levanto la vista y se encontro ante el tipo de las pieles observandola desde su tremenda altura. Lo iluminaba una sonrisa inocente con los dientes mas blancos y parejos de este mundo.
– Tienes cara de mujer -le dijo y ella dio un respingo.
– Me llamo Elias Andieta -replico, llevandose la mano a la pistola, como si estuviera dispuesta a defender su nombre de macho a tiros.
– Yo soy Babalu, el Malo.
– ?Hay un Babalu bueno?
– Habia.
– ?Que le paso?
– Se encontro conmigo. ?De donde eres, nino?
– De Chile. Ando buscando a mi hermano. ?No ha oido mentar a Joaquin Andieta?
– No he oido de nadie. Pero si tu hermano tiene los cojones bien puestos, tarde o temprano vendra a visitarnos. Todo el mundo conoce a las chicas de Joe Rompehuesos.
Negocios
El capitan John Sommers anclo el 'Fortuna' en la bahia de San Francisco, a suficiente distancia de la orilla como para que ningun valiente tuviera la audacia de lanzarse al agua y nadar hasta la costa. Habia advertido a la tripulacion que el agua fria y las corrientes despachaban en menos de veinte minutos, en caso que no lo hicieran los tiburones. Era su segundo viaje con el hielo y se sentia mas seguro. Antes de entrar por el estrecho canal del Golden Gate hizo abrir varios toneles de ron, los repartio generosamente entre los marineros y cuando estuvieron ebrios, desenfundo un par de pistolones y los obligo a colocarse boca abajo en el suelo. El segundo de a bordo los encadeno con cepos en los pies, ante el desconcierto de los pasajeros embarcados en Valparaiso, que observaban la escena en la primera cubierta sin saber que diablos ocurria. Entretanto desde el muelle los hermanos Rodriguez de Santa Cruz habian enviado una flotilla de botes para conducir a tierra a los pasajeros y la preciosa carga del vapor. La tripulacion seria liberada para maniobrar el zarpe del barco en el momento del regreso, despues de recibir mas licor y un bono en monedas autenticas de oro y plata, por el doble de sus salarios. Eso no compensaba el hecho de que no podrian perderse tierra adentro en busca de las minas, como casi todos planeaban, pero al menos servia de consuelo. El mismo metodo habia empleado en el primer viaje, con excelentes resultados; se jactaba de tener uno de los pocos barcos mercantes que no habia sido abandonado en la demencia del oro. Nadie se atrevia a desafiar a ese pirata ingles, hijo de la puta madre y de Francis Drake, como lo llamaban, porque no les cabia duda alguna que era capaz de descargar sus trabucos en el pecho de cualquiera que se alzara.
En los muelles de San Francisco se apilaron los productos enviados por Paulina desde Valparaiso: huevos y quesos frescos, verduras y frutas del verano chileno, mantequilla, sidra, pescados y mariscos, embutidos de la mejor calidad, carne de vacuno y toda suerte de aves rellenas y condimentadas listas para cocinar. Paulina habia encargado a las monjas pasteles coloniales de dulce de leche y tortas de milhojas, asi como los guisos mas populares de la cocina criolla, que viajaron congelados en las camaras de nieve azul. El primer envio fue arrebatado en menos de tres dias con una utilidad tan asombrosa, que los hermanos descuidaron sus otros negocios para concentrarse en el prodigio del hielo. Los trozos de tempano se derretian lentamente durante la navegacion, pero quedaba mucho y a la vuelta el capitan pensaba venderlo a precio de usurero en Panama. Fue imposible mantener callado el exito apabullante del primer viaje y la noticia de que habia unos chilenos navegando con pedazos de un glaciar a bordo corrio como polvora. Pronto se formaron sociedades para hacer lo mismo con icebergs de Alaska, pero resulto imposible conseguir tripulantes y productos frescos capaces de competir con los de Chile y Paulina pudo continuar su intenso negocio sin rivales, mientras conseguia un segundo vapor para ampliar la empresa.
Tambien las cajas de libros eroticos del capitan Sommers se vendieron en un abrir y cerrar de ojos, pero bajo un manto de discrecion y sin pasar por las manos de los hermanos Rodriguez de Santa Cruz. El capitan debia evitar a toda costa que se levantaran voces virtuosas, como habia ocurrido en otras ciudades, cuando la censura los confiscaba por inmorales y terminaban ardiendo en hogueras publicas. En Europa circulaban secretamente en ediciones de lujo entre senorones y coleccionistas, pero las mayores ganancias se obtenian de ediciones para consumo popular. Se imprimian en Inglaterra, donde se ofrecian clandestinamente por unos centavos, pero en California el capitan obtuvo cincuenta veces su valor. En vista del entusiasmo por esa clase de literatura, se le ocurrio incorporar ilustraciones, porque la mayoria de los mineros solo leia titulos de periodicos. Las nuevas ediciones ya se estaban imprimiendo en Londres con dibujos vulgares, pero explicitos, que a fin de cuentas era lo unico que interesaba.
