un edificio de madera con pretensiones de lujo y decorado con pinturas de mujeres voluptuosas a medio vestir. El oro en polvo se pesaba para cambiarlo por monedas, a dieciseis dolares por onza, o simplemente se depositaba la bolsa completa sobre la mesa. Americanos, franceses y mexicanos constituian la mayoria de los clientes, pero tambien habia aventureros de Hawai, Chile, Australia y Rusia. Los juegos mas populares eran el 'monte' de origen mexicano, 'lasquenet' y 'vingt-et-un'. Como los chinos preferian el 'fan tan' y arriesgaban apenas unos centavos, no eran bienvenidos a las mesas de juego caro. No se veia un solo negro jugando, aunque habia algunos tocando musica o sirviendo mesas; mas tarde supieron que si entraban a los bares o garitos recibian un trago gratis y luego debian irse o los sacaban a tiros. Habia tres mujeres en el salon, dos jovenes mexicanas de grandes ojos chispeantes, vestidas de blanco y fumando un cigarrito tras otro, y una francesa con un apretado corse y espeso maquillaje, algo madura y bonita. Recorrian las mesas incitando al juego y a la bebida y solian desaparecer con frecuencia del brazo de algun cliente tras una pesada cortina de brocado rojo. Tao Chi?en fue informado que cobraban una onza de oro por su compania en el bar durante una hora y varios cientos de dolares por pasar la noche entera con un hombre solitario, pero la francesa era mas cara y no trataba con chinos o negros.
Eliza, desapercibida en su papel de muchacho oriental, se sento en un rincon, extenuada, mientras el conversaba con uno y otro averiguando detalles del oro y de la vida en California. A Tao Chi?en protegido por el recuerdo de Lin, le resultaba mas soportable la tentacion de las mujeres que la del juego. El sonido de las fichas del 'fan tan' y de los dados contra la superficie de las mesas lo llamaba con voz de sirena. La vision de las barajas de naipes en manos de los jugadores lo hacia sudar, pero se abstuvo, fortalecido por la conviccion de que la buena suerte lo abandonaria para siempre si rompia su promesa. Anos mas tarde, despues de multiples aventuras, Eliza le pregunto a que buena suerte se referia y el, sin pensarlo dos veces, respondio que a la de estar vivo y haberla conocido. Esa tarde se entero que los placeres se encontraban en los rios Sacramento, Americano, San Joaquin y en sus centenares de estuarios, pero los mapas no eran de fiar y las distancias tremendas. El oro facil de la superficie empezaba a escasear. Cierto, no faltaban mineros afortunados que tropezaban con una pepa del tamano de un zapato, pero la mayoria se conformaba con un punado de polvo conseguido con un esfuerzo desmesurado. Mucho se hablaba del oro, le dijeron, pero poco del sacrificio para obtenerlo. Se necesitaba una onza diaria para hacer alguna ganancia, siempre que uno estuviera dispuesto a vivir como perro, porque los precios eran extravagantes y el oro se iba en un abrir y cerrar de ojos. En cambio los mercaderes y prestamistas se hacian ricos, como un paisano dedicado a lavar ropa, quien en pocos meses pudo construirse una casa de material solido y ya estaba pensando regresar a China, comprar varias esposas y dedicarse a producir hijos varones, o el otro que prestaba dinero en un garito a diez por ciento de interes por hora, es decir, mas de ochenta y siete mil por ano. Le confirmaron historias fabulosas de pepas enormes, de polvo en abundancia mezclado con arena, de vetas en piedras de cuarzo, de mulas que desprendian un penasco con las patas y debajo aparecia un tesoro, pero para hacerse rico se requeria trabajo y suerte. A los yanquis les faltaba paciencia, no sabian trabajar en equipo, los vencia el desorden y la codicia. Mexicanos y chilenos sabian de mineria, pero gastaban mucho; oregoneses y rusos perdian su tiempo peleando y bebiendo. Los chinos en cambio, sacaban provecho por pobre que fuera su pertenencia, porque eran frugales, no se embriagaban y laboraban como hormigas dieciocho horas sin descanso ni lamentos. Los 'fan guey' se indignaban con el exito de los chinos, le advirtieron, era necesario disimular, hacerse los tontos, no provocarlos, o si no lo pasaria tan mal como los orgullosos mexicanos. Si, le informaron, existia un campamento de chilenos; quedaba algo apartado del centro de la ciudad, en la puntilla de la derecha, y se llamaba Chilecito, pero ya era muy tarde para aventurarse por esos lados sin mas compania que su hermano retardado.
– Yo vuelvo al barco -le anuncio Tao Chi?en a Eliza cuando por fin salieron del garito.
– Me siento mareada, como si me fuera a caer.
– Has estado muy enferma. Necesitas comer bien y descansar.
– No puedo hacer esto sola, Tao. Por favor, no me dejes todavia…
– Tengo un contrato, el capitan me hara buscar.
– ?Y quien cumplira la orden? Todos los barcos estan abandonados. No queda nadie a bordo. Ese capitan podra desganitarse gritando y ninguno de sus marineros regresara.
