tenia concubinas, al menos abiertamente. Las pocas familias de 'fan guey' que Tao Chi?en habia conocido en esa tierra de hombres solos, le resultaban impenetrables. No podia imaginar como funcionaban en la intimidad, dado que aparentemente los maridos consideraban a sus mujeres como iguales. Era un misterio que le interesaba explorar, como tantos otros en ese extraordinario pais.
Las primeras cartas de Eliza llegaron al restaurante y como la comunidad china conocia a Tao Chi?en, no tardaron en entregarselas. Esas largas cartas, llenas de detalles, eran su mejor compania. Recordaba a Eliza sorprendido de su anoranza, porque nunca penso que la amistad con una mujer fuera posible y menos con una de otra cultura. La habia visto casi siempre en ropas masculinas, pero le parecia totalmente femenina y le extranaba que los demas aceptaran su aspecto sin hacer preguntas. 'Los hombres no miran a los hombres y las mujeres creen que soy un chico afeminado' le habia escrito ella en una carta. Para el, en cambio, era la muchacha vestida de blanco a quien quito el corse en una casucha de pescadores en Valparaiso, la enferma que se entrego sin reservas a sus cuidados en la bodega del barco, el cuerpo tibio pegado al suyo en las noches heladas bajo un techo de lona, la voz alegre canturreando mientras cocinaba y el rostro de expresion grave cuando lo ayudaba a curar a los heridos. Ya no la veia como una nina, sino como una mujer, a pesar de sus huesitos de nada y su cara infantil. Pensaba en como cambio al cortarse el cabello y se arrepentia de no haber guardado su trenza, idea que se le ocurrio entonces, pero la descarto como una forma bochornosa de sentimentalismo. Al menos ahora podria tenerla en sus manos para invocar la presencia de esa amiga singular. En su practica de meditacion nunca dejaba de enviarle energia protectora para ayudarla a sobrevivir las mil muertes y desgracias posibles que procuraba no formular, porque sabia que quien se complace en pensar en lo malo, acaba por convocarlo. A veces sonaba con ella y amanecia sudando, entonces echaba la suerte con sus palitos del I Chin para ver lo invisible. En los ambiguos mensajes Eliza aparecia siempre en marcha hacia la montana, eso lo tranquilizaba un poco.
En setiembre de 1850 le toco participar en una ruidosa celebracion patriotica cuando California se convirtio en otro Estado de la Union. La nacion americana abarcaba ahora todo el continente, desde el Atlantico hasta el Pacifico. Para entonces la fiebre del oro empezaba a transformarse en una inmensa desilusion colectiva y Tao veia masas de mineros debilitados y pobres, aguardando turno para embarcarse de vuelta a sus pueblos. Los periodicos calculaban en mas de noventa mil los que retornaban. Ya no desertaban los marineros, por el contrario, no alcanzaban las naves para llevarse a todos los que deseaban partir. Uno de cada cinco mineros habia muerto ahogado en los rios, de enfermedad o de frio; muchos perecian asesinados o se daban un balazo en la sien. Todavia llegaban extranjeros, embarcados con meses de anterioridad, pero el oro ya no estaba al alcance de cualquier audaz con una batea, una pala y un par de botas, el tiempo de los heroes solitarios estaba terminando y en su lugar se instalaban poderosas companias provistas de maquinas capaces de partir montanas con chorros de agua. Los mineros trabajaban a sueldo y los que se hacian ricos eran los empresarios, tan avidos de fortuna subita como los aventureros del 49, pero mucho mas astutos, como aquel sastre judio de apellido Levy, que fabricaba pantalones de tela gruesa con doble costura y remaches metalicos, uniforme obligado de los trabajadores. Mientras muchos se marchaban, los chinos, en cambio, seguian llegando como silenciosas hormigas. A menudo Tao Chi?en traducia los periodicos en ingles para su amigo, el 'zhong yi', a quien le gustaban especialmente los articulos de un tal Jacob Freemont, porque coincidian con sus propias opiniones:
'Millares de argonautas regresan a sus casas derrotados, pues no han conseguido el Vellocino de Oro y su Odisea se ha tornado en tragedia, pero muchos otros, aunque pobres, se quedan porque ya no pueden vivir en otra parte. Dos anos en esta tierra salvaje y hermosa transforman a los hombres. Los peligros, la aventura, la salud y la fuerza vital que se gozan en California no se encuentran en ningun lugar. El oro cumplio su funcion: atrajo a los hombres que estan conquistando este territorio para convertirlo en la Tierra Prometida. Eso es irrevocable…', escribia Freemont.
Para Tao Chi?en, sin embargo, vivian en un paraiso de codiciosos, gente materialista e impaciente cuya obsesion era enriquecerse a toda prisa. No habia alimento para el espiritu y en cambio prosperaban la violencia y la ignorancia. De esos males derivaban todos los demas, estaba convencido. Habia visto mucho en sus veintisiete anos y no se consideraba mojigato, pero le chocaba la debacle de las costumbres y la impunidad del crimen. Un lugar asi estaba destinado a sucumbir en la cienaga de sus propios vicios, sostenia. Habia perdido la esperanza de encontrar en America la paz tan ansiada, definitivamente no era un lugar para un aspirante a sabio. ?Por que entonces lo atraia de tal modo? Debia evitar que esa tierra lo embrujara, tal como ocurria a cuantos la pisaban; pretendia regresar a Hong Kong o visitar a su amigo Ebanizer Hobbs en Inglaterra para estudiar y practicar juntos. En los anos transcurridos desde que fuera secuestrado a bordo del 'Liberty', habia escrito varias cartas al medico ingles, pero como andaba navegando, no obtuvo respuesta por mucho tiempo, hasta que al fin en Valparaiso, en febrero de 1849, el capitan John Sommers recibio una carta suya y se la entrego. En ella su amigo le contaba que estaba dedicado a la cirugia en Londres, aunque su verdadera vocacion eran las enfermedades mentales, un campo novedoso apenas explorado por la curiosidad cientifica.
