Argonautas

Tao Chi?en y Eliza Sommers pusieron por primera vez los pies en San Francisco a las dos de la tarde de un martes de abril de 1849. Para entonces millares de aventureros habian pasado brevemente por alli rumbo a los placeres. Un viento pertinaz dificultaba la marcha, pero el dia estaba despejado y pudieron apreciar el panorama de la bahia en su esplendida belleza. Tao Chi?en presentaba un aspecto estrambotico con su maletin de medico, del cual jamas se separaba, un atado a la espalda, sombrero de paja y un 'sarape' de lanas multicolores comprado a uno de los cargadores mexicanos. En esa ciudad, sin embargo, la facha era lo de menos. A Eliza le temblaban las piernas, que no habia usado en dos meses y se sentia tan mareada en tierra firme como antes lo habia estado en el mar, pero la ropa de hombre le daba una libertad desconocida, nunca se habia sentido tan invisible. Una vez que se repuso de la impresion de estar desnuda, pudo disfrutar de la brisa metiendose por las mangas de la blusa y por los pantalones. Acostumbrada a la prision de las enaguas, ahora respiraba a todo pulmon. A duras penas lograba cargar la pequena maleta con los primorosos vestidos que Miss Rose habia preparado con la mejor intencion y al verla vacilando, Tao Chi?en se la quito y se la puso al hombro. La manta de Castilla enrollada bajo el brazo pesaba tanto como la maleta, pero ella comprendio que no podia dejarla, seria su mas preciada posesion por la noche. Con la cabeza baja, escondida bajo su sombrero de paja, avanzaba a tropezones en la pavorosa anarquia del puerto. El villorrio de Yerba Buena, fundado por una expedicion espanola en 1769, contaba con menos de quinientos habitantes, pero apenas se corrio la voz del oro empezaron a llegar los aventureros. En pocos meses aquel pueblito inocente desperto con el nombre de San Francisco y su fama alcanzo hasta el ultimo confin del mundo. No era todavia una verdadera ciudad, sino apenas un gigantesco campamento de hombres de paso.

La fiebre del oro no dejo a nadie indiferente: herreros, carpinteros, maestros, medicos, soldados, fugitivos de la ley, predicadores, panaderos, revolucionarios y locos mansos de variados pelajes habian dejado atras familia y posesiones para cruzar medio mundo en pos de la aventura. 'Buscan oro y por el camino pierden el alma', habia repetido incansable el capitan Katz en cada uno de los breves oficios religiosos que imponia los domingos a los pasajeros y la tripulacion del 'Emilia', pero nadie le hacia caso, ofuscados por la ilusion de una riqueza subita capaz de cambiar sus vidas. Por primera vez en la historia el oro se encontraba tirado por el suelo sin dueno, gratis y abundante, al alcance de cualquiera resuelto a recogerlo. De las mas lejanas orillas llegaban los argonautas: europeos escapando de guerras, pestes y tiranias; yanquis ambiciosos y corajudos; negros en pos de libertad; oregoneses y rusos vestidos con pieles, como indios; mexicanos, chilenos y peruanos; bandidos australianos; hambrientos campesinos chinos que arriesgaban la cabeza por violar la prohibicion imperial de abandonar su patria. En los enlodados callejones de San Francisco se mezclaban todas las razas.

Las calles principales, trazadas como amplios semicirculos cuyos extremos tocaban la playa, estaban cortadas por otras rectas que descendian de los cerros abruptos y terminaban en el muelle, algunas tan empinadas y llenas de barro, que ni las mulas lograban treparlas. De repente soplaba un viento de tempestad, levantando torbellinos de polvo y arena, pero al poco rato el aire volvia a estar calmo y el cielo limpido. Ya existian varios edificios solidos y docenas en construccion, incluso algunos que se anunciaban como futuros hoteles de lujo, pero el resto era un amasijo de viviendas provisorias, barracas, casuchas de planchas de hierro, madera o carton, tiendas de lona y cobertizos de paja. Las lluvias del reciente invierno habian convertido el muelle en un pantano, los escasos vehiculos se atascaban en el barro y se requerian tablones para cruzar las zanjas cubiertas de basura, millares de botellas rotas y otros desperdicios. No existian acequias ni alcantarillas y los pozos estaban contaminados; el colera y la disenteria causaban mortandad, salvo entre los chinos, que por costumbre tomaban te, y los chilenos, criados con el agua infecta de su pais e inmunes, por lo tanto, a las bacterias menores. La heterogenea muchedumbre pululaba presa de una actividad frenetica, empujando y tropezando con materiales de construccion, barriles, cajones, burros y carretones. Los cargadores chinos balanceaban sus cargas en los extremos de una pertiga, sin fijarse a quienes golpeaban al pasar; los mexicanos, fuertes y pacientes, se echaban a la espalda el equivalente a su propio peso y subian los cerros trotando; los malayos y los hawaianos aprovechaban cualquier pretexto para iniciar una pelea; los yanquis se metian a caballo en los improvisados negocios, despachurrando a quien se pusiera por delante; los californios nacidos en la region exhibian ufanos hermosas chaquetas bordadas, espuelas de plata y sus pantalones abiertos a los lados con doble hilera de botones de oro desde la cintura hasta las botas. El griterio de peleas o accidentes, contribuia al barullo de martillazos, sierras y picotas. Se oian tiros con aterradora frecuencia, pero nadie se alteraba por un muerto mas o menos, en cambio el hurto de una caja de clavos atraia de inmediato a un grupo de indignados ciudadanos dispuestos a hacer justicia por sus manos. La propiedad era mucho mas valiosa que la vida, cualquier robo superior a cien dolares se pagaba con la horca. Abundaban las casas de juego, los bares y los 'saloons', decorados con imagenes de hembras desnudas, a falta de mujeres de verdad. En las carpas se vendia de un cuanto hay, sobre todo licor y armas, a precios exuberantes porque nadie tenia tiempo de regatear. Los clientes pagaban casi siempre en oro sin detenerse a recoger el polvo que quedaba adherido a las pesas. Tao Chi?en decidio que la famosa 'Gum San', la Montana Dorada de la cual tanto habia oido hablar, era un infierno y calculo que a esos precios sus ahorros alcanzarian para muy poco. La bolsita de joyas de Eliza seria inutil, pues la unica moneda aceptable era el metal puro.

