– Descansare alla, cuando lo encuentre.
– Prefiero volver con el capitan Katz. California no es el lugar para mi.
– ?Que pasa contigo? ?Tienes sangre de horchata? En el barco no queda nadie, solo ese capitan con su Biblia. ?Todo el mundo anda buscando oro y tu piensas seguir de cocinero por un sueldo miserable!
– No creo en la fortuna facil. Quiero una vida tranquila.
– Bueno, si no es el oro, habra otra cosa que te interese…
– Aprender.
– ?Aprender que? Ya sabes mucho.
– ?Me falta todo por aprender!
– Entonces has llegado al sitio perfecto. Nada sabes de este pais. Aqui se necesitan medicos. ?Cuantos hombres crees que hay en las minas? ?Miles! Y todos necesitan un doctor. Esta es la tierra de las oportunidades, Tao. Ven conmigo a Sacramento. Ademas, si no vienes conmigo no llegare muy lejos…
Por un precio de ganga, dadas las funestas condiciones de la embarcacion, Tao Chi?en y Eliza partieron rumbo al norte, recorriendo la extensa bahia de San Francisco. La barca iba repleta de viajeros con sus complicados equipajes de mineria, nadie podia moverse en aquel reducido espacio atestado de cajones, herramientas, canastos y sacos con provisiones, polvora y armas. El capitan y su segundo eran un par de yanquis de mala catadura, pero buenos navegantes y generosos con los escasos alimentos y hasta con sus botellas de licor. Tao Chi?en negocio con ellos el pasaje de Eliza y a el le permitieron canjear el costo del viaje por sus servicios de marinero. Los pasajeros, todos con sus pistolones al cinto, ademas de cuchillos o navajas, escasamente se dirigieron la palabra durante el primer dia, salvo para insultarse por algun codazo o patada, inevitables en aquella apretura. Al amanecer del segundo dia, despues de una larga noche fria y humeda anclados cerca de la orilla ante la imposibilidad de navegar a oscuras, cada cual se sentia rodeado de enemigos. Las barbas crecidas, la suciedad, la comida execrable, los mosquitos, el viento y la corriente en contra, contribuian a irritar los animos. Tao Chi?en, el unico sin planes ni metas, aparecia perfectamente sereno y cuando no lidiaba con la vela admiraba el panorama extraordinario de la bahia. Eliza en cambio iba desesperada en su papel de muchacho sordomudo y tonto. Tao Chi?en la presento brevemente como su hermano menor y logro acomodarla en un rincon mas o menos protegido del viento, donde ella permanecio tan quieta y callada, que al poco rato nadie se acordaba de su existencia. Su manta de Castilla estilaba agua, tiritaba de frio y tenia las piernas dormidas, pero la fortalecia la idea de aproximarse por minutos a Joaquin. Se tocaba el pecho donde iban las cartas de amor y en silencio las recitaba de memoria. Al tercer dia los pasajeros habian perdido buena parte de la agresividad y yacian postrados en sus ropas mojadas, algo borrachos y bastante desanimados.
La bahia resulto mucho mas extensa de lo que habian supuesto, las distancias marcadas en sus pateticos mapas en nada se parecian a las millas reales, y cuando creyeron llegar a destino resulto que aun les faltaba por atravesar una segunda bahia, la de San Pablo. En las orillas se divisaban algunos campamentos y botes atestados de gente y mercaderia, mas alla los tupidos bosques. Tampoco alli concluia el viaje, debieron pasar por un torrentoso canal y entrar a una tercera bahia, la de Suisun, donde la navegacion se hizo aun mas lenta y dificil, y luego a un rio angosto y profundo que los condujo hasta Sacramento. Estaban por fin cerca de la tierra donde se habia encontrado la primera escama de oro. Aquel trocito insignificante, del tamano de una una de mujer, habia provocado una incontrolable invasion, cambiando la faz de California y el alma de la nacion norteamericana, como escribiria pocos anos mas tarde Jacob Todd, convertido en periodista. 'Estados Unidos fue fundado por peregrinos, pioneros y modestos inmigrantes, con una etica de trabajo duro y valor ante la adversidad. El oro ha puesto en evidencia lo peor del caracter americano: la codicia y la violencia.'
