter no apartaba los ojos del instrumento mientras abria y cerraba las manos. Se enfrento al clavicembalo recien adquirido como hubiera abordado a una desconocida atractiva, con un comentario ligero pero interesante, tocando una cancion compuesta por Enrique VIII, Verde crece el acebo.

Satisfecho, probo con la Sonata en si bemol mayor de Mozart. El doctor y el clavicembalo necesitaban tiempo para intimar, pero las respuestas del instrumento a sus manos le decian que se le entregaria pronto. La brisa habia aumentado y las velas vacilaban, pero el doctor Lecter tenia los ojos cerrados a la luz, y seguia tocando con el rostro alzado. Las burbujas volaban de las manos en forma de estrella de Mischa, que las agitaba en la brisa que sobrevolaba la banera, y al atacar el tercer movimiento era Clarice Starling la que volaba con ligereza a traves del bosque, la que corria y corria, haciendo crujir las hojas bajo sus pies, mientras el viento hacia sonar el follaje de los arboles y los ciervos echaban a correr al verla, un ciervo joven y dos ciervas que brincaron fuera del camino como brinca un corazon queriendo salirse del pecho. El terreno se enfrio de repente y los desharrapados salieron del bosque arrastrando al cervatillo, que tenia una flecha en el costado y se resistia a la soga que tenia apretada alrededor del pescuezo; los hombres tiraron del animal herido para no tener que cargar con el hasta el hacha y, de pronto, la musica acabo con un violento mazazo, la nieve se lleno de sangre y el doctor Lecter se aferro al taburete con ambas manos. Respiro hondo una vez, y otra, y otra mas, volvio a poner las manos sobre el teclado y forzo una frase, luego dos, que resonaron hasta morir en el silencio.

El doctor emitio un debil chillido que subio de tono y ceso tan abruptamente como la musica. Se quedo sentado largo rato con la cabeza inclinada sobre el teclado. Luego se levanto sin hacer ruido y salio del salon. Hubiera sido imposible saber en que parte de la casa a oscuras se encontraba. El viento de la bahia cobro fuerza, consumio las llamas de las velas, hizo sonar las cuerdas del clavicembalo en la oscuridad arrancandoles ya un aire accidental, ya un debil chillido que llegaba de un pasado muy lejano.

CAPITULO 55

La feria regional de armas blancas y de Fuego del Atlantico Medio se celebraba en el auditorio del War Memorial. Metros y metros cuadrados de armamento, una pradera de armas de fuego, sobre todo pistolas y fusiles de asalto. Los haces rojos de las miras laser se entrecruzaban en el techo.

Pocos autenticos amantes de la naturaleza visitan las ferias de armas, por una cuestion de simple buen gusto. Las armas se han convertido en objetos siniestros, y las ferias de armas son tristes, desangeladas, tan deprimentes como el paisaje interior de muchos de sus visitantes.

Es una muchedumbre astrosa, torva, irritable, estrenida como gallina que no acaba de poner el huevo, con el corazon negro como la pez a ojos vista. Y la mayor amenaza para el derecho de todo ciudadano a poseer un arma de fuego.

Lo que les chifla es el armamento de asalto fabricado en serie con bajos costes y materiales de desecho para proporcionar gran potencia de fuego a tropas ignorantes y sin entrenar.

En medio de tanta tripa de cerveza, tanta carne flaccida y tanta cara palida y sebosa, el doctor Hannibal Lecter, conmovido por el espectaculo, parecia un figurin. Las armas de fuego no le interesaban. Se dirigio directamente al puesto del vendedor de armas blancas mas importante del circuito de ferias.

El comerciante se llamaba Buck y pesaba ciento cincuenta kilos. Buck tenia en exposicion todo un arsenal de espadas de fantasia e imitaciones de armas medievales y antiguas; pero tambien porras, cuchillos y machetes de primera calidad, entre los que el doctor Lecter localizo enseguida la mayoria de los articulos que figuraban en su lista de objetos que habia debido abandonar en Italia.

– ?Puedo ayudarle?

Buck tenia unos carrillos bonachones y una boca simpatica, pero ojos ruines.

– Si. Me quedare esa «Arpia», por favor, y un Spyderco recto y dentado con hoja de diez centimetros. Y aquel cuchillo de despellejador de punta redonda que tiene ahi detras.

Buck cogio los articulos.

– Quiero el cuchillo de caza que le he dicho, no ese, el bueno. Dejeme ver la porra de cuero, la negra… -el doctor Lecter comprobo el muelle del mango-. Me la quedo.

– ?Alguna cosa mas?

– Si. Quiero un Spyderco Civilian, no veo ninguno.

– No hay mucha gente que lo conozca, nunca tengo mas de uno.

– Solo quiero uno.

– Su precio normal es de doscientos veinte dolares. Podria dejarselo por ciento noventa incluido el estuche.

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