Eliza salio de la pelea del oso sin dinero y con hambre, no habia comido desde el dia anterior y decidio que nunca mas apostaria sus ahorros con el estomago vacio. Cuando ya no tuvo nada que vender, paso un par de dias sin saber como sobrevivir, hasta que salio en busca de trabajo y descubrio que ganarse la vida era mas facil de lo sospechado, en todo caso preferible a la tarea de conseguir a otro que pagara las cuentas. Sin un hombre que la proteja y la mantenga, una mujer esta perdida, le habia machacado Miss Rose, pero descubrio que no siempre era asi. En su papel de Elias Andieta conseguia trabajos que tambien podria hacer en ropa de mujer. Emplearse de peon o de vaquero era imposible, no sabia usar una herramienta o un lazo y las fuerzas no le alcanzaban para levantar una pala o voltear a un novillo, pero habia otras ocupaciones a su alcance. Ese dia recurrio a la pluma, tal como tantas veces habia hecho antes. La idea de escribir cartas fue un buen consejo de su amigo, el cartero. Si no podia hacerlo en una taberna, tendia su manta de Castilla al centro de una plaza, instalaba encima tintero y papel, luego pregonaba su oficio a voz en cuello. Muchos mineros escasamente podian leer de corrido o firmar sus nombres, no habian escrito una carta en sus vidas, pero todos esperaban el correo con una vehemencia conmovedora, era el unico contacto con las familias lejanas. Los vapores del 'Pacific Mail' llegaban a San Francisco cada dos semanas con los sacos de la correspondencia y tan pronto se perfilaban en el horizonte, la gente corria a ponerse en fila ante la oficina del correo. Los empleados demoraban diez o doce horas en sortear el contenido de los sacos, pero a nadie le importaba esperar el dia entero. Desde alli hasta las minas la correspondencia demoraba varias semanas mas. Eliza ofrecia sus servicios en ingles y espanol, leia las cartas y las contestaba. Si al cliente apenas se le ocurrian dos frases laconicas expresando que aun estaba vivo y saludos para los suyos, ella lo interrogaba con paciencia y anadia un cuento mas florido hasta llenar por lo menos una pagina. Cobraba dos dolares por carta, sin fijarse en el largo, pero si le incorporaba frases sentimentales que al hombre jamas se le habrian ocurrido, solia recibir una buena propina. Algunos le traian cartas para que se las leyera y tambien las decoraba un poco, asi el desdichado recibia el consuelo de unas palabras de carino. Las mujeres, cansadas de esperar al otro lado del continente, solian escribir solo quejas, reproches o un sartal de consejos cristianos, sin acordarse que sus hombres estaban enfermos de soledad. Un lunes triste llego un 'sheriff' a buscarla para que escribiera las ultimas palabras de un preso condenado a muerte, un joven de Wisconsin acusado esa misma manana de robar un caballo. Imperturbable, a pesar de sus diecinueve anos recien cumplidos, dicto a Eliza: 'Querida Mama, espero que se encuentre bien cuando reciba esta noticia y le diga a Bob y a James que me van a ahorcar hoy. Saludos, Theodore.' Eliza trato de suavizar un poco el mensaje, para ahorrar un sincope a la desdichada madre, pero el 'sheriff' dijo que no habia tiempo para zalamerias. Minutos despues varios honestos ciudadanos condujeron al reo al centro del pueblo, lo sentaron en un caballo con una cuerda al cuello, pasaron el otro extremo por la rama de un roble, luego dieron un golpe en las ancas al animal y Theodore quedo colgando sin mas ceremonias. No era el primero que veia Eliza. Al menos ese castigo era rapido, pero si el acusado era de otra raza solia ser azotado antes de la ejecucion y aunque ella se iba lejos, los gritos del condenado y la zalagarda de los espectadores la perseguian durante semanas.

Ese dia se disponia a preguntar en la taberna si podia instalar su negocio de escribiente, cuando un alboroto llamo su atencion. Justo cuando salia el publico de la pelea del oso, por la unica calle del pueblo entraban unos vagones tirados por mulas y precedidos por un chiquillo indio tocando un tambor. No eran vehiculos comunes, las lonas estaban pintarrajeadas, de los techos colgaban flecos, pompones y lamparas chinas, las mulas iban decoradas como bestias de circo y acompanadas por una sonajera imposible de cencerros de cobre. Sentada al pescante del primer carruaje iba una mujerona de senos hiperbolicos, con ropa de hombre y una pipa de bucanero entre los dientes. El segundo vagon lo conducia un tipo enorme cubierto con unas pieles raidas de lobo, la cabeza afeitada, argollas en las orejas y armado como para ir a la guerra. Cada vagon llevaba otro a remolque, donde viajaba el resto de la comparsa, cuatro jovenes ataviadas de ajados terciopelos y mustios brocados, tirando besos a la asombrada concurrencia. El estupor duro solo un instante, tan pronto reconocieron los carromatos, una salva de gritos y tiros al aire animo la tarde. Hasta entonces las palomas mancilladas habian reinado sin competencia femenina, pero la situacion cambio cuando en los nuevos pueblos se instalaron las primeras familias y los predicadores, que sacudian las conciencias con amenazas de condenacion eterna. A falta de templos, organizaban servicios religiosos en los mismos 'saloons' donde florecian los vicios. Se suspendia por una hora la venta de licor, se guardaban las barajas y se daban vuelta los cuadros lascivos, mientras los hombres recibian las amonestaciones del pastor por sus herejias y desenfrenos. Asomadas al balcon del segundo piso, las pindongas resistian filosoficamente el chapuzon, con el consuelo de que una hora mas tarde todo volveria a su cauce normal. Mientras el negocio no decayera, poco importaba si quienes les pagaban por fornicar, luego las culparan por recibir la paga, como si el vicio no fuera de ellos, sino de quienes los tentaban. Asi se establecia una clara frontera entre las mujeres decentes y las de vida airada. Cansadas de sobornar a las autoridades y soportar humillaciones, algunas partian con sus baules a otra parte, donde tarde o temprano el ciclo se repetia. La idea de un servicio itinerante ofrecia la ventaja de eludir el asedio de las esposas y los religiosos, ademas se extendia el horizonte a las zonas mas remotas, donde se cobraba el doble. El negocio prosperaba en buen clima, pero ya estaban a las puertas del invierno, pronto caeria nieve y los caminos serian intransitables; ese era uno de los ultimos viajes de la caravana.

