hileras de hombres cavando y llenando baldes con la tierra fina, que luego arneaban en un artefacto parecido a la cuna de un infante. Trabajaban con la cabeza al sol, las piernas en el agua helada y la ropa empapada; dormian tirados por el suelo sin soltar sus armas, comian pan duro y carne salada, bebian agua contaminada por las centenares de excavaciones rio arriba y licor tan adulterado, que a muchos les reventaba el higado o se volvian locos. Eliza vio morir a dos hombres en pocos dias, revolcandose de dolor y cubiertos del sudor espumoso del colera y agradecio la sabiduria de Tao Chi?en, que no le permitia beber agua sin hervir. Por mucha que fuera la sed, ella esperaba hasta la tarde, cuando acampaban, para preparar te o 'mate'. De vez en cuando se oian gritos de jubilo: alguien habia encontrado una pepa de oro, pero la mayoria se contentaba con separar unos gramos preciosos entre toneladas de tierra inutil. Meses antes aun podian ver las escamas brillando bajo el agua limpida, pero ahora la naturaleza estaba trastornada por la codicia humana, el paisaje alterado con cumulos de tierra y piedras, hoyos enormes, rios y esteros desviados de sus cursos y el agua distribuida en incontables charcos, millares de troncos amputados donde antes habia bosque. Para llegar al metal se necesitaba determinacion de titanes.

Eliza no pretendia quedarse, pero estaba agotada y se encontro incapaz de continuar cabalgando sola a la deriva. Sus companeros ocuparon un pedazo al final de la hilera de mineros, bastante lejos del pequeno pueblo que empezaba a emerger en el lugar, con su taberna y su almacen para satisfacer las necesidades primordiales. Sus vecinos eran tres oregoneses que trabajaban y bebian alcohol con descomunal resistencia y no perdieron tiempo en saludar a los recien llegados, por el contrario, les hicieron saber de inmediato que no reconocian el derecho de los 'grasientos' a explotar el suelo americano. Uno de los chilenos los enfrento con el argumento de que tampoco ellos pertenecian alli, la tierra era de los indios, y se habria armado camorra si no intervienen los demas a calmar los animos. El ruido era una continua algarabia de palas, picotas, agua, rocas rodando y maldiciones, pero el cielo era limpido y el aire olia a hojas de laurel. Los chilenos se dejaron caer por tierra muertos de fatiga, mientras el falso Elias Andieta armaba una pequena fogata para preparar cafe y daba agua a su caballo. Por lastima, dio tambien a las pobres mulas, aunque no eran suyas, y descargo los bultos para que pudieran reposar. La fatiga le nublaba la vista y apenas podia con el temblor de las rodillas, comprendio que Tao Chi?en tenia razon cuando le advertia la necesidad de recuperar fuerzas antes de lanzarse en esa aventura. Penso en la casita de tablas y lona en Sacramento, donde a esa hora el estaria meditando o escribiendo con un pincel y tinta china en su hermosa caligrafia. Sonrio, extranada de que su nostalgia no evocara la tranquila salita de costura de Miss Rose o la tibia cocina de Mama Fresia. Como he cambiado, suspiro, mirando sus manos quemadas por el sol inclemente y llenas de ampollas.

Al otro dia sus camaradas la mandaron al almacen a comprar lo indispensable para sobrevivir y una de aquellas cunas para arnear la tierra, porque vieron cuanto mas eficiente era ese artilugio que sus humildes bateas. La unica calle del pueblo, si asi podia llamarse ese caserio, era un lodazal sembrado de desperdicios. El almacen, una cabana de troncos y tablas, era el centro de la vida social en esa comunidad de hombres solitarios. Alli se vendia de un cuanto hay, se servia licor a destajo y algo de comida; por las noches, cuando acudian los mineros a beber, un violinista animaba el ambiente con sus melodias, entonces algunos hombres se colgaban un panuelo en el cinturon, en senal de que asumian el papel de las damas, mientras los otros se turnaban para sacarlos a bailar. No habia una sola mujer en muchas millas a la redonda, pero de vez en cuando pasaba un vagon tirado por mulas cargado de prostitutas. Las esperaban con ansias y las compensaban con generosidad. El dueno del almacen resulto ser un mormon locuaz y bondadoso, con tres esposas en Utah, que ofrecia credito a quien se convirtiera a su fe. Era abstemio y mientras vendia licor predicaba contra el vicio de beberlo. Sabia de un tal Joaquin y el apellido le sonaba como Andieta, informo a Eliza cuando ella lo interrogo, pero habia pasado por alli hacia un buen tiempo y no podia decir cual direccion habia tomado. Lo recordaba porque estuvo involucrado en una pelea entre americanos y espanoles a proposito de una pertenencia. ?Chilenos? Tal vez, solo estaba seguro que hablaba castellano, podria haber sido mexicano, dijo, a el todos los 'grasientos' le parecian iguales.