El capitan de la embarcacion les explico que la ciudad de Sacramento habia brotado de la noche a la manana en el ultimo ano. El puerto estaba atestado de variadas embarcaciones, contaba con calles bien trazadas, casas y edificios de madera, comercios, una iglesia y un buen numero de garitos, bares y burdeles, sin embargo parecia la escena de un naufragio, porque el suelo estaba sembrado de sacos, monturas, herramientas y toda suerte de basura dejada por los mineros apresurados por partir a los placeres. Grandes pajarracos negros volaban sobre los desperdicios y las moscas hacian nata. Eliza saco la cuenta de que en un par de dias podia recorrer el pueblo casa por casa: no seria muy dificil encontrar a Joaquin Andieta. Los pasajeros del lanchon, ahora animados y amistosos por la proximidad del puerto, compartian los ultimos tragos de licor, se despedian con palmetazos y cantaban a coro algo sobre una tal Susana, ante el estupor de Tao Chi?en, quien no entendia tan subita transformacion. Desembarco con Eliza antes que los demas, porque llevaban muy poco equipaje, y se dirigieron sin vacilar al sector de los chinos, donde consiguieron algo de comida y hospedaje bajo un toldo de lona encerada. Eliza no podia seguir las conversaciones en cantones y lo unico que deseaba era averiguar sobre su enamorado, pero Tao Chi?en le recordo que debia callarse y le pidio calma y paciencia. Esa misma noche al 'zhong yi' le toco componer el hombro zafado de un paisano, metiendole el hueso de vuelta en su sitio, con lo cual se gano de inmediato el respeto del campamento.
A la manana siguiente partieron los dos en busca de Joaquin Andieta. Comprobaron que sus companeros de viaje ya estaban listos para partir a los placeres; algunos habian conseguido mulas para transportar el equipaje, pero la mayoria iba a pie, dejando atras buena parte de sus posesiones. Recorrieron el pueblo completo sin encontrar rastro de quien buscaban, pero unos chilenos creian acordarse de alguien con ese nombre que habia pasado por alli uno o dos meses antes. Les aconsejaron seguir rio arriba, donde tal vez darian con el, todo era cuestion de suerte. Un mes era una eternidad. Nadie llevaba la cuenta de quienes habian estado alli el dia anterior, no importaban los nombres o los destinos ajenos. La unica obsesion era el oro.
– ?Que haremos ahora, Tao?
– Trabajar. Sin dinero nada se puede hacer -replico el, echandose al hombro unos trozos de lona que encontro entre los restos abandonados.
– ?No puedo esperar! ?Debo encontrar a Joaquin! Tengo algo de dinero.
– ?Reales chilenos? No serviran de mucho.
– ?Y las joyas que me quedan? Algo deben valer…
– Guardalas, aqui valen poco. Hay que trabajar para comprar una mula. Mi padre iba de pueblo en pueblo curando. Mi abuelo tambien. Puedo hacer lo mismo, pero aqui las distancias son grandes. Necesito una mula.
– ?Una mula? Ya tenemos una: tu. ?Que testarudo eres!
– Menos testarudo que tu.
Juntaron palos y unas cuantas tablas, pidieron prestadas unas herramientas y armaron una vivienda con las lonas como techo, que resulto una casucha enclenque, pronta a desmoronarse con la primera ventisca, pero al menos los protegia del rocio de la noche y las lluvias primaverales. Se habia corrido la voz de los conocimientos de Tao Chi?en y pronto acudieron pacientes chinos, quienes dieron fe del talento extraordinario de aquel 'Zhong yi', despues mexicanos y chilenos, por ultimo algunos americanos y europeos. Al oir que Tao Chi?en era tan competente como cualquiera de los tres doctores blancos y cobraba menos, muchos vencieron su repugnancia contra los 'celestiales' y decidieron probar la ciencia asiatica. Algunos dias Tao Chi?en estaba tan ocupado, que Eliza debia ayudarlo. Le fascinaba ver sus manos delicadas y habiles tomando los diversos pulsos en brazos y piernas, palpando el cuerpo de los enfermos como si los acariciara, insertando las agujas en puntos misteriosos que solo el parecia conocer. ?Cuantos anos tenia ese hombre? Se lo pregunto una vez y el replico que contando todas sus reencarnaciones, seguramente tenia entre siete y ocho mil. Al ojo Eliza le calculaba unos treinta, aunque en algunos momentos al reirse parecia mas joven que ella. Sin embargo, cuando se inclinaba sobre un enfermo en concentracion absoluta, adquiria la antiguedad de una tortuga; entonces resultaba facil creer que llevaba muchos siglos a la espalda. Ella lo observaba admirada mientras el examinaba la orina de sus pacientes en un vaso y por el olor y el color era capaz de determinar ocultos males, o cuando estudiaba las pupilas con un lente de aumento para deducir que faltaba o sobraba en el organismo. A veces se limitaba a colocar sus manos sobre el vientre o la cabeza del enfermo, cerraba los ojos y daba la impresion de perderse en un largo ensueno.
– ?Que hacias? -le preguntaba despues Eliza.
– Sentia su dolor y le pasaba energia. La energia negativa produce sufrimiento y enfermedades, la energia positiva puede curar.
– ?Y como es esa energia positiva, Tao?
– Es como el amor: caliente y luminosa.
Extraer balas y tratar heridas de cuchillo eran intervenciones rutinarias y Eliza perdio el horror de la sangre y aprendio a coser carne humana con la misma tranquilidad con que antes bordaba las sabanas de su ajuar. La