enfrentaban sin la mascara de las buenas maneras y la cortesia. Algo fundamental, que los habia sostenido en el fragil equilibrio de una mesa de tres patas, parecia roto sin remedio; sin embargo a medida que Jeremy recuperaba el aliento, sus facciones volvieron a la expresion impenetrable y arrogante de siempre, mientras se acomodaba un mechon caido sobre la frente y la corbata torcida. Entonces Miss Rose se puso de pie, se acerco por detras de la silla y le puso una mano en el hombro, el unico gesto de intimidad que se atrevio a hacer, mientras sentia que el pecho le dolia de ternura por ese hermano solitario, ese hombre silencioso y melancolico que habia sido como su padre y a quien no se habia dado nunca el trabajo de mirar a los ojos. Saco la cuenta de que en verdad nada sabia de el y que en toda su vida jamas lo habia tocado.

Dieciseis anos antes, la manana del 15 de marzo de 1832, Mama Fresia salio al jardin y tropezo con una caja ordinaria de jabon de Marsella cubierta con papel de periodico. Intrigada, se acerco a ver de que se trataba y al levantar el papel descubrio una criatura recien nacida. Corrio a la casa dando gritos y un instante despues Miss Rose se inclinaba sobre el bebe. Tenia entonces veinte anos, era fresca y bella como un durazno, vestia un traje color topacio y el viento le alborotaba los cabellos sueltos, tal como Eliza la recordaba o la imaginaba. Las dos mujeres levantaron la caja y la llevaron a la salita de costura, donde quitaron los papeles y sacaron del interior a la nina mal envuelta en un chaleco de lana. No habia permanecido a la intemperie por mucho rato, dedujeron, porque a pesar de la ventisca de la manana su cuerpo estaba tibio y dormia placida. Miss Rose ordeno a la india que fuera a buscar una manta limpia, sabanas y tijeras para improvisar panales. Cuando Mama Fresia regreso, el chaleco habia desaparecido y el bebe desnudo chillaba en brazos de Miss Rose.

– Reconoci el chaleco de inmediato. Yo misma se lo habia tejido a John el ano anterior. Lo escondi porque tu lo hubieras reconocido tambien -explico a Jeremy.

– ?Quien es la madre de Eliza, John?

– No recuerdo su nombre…

– ?No sabes como se llama! ?Cuantos bastardos has sembrado por el mundo? -exclamo Jeremy.

– Era una muchacha del puerto, una joven chilena, la recuerdo muy bonita. Nunca volvi a verla y no supe que estaba encinta. Cuando Rose me mostro el chaleco, un par de anos mas tarde, me acorde que se lo habia puesto a esa joven en la playa porque hacia frio y luego olvide pedirselo. Tienes que entender, Jeremy, asi es la vida de los marinos. No soy una bestia…

– Estabas ebrio.

– Es posible. Cuando comprendi que Eliza era mi hija, trate de ubicar a la madre, pero habia desaparecido. Tal vez murio, no lo se.

– Por alguna razon esa mujer decidio que nosotros debiamos criar a la nina, Jeremy, y nunca me he arrepentido de haberlo hecho. Le dimos carino, una buena vida, educacion. Tal vez la madre no podia darle nada, por eso nos trajo a Eliza envuelta en el chaleco, para que supieramos quien era el padre -agrego Miss Rose.

– ?Eso es todo? ?Un mugriento chaleco? ?Eso no prueba absolutamente nada! Cualquiera puede ser el padre. Esa mujer se deshizo de la criatura con mucha astucia.

– Temia que reaccionaras asi, Jeremy. Justamente por eso no te lo dije entonces -replico su hermana.

Tres semanas despues de despedirse de Tao Chi?en, Eliza estaba con cinco mineros lavando oro a orillas del Rio Americano. No habia viajado sola. El dia en que salio de Sacramento se unio a un grupo de chilenos que partia hacia los placeres. Habian comprado cabalgaduras, pero ninguno sabia de animales y los rancheros mexicanos disfrazaron habilmente la edad y los defectos de los caballos y las mulas. Eran unas bestias pateticas con las peladuras disimuladas con pintura y drogadas, que a las pocas horas de marcha perdieron impetu y arrastraban las patas cojeando. Llevaba cada jinete un cargamento de herramientas, armas y tiestos de laton, de modo que la triste caravana avanzaba a paso lento en medio de un estrepito de metales. Por el camino iban desprendiendose de la carga, que quedaba desparramada junto a las cruces salpicadas en el paisaje para indicar a los difuntos. Ella se presento con el nombre de Elias Andieta, recien llegado de Chile con el encargo de su madre de buscar a su hermano Joaquin y dispuesto a recorrer California de arriba abajo hasta cumplir con su deber.

– ?Cuantos anos tienes, mocoso? -le preguntaron.

– Dieciocho.

– Pareces de catorce. ?No eres muy joven para buscar oro?

– Tengo dieciocho y no ando buscando oro, solo a mi hermano Joaquin -repitio.