– ?Y que paso al final?

– Los americanos se quedaron con el predio y los otros se tuvieron que marchar. ?Que otra cosa podia pasar? Joaquin y otro hombre permanecieron aqui en el almacen dos o tres dias. Puse unas mantas alli en un rincon y los deje descansar hasta que se repusieran un poco, porque estaban muy golpeados. No eran mala gente. Me acuerdo de tu hermano, era un chico de pelo negro y ojos grandes, bastante guapo.

– El mismo -dijo Eliza, con el corazon disparado al galope.

Tercera parte. 1850 – 1853

El Dorado

Llevaron al oso entre cuatro hombres, dos de cada lado tirando de las gruesas cuerdas, en medio de una turba enardecida. Lo arrastraron hasta el centro de la arena y lo ataron por una pata a un poste con una cadena de veinte pies y luego echaron quince minutos en desatarlo, mientras lanzaba aranazos y mordiscos con una ira de fin de mundo. Pesaba mas de seiscientos kilos, tenia la piel color pardo oscuro, un ojo tuerto, varias peladuras y cicatrices de antiguas peleas en el lomo, pero era aun joven. Una baba espumosa cubria sus fauces de enormes dientes amarillos. Erguido sobre las patas traseras, dando manotazos inutiles con sus garras prehistoricas, recorria la multitud con su ojo bueno, tironeando desesperado de la cadena.

Era un villorrio surgido en pocos meses de la nada, construido por transfugas en un suspiro y sin ambicion de durar. A falta de una arena de toros, como las que habia en todos los pueblos mexicanos de California, contaban con un amplio circulo despejado que servia para la doma de caballos y para encerrar mulas, reforzado con tablas y provisto de galerias de madera para acomodar al publico. Esa tarde de noviembre el cielo color acero amenazaba con lluvia, pero no hacia frio y la tierra estaba seca. Detras de la empalizada, centenares de espectadores respondian a cada rugido del animal con un coro de burlas. Las unicas mujeres, media docena de jovenes mexicanas con vestidos blancos bordados y fumando sus eternos cigarritos, eran tan conspicuas como el oso y tambien a ellas las saludaban los hombres con gritos de ole, mientras las botellas de licor y las bolsas de oro de las apuestas circulaban de mano en mano. Los tahures, con trajes de ciudad, chalecos de fantasia, anchas corbatas y sombreros de copa, se distinguian entre la masa rustica y desgrenada. Tres musicos tocaban en sus violines las canciones favoritas y apenas atacaron con brios 'Oh Susana', himno de los mineros, un par de comicos barbudos, pero vestidos de mujer, saltaron al ruedo y dieron una vuelta olimpica entre obscenidades y palmotazos, levantandose las faldas para mostrar piernas peludas y calzones con vuelos. El publico los celebro con una generosa lluvia de monedas, y un estrepito de aplausos y carcajadas. Cuando se retiraron, un solemne toque de corneta y redoble de tambores anuncio el comienzo de la lidia, seguido por un bramido de la multitud electrizada.

Perdida en la muchedumbre, Eliza seguia el espectaculo con fascinacion y horror. Habia apostado el escaso dinero que le quedaba, con la esperanza de multiplicarlo en los proximos minutos. Al tercer toque de corneta levantaron un porton de madera y un toro joven, negro y reluciente, entro resoplando. Por un instante reino un silencio maravillado en las galerias y enseguida un ?ole! a grito herido acogio al animal. El toro se detuvo desconcertado, la cabeza en alto, coronada por grandes cuernos sin limar, los ojos alertas midiendo las distancias, las pezunas delanteras pateando la arena, hasta que un grunido del oso capto su atencion. Su contrincante lo habia visto y estaba cavando a toda prisa un hoyo a pocos pasos del poste, donde se encogio, aplastado contra el suelo. A los alaridos del publico el toro agacho la cerviz, tenso los musculos y se lanzo a la carrera desprendiendo una nube de arena, ciego de colera, resollando, echando vapor por la nariz y baba por el hocico. El oso lo estaba esperando. Recibio la primera cornada en el lomo, que abrio un surco sanguinolento en su gruesa piel, pero no logro moverlo ni una pulgada. El toro dio una vuelta al trote por el ruedo, confundido, mientras la turba lo azuzaba con insultos, enseguida volvio a cargar, tratando de levantar al oso con los cuernos, pero este se mantuvo agachado y recibio el castigo sin chistar, hasta que vio su oportunidad y de un zarpazo certero le destrozo la nariz. Chorreando sangre, trastornado de dolor y perdido el rumbo, el animal comenzo a atacar con cabezazos ofuscados, hiriendo a su contrincante una y otra vez, sin lograr sacarlo del hoyo. De pronto

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