Los vagones recorrieron la calle y se detuvieron a la salida del pueblo, seguidos por una procesion de hombres envalentonados por el alcohol y la pelea del oso. Hacia alla se dirigio tambien Eliza para ver de cerca la novedad. Comprendio que le faltarian clientes para su oficio epistolar, necesitaba encontrar otra forma de ganarse la cena. Aprovechando que el cielo estaba despejado, varios voluntarios se ofrecieron para desenganchar las mulas y ayudar a bajar un aporreado piano, que instalaron sobre la yerba bajo las ordenes de la madame, a quien todos conocian por el nombre primoroso de Joe Rompehuesos. En un dos por tres despejaron un pedazo de terreno, colocaron mesas y aparecieron por encantamiento botellas de ron y pilas de tarjetas postales de mujeres en cueros. Tambien dos cajones con libros en ediciones vulgares, que fueron anunciadas como 'romances de alcoba con las escenas mas calientes de Francia'. Se vendian a diez dolares, un precio de ganga, porque con ellas podian excitarse cuantas veces quisieran y ademas prestarlas a los amigos, eran mucho mas rentables que una mujer de verdad, explicaba la Rompehuesos y para probarlo leyo un parrafo que el publico escucho en sepulcral silencio, como si se tratara de una revelacion profetica. Un coro de risotadas y chistes acogio el final de la lectura y en pocos minutos no quedo un solo libro en las cajas. Entretanto habia caido la noche y debieron alumbrar la fiesta con antorchas. La madame anuncio el precio exorbitante de las botellas de ron, pero bailar con las chicas costaba la cuarta parte. ?Hay alguien que sepa tocar el condenado piano? pregunto. Entonces Eliza, a quien le crujian las tripas, avanzo sin pensarlo dos veces y se sento frente al desafinado instrumento, invocando a Miss Rose. No habia tocado en diez meses y no tenia buen oido, pero el entrenamiento de anos con la varilla metalica en la espalda y los palmotazos del profesor belga acudieron en su ayuda. Ataco una de las canciones picaras que Miss Rose y su hermano, el capitan, solian cantar a duo en los tiempos inocentes de las tertulias musicales, antes que el destino diera un coletazo y su mundo quedara vuelto al reves. Asombrada, comprobo cuan bien recibida era su torpe ejecucion. En menos de dos minutos surgio un rustico violin para acompanarla, se animo el baile y los hombres se arrebataban a las cuatro mujeres para dar carreras y trotes en la improvisada pista. El ogro de las pieles quito el sombrero a Eliza y lo puso sobre el piano con un gesto tan resuelto, que nadie se atrevio a ignorarlo y pronto fue llenandose de propinas.

Uno de los vagones se usaba para todo servicio y dormitorio de la madame y su hijo adoptivo, el nino del tambor, en otro viajaban hacinadas las demas mujeres y los dos remolque estaban convertidos en alcobas. Cada uno, forrado con panuelos multicolores, contenia un catre de cuatro pilares y baldaquin con colgajo de mosquitero, un espejo de marco dorado, juego de lavatorio y palangana de loza, alfombras persas destenidas y algo apolilladas, pero aun vistosas, y palmatorias con velones para alumbrarse. Esta decoracion teatral animaba a los parroquianos, disimulaba el polvo de los caminos y el estropicio del uso. Mientras dos de las mujeres bailaban al son de la musica, las otras conducian a toda prisa su negocio en los carromatos. La madame, con dedos de hada para los naipes, no descuidaba las mesas de juego ni su obligacion de cobrar los servicios de sus palomas por adelantado, vender ron y animar la parranda, siempre con la pipa entre los dientes. Eliza toco las canciones que sabia de memoria y cuando se le agotaba el repertorio empezaba otra vez por la primera, sin que nadie notara la repeticion, hasta que se le nublo la vista de fatiga. Al verla flaquear, el coloso anuncio una pausa, recogio el dinero del sombrero y se lo metio a la pianista en los bolsillos, luego la tomo de un brazo y la llevo practicamente en vilo al primer vagon, donde le puso un vaso de ron en la mano. Ella lo rechazo con un gesto desmayado, beberlo en ayunas equivalia a un garrotazo en plena nuca; entonces el escarbo en el desorden de cajas y tiestos y produjo un pan y unos trozos de cebolla, que ella ataco temblando de anticipacion. Cuando los hubo devorado

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