Eliza se abria paso en la turba como mejor podia, pegada a Tao Chi?en y agradecida de su ropa de hombre, porque no se vislumbraban mujeres por parte alguna. Las siete viajeras del 'Emilia' habian sido conducidas en andas a uno de los muchos 'saloons', donde sin duda ya empezaban a ganar los doscientos setenta dolares del pasaje que le debian al capitan Vincent Katz. Tao Chi?en habia averiguado con los cargadores que la ciudad estaba dividida en sectores y cada nacionalidad ocupaba un vecindario. Le advirtieron que no se acercara al lado de los rufianes australianos, donde podian atacarlos por simple afan de diversion, y le senalaron la direccion de un amontonamiento de carpas y casuchas donde vivian los chinos. Hacia alla echo a andar.

– ?Como voy a encontrar a Joaquin en esta pelotera? -pregunto Eliza, sintiendose perdida e impotente.

– Si hay barrio chino, debe haber barrio chileno. Buscalo.

– No pienso separarme de ti, Tao.

– En la noche yo vuelvo al barco -le advirtio el.

– ?Para que? ?No te interesa el oro?

Tao Chi?en apuro el paso y ella ajusto el suyo para no perderlo de vista. Asi llegaron al barrio chino -'Little Canton', como lo llamaban- un par de calles insalubres, donde el se sintio de inmediato como en su casa porque no se veia una sola cara de 'fan guey', el aire estaba impregnado de los olores deliciosos de la comida de su pais y se oian varios dialectos, principalmente cantones. Para Eliza en cambio, fue como trasladarse a otro planeta, no entendia una sola palabra y le parecia que todo el mundo estaba furioso, porque gesticulaban a gritos. Alli tampoco vio mujeres, pero Tao le senalo un par de ventanucos con barrotes por donde asomaban unos rostros desesperados. Llevaba dos meses sin estar con una mujer y esas lo llamaban, pero conocia demasiado bien los estragos de los males venereos como para correr el riesgo con una de tan baja estopa. Eran muchachas campesinas compradas por unas monedas y traidas desde las mas remotas provincias de China. Penso en su hermana, vendida por su padre, y una oleada de nausea lo doblo en dos.

– ?Que te pasa, Tao?

– Malos recuerdos… Esas muchachas son esclavas.

– ?No dicen que en California no hay esclavos?

Entraron a un restaurante, senalado con las tradicionales cintas amarillas. Habia un largo meson atestado de hombres que codo a codo devoraban de prisa. El ruido de los palillos contra las escudillas y la conversacion a viva voz sonaban a musica en los oidos de Tao Chi?en. Esperaron de pie en doble fila hasta que lograron sentarse. No era cosa de elegir, sino de aprovechar lo que cayera al alcance de la mano. Se requeria pericia para atrapar el plato al vuelo antes que otro mas avispado lo interceptara, pero Tao Chi?en consiguio uno para Eliza y otro para el. Ella observo desconfiada un liquido verdoso, donde flotaban hilachas palidas y moluscos gelatinosos. Se jactaba de reconocer cualquier ingrediente por el olor, pero aquello ni siquiera le parecio comestible, tenia aspecto de agua de pantano con guarisapos, pero ofrecia la ventaja de no requerir palillos, podia sorberse directamente del tazon. El hambre pudo mas que la sospecha y se atrevio a probarlo, mientras a su espalda una hilera de parroquianos impacientes la apuraba a gritos. El platillo resulto delicioso y de buena gana hubiera comido mas, pero Tao Chi?en no le dio tiempo y cogiendola de un brazo la saco afuera. Ella lo siguio primero a recorrer las tiendas del barrio para reponer los productos medicinales de su maletin y hablar con el par de yerbateros chinos que operaban en la ciudad, y luego hasta un garito de juego, de los muchos que habia en cada cuadra. Era este

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