Esa misma tarde John Sommers, instalado en el salon del mejor hotel de San Francisco, cenaba con los hermanos Rodriguez de Santa Cruz, quienes en pocos meses habian recuperado su aspecto de caballeros. Nada quedaba de los hirsutos cavernicolas que meses antes buscaban oro. La fortuna estaba alli mismo, en limpias transacciones que podian hacer en los mullidos sillones del hotel con un whisky en la mano, como gente civilizada y no como patanes, decian. A los cinco mineros chilenos traidos por ellos a fines de 1848, se habian sumado ochenta peones del campo, gente humilde y sumisa, que nada sabia de minas, pero aprendia rapido, acataba ordenes y no se sublevaba. Los hermanos los mantenian trabajando en las orillas del Rio Americano al mando de leales capataces, mientras ellos se dedicaban al transporte y al comercio. Compraron dos embarcaciones para hacer la travesia de San Francisco a Sacramento y doscientas mulas para transportar mercaderia a los placeres, que vendian directamente sin pasar por los almacenes. El esclavo fugitivo, quien antes hacia de guardaespaldas, resulto un as para los numeros y ahora llevaba la contabilidad, tambien vestido de gran senor y con una copa y un cigarro en la mano, a pesar de los rezongos de los gringos, quienes apenas toleraban su color, pero no tenian mas recurso que negociar con el.
– Su senora manda decir que en el proximo viaje del 'Fortuna' se viene con los ninos, las criadas y el perro. Dice que vaya pensando donde se instalaran, porque no piensa vivir en un hotel -le comunico el capitan a Feliciano Rodriguez de Santa Cruz.
– ?Que idea tan descabellada! La explosion del oro se acabara de repente y esta ciudad volvera a ser el villorrio que fue dos anos atras. Ya hay signos de que el mineral ha disminuido, se acabaron esos hallazgos de pepas como penascos. ?Y a quien le importara California cuando se termine?
– Cuando vine por primera vez esto parecia un campamento de refugiados, pero se ha convertido en una ciudad como Dios manda. Francamente, no creo que desaparezca de un soplido, es la puerta del Oeste por el Pacifico.
– Eso dice Paulina en su carta.
– Sigue el consejo de tu mujer, Feliciano, mira que tiene ojo de lince -interrumpio su hermano.
– Ademas no habra modo de detenerla. En el proximo viaje ella viene conmigo. No olvidemos que es la patrona del 'Fortuna' -sonrio el capitan.
Les sirvieron ostras frescas del Pacifico, uno de los pocos lujos gastronomicos de San Francisco, tortolas rellenas con almendras y peras confitadas del cargamento de Paulina, que el hotel compro de inmediato. El vino tinto tambien provenia de Chile y la champana de Francia. Se habia corrido la voz de la llegada de los chilenos con el hielo y se llenaron todos los restaurantes y hoteles de la ciudad con parroquianos ansiosos por regalarse con las delicias frescas antes que se agotaran. Estaban encendiendo los puros para acompanar el cafe y el brandy, cuando John Sommers sintio un palmotazo en el hombro que por poco le tumba el vaso. Al volverse se encontro frente a Jacob Todd, a quien no habia visto desde hacia mas de tres anos, cuando lo desembarco en Inglaterra, pobre y humillado. Era la ultima persona que esperaba ver y demoro un instante en reconocerlo, porque el falso misionero de antano parecia una caricatura de yanqui. Habia perdido peso y pelo, dos largas patillas le enmarcaban la cara, vestia un traje a cuadros algo estrecho para su tamano, botas de culebra y un incongruente sombrero blanco de Virginia, ademas asomaban lapices, libretas y hojas de periodico por los cuatro bolsillos de su chaqueta. Se abrazaron como viejos camaradas. Jacob Todd llevaba cinco meses en San Francisco y escribia articulos de prensa sobre la fiebre del oro, que se publicaban regularmente en Inglaterra y tambien en Boston y Nueva York. Habia llegado gracias a la intervencion generosa de Feliciano Rodriguez de Santa Cruz, quien no habia echado en saco roto el servicio que debia al ingles. Como buen chileno, nunca olvidaba un favor -tampoco una ofensa- y al enterarse de sus cuitas en Inglaterra, le mando dinero, pasaje y una nota explicando que