?Que voy a hacer con ella? se pregunto Tao Chi?en en voz alta y en cantones. Su trato terminaba en San Francisco, pero no se hallaba capaz de abandonarla a su suerte en ese lugar. Estaba atrapado, al menos hasta que ella estuviera mas fuerte, se conectara con otros chilenos o diera con el paradero de su escurridizo enamorado. No seria dificil, supuso. Por confuso que pareciera San Francisco, para los chinos no habia secretos en ninguna parte, bien podia esperar hasta el dia siguiente y acompanarla a Chilecito. Habia caido la oscuridad, dando al lugar un aspecto fantasmagorico. Las viviendas eran casi todas de lona y las lamparas en el interior las volvian transparentes y luminosas como diamantes. Las antorchas y fogatas en las calles y la musica de los garitos de juego contribuian a la impresion de irrealidad. Tao Chi?en busco hospedaje para pasar la noche y dio con un gran galpon de unos veinticinco metros de largo por ocho de ancho, fabricado de tablas y planchas metalicas rescatadas de los barcos encallados y coronado por un letrero de hotel. Adentro habia dos pisos de literas elevadas, simples repisas de madera donde podia tenderse un hombre encogido, con un meson al fondo donde se vendia licor. No existian ventanas y el unico aire para respirar entraba por las ranuras entre las planchas de las paredes. Por un dolar se adquiria el derecho a pernoctar y habia que traer su ropa de cama. Los primeros en llegar ocupaban las literas, los demas aterrizaban por el suelo, pero a ellos no les dieron una, aunque habia desocupadas, porque eran chinos. Se echaron en el suelo de tierra con el bulto de ropa por almohada, el 'sarape' y la manta de Castilla por unico abrigo. Pronto se lleno de hombres de varias razas y cataduras, que se tendian unos junto a otros en apretadas filas, vestidos y con sus armas a la mano. La pestilencia de mugre, tabaco y efluvios humanos, mas los ronquidos y las voces destempladas de los que se perdian en sus pesadillas, hacian dificil el sueno, pero Eliza estaba tan cansada que no supo como pasaron las horas. Desperto al amanecer tiritando de frio, acurrucada contra la espalda de Tao Chi?en, y entonces descubrio su aroma de mar. En el barco se confundia con el agua inmensa que los rodeaba, pero esa noche supo que era la fragancia peculiar del cuerpo de ese hombre. Cerro los ojos, se apreto mas a el y pronto volvio a dormirse.
Al dia siguiente ambos partieron en busca de Chilecito, que ella reconocio al punto porque una bandera chilena flameaba oronda en lo alto de un palo y porque la mayoria de los hombres llevaba los tipicos sombreros 'maulinos' en forma de cono. Eran alrededor de ocho o diez manzanas atiborradas de gente, incluso algunas mujeres y ninos que habian viajado con los hombres, todos dedicados a algun oficio o negocio. Las viviendas eran tiendas de campana, chozas y casuchas de tabla rodeadas por un revoltijo de herramientas y basura, tambien habia restaurantes, improvisados hoteles y burdeles. Calculaban en un par de miles a los chilenos instalados en el barrio, pero nadie los habia contado y en realidad era solo un lugar de paso para los recien llegados. Eliza se sintio feliz al escuchar la lengua de su pais y ver un letrero en una harapienta tienda de lona anunciando 'pequenes' y 'chunchules'. Se acerco y, disimulando su acento chileno, pidio una racion de los segundos. Tao Chi ?en se quedo mirando aquel extrano alimento, servido en un trozo de papel de periodico a falta de plato, sin saber que diablos era. Ella le explico que se trataba de tripas de cerdo fritas en grasa.
– Ayer yo me comi tu sopa china. Hoy tu te comes mis 'chunchules' chilenos -le ordeno.
– ?Como es que hablan castellano, chinos? -inquirio el vendedor amablemente.
– Mi amigo no habla, solo yo porque estuve en Peru -replico Eliza.
– ?Y que buscan por aqui?
– A un chileno, se llama Joaquin Andieta.
– ?Para que lo buscan?
– Tenemos un mensaje para el. ?Lo conoce?
– Por aqui ha pasado mucha gente en los ultimos meses. Nadie se queda mas de unos dias, ligerito parten a los placeres. Algunos vuelven, otros no.
– ?Y Joaquin Andieta.
– No me acuerdo, pero voy a preguntar.
Eliza y Tao Chi?en se sentaron a comer a la sombra de un pino. Veinte minutos mas tarde volvio el vendedor de comida acompanado de un hombre con aspecto de indio nortino, de piernas cortas y espaldas anchas, quien dijo que Joaquin Andieta, habia partido en direccion a los placeres de Sacramento hacia por lo menos un par de meses, aunque alli nadie se fijaba en calendarios ni llevaba la cuenta de las andanzas ajenas.
– Nos vamos para Sacramento, Tao -decidio Eliza apenas se alejaron de Chilecito.
– No puedes viajar todavia. Debes descansar un tiempo.