Los chilenos eran jovenes, alegres y todavia mantenian el entusiasmo que los habia impulsado a salir de su tierra y aventurarse tan lejos, aunque empezaban a darse cuenta de que las calles no estaban empedradas de tesoros, como les habian contado. Al principio Eliza no les daba la cara y mantenia el sombrero encima de los ojos, pero pronto noto que los hombres poco se miran entre ellos. Asumieron que se trataba de un muchacho y no se les extrano la forma de su cuerpo, su voz o sus costumbres. Ocupados cada uno de lo suyo, no se fijaron en que no orinaba con ellos y cuando tropezaban con un charco de agua para refrescarse, mientras ellos se desnudaban, ella se zambullia vestida y hasta con el sombrero puesto, alegando que asi aprovechaba de lavar su ropa en el mismo bano. Por otra parte, la limpieza era lo de menos y a los pocos dias estaba tan sucia y sudada como sus companeros. Descubrio que la mugre empareja a todos en la misma abyeccion; su nariz de sabueso apenas distinguia el olor de su cuerpo del de los demas. La tela gruesa de los pantalones le raspaba las piernas, no tenia costumbre de cabalgar por largos trechos y al segundo dia apenas podia dar un paso con las posaderas en carne viva, pero los otros tambien eran gente de ciudad y andaban tan adoloridos como ella. El clima seco y caliente, la sed, la fatiga y el asalto permanente de los mosquitos, les quitaron pronto el animo para la chacota. Avanzaban callados, con su sonajera de trastos, arrepentidos antes de empezar. Exploraron durante semanas tras un lugar propicio donde instalarse a buscar oro, tiempo que Eliza aprovecho para inquirir por Joaquin Andieta. Ni los indicios recogidos ni los mapas mal trazados servian de mucho y cuando alcanzaban un buen lavadero se encontraban con cientos de mineros llegados antes. Cada uno tenia derecho a reclamar cien pies cuadrados, marcaba su sitio trabajando a diario y dejando alli sus herramientas cuando se ausentaba, pero si se iba por mas de diez dias, otros podian ocuparlo y registrarlo a sus nombres. Los peores crimenes, invadir una pertenencia ajena antes del plazo y robar, se pagaban con la horca o con azotes, despues de un juicio sumario en que los mineros hacian de jueces, jurado y verdugos. Por todos lados encontraron partidas de chilenos. Se reconocian por la ropa y el acento, se abrazaban entusiasmados, compartian el 'mate', el aguardiente y el 'charqui', se contaban en vividos colores las mutuas desventuras y cantaban canciones nostalgicas bajo las estrellas, pero al dia siguiente se despedian, sin tiempo para excesos de hospitalidad. Por el acento de lechuguinos y las conversaciones, Eliza dedujo que algunos eran senoritos de Santiago, currutacos medio aristocratas que pocos meses antes usaban levita, botas de charol, guantes de cabritilla y pelo engominado, pero en los placeres resultaba casi imposible diferenciarlos de los mas rusticos patanes, con quienes trabajaban de igual a igual. Los remilgos y prejuicios de clase se hacian humo en contacto con la realidad brutal de las minas, pero no asi el odio de razas, que al menor pretexto explotaba en peleas. Los chilenos, mas numerosos y emprendedores que otros hispanos, atraian el odio de los gringos. Eliza se entero que en San Francisco un grupo de australianos borrachos habia atacado Chilecito, desencadenando una batalla campal. En los placeres funcionaban varias companias chilenas que habian traido peones de los campos, inquilinos que por generaciones habian estado bajo un sistema feudal y trabajaban por un sueldo infimo y sin extranarse de que el oro no fuese de quien lo encuentra, sino del patron. A los ojos de los yanquis, eso era simple esclavitud. Las leyes americanas favorecian a los individuos: cada propiedad se reducia al espacio que un hombre solo podia explotar. Las companias chilenas burlaban la ley registrando los derechos a nombre de cada uno de los peones para abarcar mas terreno.

Habia blancos de varias nacionalidades con camisas de franela, pantalones metidos en las botas y un par de revolveres; chinos con sus chaquetas acolchadas y calzones amplios; indios con ruinosas chaquetas militares y el trasero pelado; mexicanos vestidos de algodon blanco y enormes sombreros; sudamericanos con ponchos cortos y anchos cinturones de cuero donde llevaban su cuchillo, el tabaco, la polvora y el dinero; viajeros de las Islas Sandwich descalzos y con fajas de brillantes sedas; todos en una mezcolanza de colores, culturas, religiones y lenguas, con una sola obsesion comun. A cada uno Eliza preguntaba por Joaquin Andieta y pedia que corrieran la voz de que su hermano Elias lo buscaba. Al internarse mas y mas en ese territorio, comprendia cuan inmenso era y cuan dificil seria encontrar a su amante en medio de cincuenta mil forasteros pululando de un lado a otro.

El grupo de extenuados chilenos decidio por fin instalarse. Habian llegado al valle del Rio Americano bajo un calor de fragua, con solo dos mulas y el caballo de Eliza, los demas animales habian sucumbido por el camino. La tierra estaba seca y partida, sin mas vegetacion que pinos y robles, pero un rio claro y torrentoso bajaba a saltos por las piedras desde las montanas, atravesando el valle como un cuchillo. En ambas orillas habia hileras y mas

Вы читаете Hija de la fortuna
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату