practica de cirugia junto al ingles Ebanizer Hobbs probo ser de gran utilidad para Tao Chi?en. En aquella tierra infectada de culebras venenosas no faltaban los picados, que llegaban hinchados y azules en hombros de sus camaradas. Las aguas contaminadas distribuian democraticamente el colera, para el cual nadie conocia remedio, y otros males de sintomas escandalosos, pero no siempre fatales. Tao Chi?en cobraba poco, pero siempre por adelantado, porque en su experiencia un hombre asustado paga sin chistar, en cambio uno aliviado regatea. Cuando lo hacia se le presentaba su anciano preceptor con una expresion de reproche, pero el la desechaba. 'No puedo darme el lujo de ser generoso en estas circunstancias, maestro', mascullaba. Sus honorarios no incluian anestesia, quien deseara el consuelo de drogas o las agujas de oro debia pagar extra. Hacia una excepcion con los ladrones, quienes despues de un somero juicio sufrian azotes o les cortaban las orejas: los mineros se jactaban de su justicia expedita y nadie estaba dispuesto a financiar y vigilar una carcel.
– ?Por que no cobras a los criminales? -le pregunto Eliza.
– Porque prefiero que me deban un favor -replico el.
Tao Chi?en parecia dispuesto a establecerse. No se lo dijo a su amiga, pero no deseaba moverse para dar tiempo a Lin de encontrarlo. Su mujer no se habia comunicado con el en varias semanas. Eliza, en cambio, contaba las horas, ansiosa por continuar viaje, y a medida que transcurrian los dias la dominaban sentimientos encontrados por su companero de aventuras. Agradecia su proteccion y la forma en que la cuidaba, pendiente de que se alimentara bien, abrigandola por las noches, administrandole sus yerbas y agujas para fortalecer el 'qi', como decia, pero la irritaba su calma, que confundia con falta de arrojo. La expresion serena y la sonrisa facil de Tao Chi?en la cautivaban a ratos y en otros la molestaban. No entendia su absoluta indiferencia por tentar fortuna en las minas, mientras todos a su alrededor, especialmente sus compatriotas chinos, no pensaban en otra cosa.
– A ti tampoco te interesa el oro -replico imperturbable, cuando ella se lo reprocho.
– ?Yo vine por otra cosa! ?Por que viniste tu?
– Porque era marinero. No pensaba quedarme hasta que tu me lo pediste.
– No eres marinero, eres medico.
– Aqui puedo volver a ser medico, al menos por un tiempo. Tenias razon, hay mucho que aprender en este lugar.
En eso andaba por esos dias. Se puso en contacto con indigenas para averiguar sobre las medicinas de sus chamanes. Eran escualidos grupos de indios vagabundos, cubiertos por mugrientas pieles de coyotes y andrajos europeos, quienes en la estampida del oro habian perdido todo. Iban de aqui para alla con sus mujeres cansadas y sus ninos hambrientos, procurando lavar oro de los rios en sus finos canastos de mimbre, pero apenas descubrian un lugar propicio, los echaban a tiros. Cuando los dejaban en paz, formaban sus pequenas aldeas de chozas o tiendas y se instalaban por un tiempo, hasta que los obligaban a partir de nuevo. Se familiarizaron con el chino, lo recibian con muestras de respeto, porque lo consideraban un 'medicine man' -hombre sabio- y les gustaba compartir sus conocimientos. Eliza y Tao Chi?en se sentaban con ellos en un circulo en torno a un hueco, donde cocinaban con piedras calientes una papilla de bellotas, o asaban semillas del bosque y saltamontes, que a Eliza le parecian deliciosos. Despues fumaban, conversando en una mezcla de ingles, senales y las pocas palabras en la lengua nativa que habian aprendido. Por aquellos dias desaparecieron misteriosamente unos mineros yanquis y aunque no encontraron los cuerpos, sus companeros acusaron a los indios de asesinarlos y en represalia tomaron por asalto una aldea, hicieron cuarenta prisioneros entre mujeres y ninos y como escarmiento ejecutaron a siete de los hombres.
– Si asi tratan a los indios, que son duenos de esta tierra, seguro que a los chinos los tratan mucho peor, Tao. Tienes que hacerte invisible, como yo -dijo Eliza aterrada cuando se entero de lo ocurrido.
Pero Tao Chi?en no tenia tiempo para aprender trucos de invisibilidad, estaba ocupado estudiando las plantas. Hacia largas excursiones a recolectar muestras para compararlas con las que se usaban en China. Alquilaba un par de caballos o caminaba millas a pie bajo un sol inclemente, llevando a Eliza de interprete, para llegar a los ranchos de los mexicanos, que habian vivido por generaciones en esa region y conocian la naturaleza. Habian perdido California en la guerra contra los Estados Unidos hacia muy poco y esos grandes ranchos, que antes albergaban centenares de peones en un sistema comunitario, empezaban a desmoronarse. Los tratados entre los paises quedaron en tinta y papel. Al comienzo los mexicanos, que sabian de mineria, ensenaron a los recien llegados los procedimientos para obtener oro, pero cada dia llegaban mas forasteros a invadir el territorio que sentian suyo. En la practica los gringos los despreciaban, tanto como a los de cualquier otra raza. Comenzo una persecucion incansable contra los hispanicos, les negaban el derecho a explotar las minas porque no eran americanos, pero aceptaban como tales a convictos de Australia y aventureros europeos. Miles de peones sin trabajo tentaban suerte en la mineria, pero cuando el hostigamiento de los gringos se volvia intolerable, emigraban hacia el sur o se convertian en malhechores. En algunas de las rusticas viviendas de las familias que quedaban, Eliza podia pasar un rato en compania femenina, un lujo raro que le devolvia por escasos momentos la tranquila felicidad de los tiempos en la cocina de Mama Fresia. Eran la unicas ocasiones en que salia de su obligatorio mutismo y hablaba en su idioma. Esas madres fuertes y generosas, que trabajaban codo a codo con sus hombres en las tareas mas pesadas y estaban curtidas por el esfuerzo y la necesidad, se conmovian ante aquel muchacho chino de aspecto tan fragil, maravilladas de que hablara espanol como una de ellas. Le entregaban gustosas los secretos de naturaleza usados por siglos para aliviar diversos males y, de paso, las recetas de sus sabrosos platos, que ella anotaba en sus cuadernos, segura de que tarde o temprano le serian valiosos. Entretanto el 'zhong yi' encargo a San Francisco medicinas occidentales que su amigo Ebanizer Hobbs le habia ensenado a usar en Hong Kong. Tambien limpio un pedazo de terreno junto a la cabana, lo cerco para defenderlo de los venados y planto las yerbas basicas de su oficio.
– ?Por Dios, Tao! ?Piensas quedarte aqui hasta que broten estas matas raquiticas? -clamaba Eliza exasperada al ver los tallos desmayados y la hojas amarillas, sin obtener por respuesta mas que un gesto vago.
Sentia que cada dia transcurrido la alejaba de su destino, que Joaquin Andieta se internaba mas y mas en aquella region desconocida, tal vez rumbo a las montanas, mientras ella perdia su tiempo en Sacramento haciendose pasar por el hermano bobo de un curandero chino. Solia cubrir a Tao Chi?en con los peores epitetos, pero tenia la prudencia de hacerlo en castellano, tal como seguramente hacia el cuando se dirigia a ella en cantones. Habian perfeccionado las senales para comunicarse delante de otros sin hablar y de tanto actuar juntos llegaron a parecerse tanto, que nadie dudaba de su parentesco. Si no los ocupaba algun paciente, salian a recorrer el puerto y las tiendas, haciendo amigos e indagando por Joaquin Andieta. Eliza cocinaba y pronto Tao Chi?en se acostumbro a sus platos, aunque de vez en cuando escapaba a los comederos chinos de la ciudad, donde podia engullir cuanto le cupiera en la barriga por un par de dolares, una ganga, teniendo en cuenta que una cebolla costaba un dolar. Ante otros se comunicaban por gestos, pero a solas lo hacian en ingles. A pesar de los ocasionales insultos en dos lenguas, pasaban la mayor parte del tiempo trabajando lado a lado como buenos camaradas y sobraban ocasiones de reirse. A el le sorprendia que con Eliza pudieran compartir el humor, a pesar de los tropiezos ocasionales del idioma y las diferencias culturales. Sin embargo, justamente esas diferencias le arrancaban carcajadas: no podia creer que una mujer hiciera y dijera tales barbaridades. La observaba con curiosidad e inconfesable ternura; solia enmudecer de admiracion por ella, le atribuia el valor de un guerrero, pero cuando la veia flaquear le parecia una nina y lo vencia el deseo de protegerla. Aunque habia aumentado algo de peso y tenia mejor color, todavia estaba debil, era evidente. Tan pronto se ponia el sol comenzaba a cabecear, se enrollaba en su manta y se dormia; el se acostaba a su lado. Se acostumbraron tanto a esas horas de intimidad respirando al unisono, que los cuerpos se acomodaban solos en el sueno y si uno se volvia, el otro lo hacia tambien, de modo que no se despegaban. A veces despertaban trabados en las mantas, enlazados. Si el lo hacia primero, gozaba esos instantes que le traian a la memoria las horas felices con Lin, inmovil para que ella no percibiera su deseo. No sospechaba que a su vez Eliza hacia lo mismo, agradecida de esa presencia de hombre que le permitia imaginar lo que habria sido su vida can Joaquin Andieta, de haber tenido mas suerte. Ninguno de los dos mencionaba jamas lo que ocurria por la noche, como si fuera una existencia paralela de la cual no tenian conciencia. Apenas se vestian, el encanto secreto de esos abrazos desaparecia por completo y volvian a ser dos hermanos. En raras ocasiones Tao Chi?en partia solo en misteriosas salidas nocturnas, de las cuales regresaba sigiloso. Eliza se abstenia de indagar porque podia olerlo: habia estado con una mujer, incluso podia distinguir los perfumes dulzones de las mexicanas. Ella quedaba enterrada bajo su manta, temblando en la oscuridad y pendiente del menor sonido a su alrededor, con un cuchillo empunado en la mano, asustada, llamandolo con el pensamiento. No podia justificar ese deseo de llorar que la invadia, como si hubiera sido traicionada. Comprendia