En 'Dai Fao', la 'ciudad grande', como llamaban los chinos a San Francisco, planeaba trabajar durante un tiempo y luego embarcarse rumbo a China, en caso que Ebanizer Hobbs no respondiera pronto a su ultima carta. Le asombro ver como habia cambiado San Francisco en poco mas de un ano. En vez del fragoroso campamento de casuchas y tiendas que habia conocido, lo recibio una ciudad con calles bien trazadas y edificios de varios pisos, organizada y prospera, donde por todas partes se levantaban nuevas viviendas. Un incendio monstruoso habia destruido varias manzanas tres meses antes, todavia se veian restos de edificios carbonizados, pero aun no habian enfriado las brasas cuando ya estaban todos martillo en mano reconstruyendo. Habia hoteles de lujo con verandas y balcones, casinos, bares y restaurantes, coches elegantes y una muchedumbre cosmopolita, mal vestida y mal agestada, entre la cual sobresalian los sombreros de copa de unos pocos dandis. El resto eran tipos barbudos y embarrados, con aire de truhanes, pero alli nadie era lo que parecia, el estibador del muelle podia ser un aristocrata latinoamericano y el cochero un abogado de Nueva York. Al minuto de conversacion con cualquiera de esos tipos patibularios se podia descubrir a un hombre educado y fino, quien al menor pretexto sacaba del bolsillo una sobada carta de su mujer para mostrarla con lagrimas en los ojos. Y tambien ocurria al reves: el petimetre acicalado escondia un cabron bajo el traje bien cortado. No le toco ver escuelas en su trayecto por el centro, en cambio vio ninos que trabajaban como adultos cavando hoyos, transportando ladrillos, arreando mulas y lustrando botas, pero apenas soplaba la ventolera del mar corrian a encumbrar volantines. Mas tarde se entero que muchos eran huerfanos y vagaban por las calles en pandillas hurtando comida para sobrevivir. Todavia escaseaban las mujeres y cuando alguna pisaba airosa la calle, el trafico se detenia para dejarla pasar. Al pie del cerro Telegraph, donde habia un semaforo con banderas para senalar la procedencia de los barcos que entraban a la bahia, se extendia un barrio de varias cuadras en el cual no faltaban mujeres: era la zona roja, controlada por los rufianes de Australia, Tasmania y Nueva Zelanda. Tao Chi?en habia oido de ellos y sabia que no era un lugar donde un chino pudiera aventurarse solo despues de la puesta de sol. Atisbando las tiendas vio que el comercio ofrecia los mismos productos que habia visto en Londres. Todo llegaba por mar, incluso un cargamento de gatos para combatir las ratas, que se vendieron uno a uno como articulos de lujo. El bosque de mastiles de los barcos abandonados en la bahia estaba reducido a una decima parte, porque muchos habian sido hundidos para rellenar el terreno y construir encima o estaban convertidos en hoteles, bodegas, carceles y hasta un asilo para locos, donde iban a morir los infortunados que se perdian en los delirios irremediables del alcohol. Hacia mucha falta, porque antes ataban a los lunaticos a los arboles.
Tao Chi?en se dirigio al barrio chino y comprobo que los rumores eran ciertos: sus compatriotas habian construido una ciudad completa en el corazon de San Francisco, donde se hablaba mandarin y cantones, los avisos estaban escritos en chino y solo chinos habia por todas partes: la ilusion de encontrarse en el Celeste Imperio era perfecta. Se instalo en un hotel decente y se dispuso a practicar su oficio de medico por el tiempo necesario para juntar algo mas de dinero, porque tenia un largo viaje por delante. Sin embargo algo ocurrio que echaria por tierra sus planes y lo retendria en esa ciudad. 'Mi karma no era encontrar paz en un monasterio de las montanas, como a veces sone, sino pelear una guerra sin tregua y sin fin' concluyo muchos anos mas tarde, cuando pudo mirar su pasado y ver con claridad los caminos recorridos y los que le faltaban por recorrer. Meses despues recibio la ultima carta de Eliza en un sobre muy manoseado.
Paulina Rodriguez de Santa Cruz descendio del 'Fortuna' como una emperatriz, rodeada de su sequito y con un equipaje de noventa y tres baules. El tercer viaje del capitan John Sommers con el hielo habia sido un verdadero tormento para el, el resto de los pasajeros y la tripulacion. Paulina hizo saber a todo el mundo que el barco era suyo y para probarlo contradecia al capitan y daba ordenes arbitrarias a los marineros. Ni siquiera tuvieron el alivio de verla mareada, porque su estomago de elefanta resistio la navegacion sin mas consecuencias